Mes: May 2016

Cantares de gesta.

Nosotros tenemos la Chanson de Roland, ellos El guardián entre el Centeno.

Las comparaciones son siempre odiosas por eso voy a callar, porque aunque aparente que no, en el fondo sé que me pienso menos y peor que cualquier otro. Como ese cervatillo al que todos miran porque tarda más de diez minutos en comenzar a caminar, como ese niño delgaducho que se sube las gafas con el dorso de la mano mientras los demás se ríen de él en el patio del colegio.

Tan humanos, tan crueles, y tan dispuestos siempre a hacernos daño.

A hacernos daño y mucho más.

Tú EE.UU y yo la URSS, obligados por defecto a no entendernos, a hacernos la Guerra Fría, a ir levantando muros en Berlín que nos separen eternamente. Suenan disparos a lo lejos, que parecen advertencias, que nos invitan a separarnos sin que armemos más escándalo.

Agitamos banderas, alzamos puños, gritamos consignas en nombre de otros y del amor.

Barras, estrellas, un martillo y la hoz. Y el cabrón de Cupido en una nube, riéndose de nosotros, llamando a la lluvia caliente del verano.

Y así, intentamos cruzar el charco hasta mojarnos y acabar empapados sin querer esperar a que soplen los vientos del norte para secarnos por completo.

Y nos bombardeamos con palabras que atraviesan todas nuestras defensas, que nos encienden las miradas y que nos suben las pulsaciones.

Para, detente, que soy de taquicardia fácil, de cerebro débil. Eres como las mareas, subiendo con la luna llena, pegándote a mi piel.

Que no te he dicho aún que tengo los pulmones encharcados de lágrimas de antaño, y voy formando lagunas de tristeza con cada paso de gigante de piedra. Que he recibido golpes de los que no me recuperaría ni aunque viviera un par de siglos.

Y entonces miro al frente y pienso fríamente, y prefiero dar un paso atrás, tragar saliva, apretar los puños y darme por vencido. Los hay que perdemos la carrera antes de la primera zancada.

A veces tenemos que entender que hay cosas imposibles, que hay novelas que no tienen que escribirse, que hay historias destinadas a acabarse antes de pasar la primera página. Leyendas que tienen que tener fin para volverse épicas.

Pero a pesar de todo, la mayoría de las veces, entre las nieblas que se instalan en mi garganta aparece ese tímido rayo de sol que me calienta las entrañas y entonces pienso:

Para que un cuento tenga final feliz tiene que empezar.

Entonces me doy cuenta de que somos un par héroes, que ya vamos conociendo el camino, que no eres ninguna damisela en apuros, y que vamos a hacer trabajar a los juglares de nuevo con nuestro cantar de gesta.

Y sólo me queda sonreír.

 

La ley de Murphy.

Barbarie en las calles, el sol quemándonos la piel sin que haya sombra en la que protegernos, y me he dado cuenta de que necesito ciertas cosas más que respirar, y que voy a seguir quemándome con todo este juego.

Gasolina en los sentidos, y una cerilla cayendo al suelo delante de nuestros ojos.

Necesito agua y tormentas de verano para controlar todo este incendio. Tormentas de las que te llenan el olfato de tierra húmeda gritando alivio, tormentas de las que dejan el cielo limpio de cualquier derrota.

No sé por qué siempre corro arrastrando las cadenas, quedándome el último, viendo cómo los demás han llegado a la línea de meta sin que yo haya sido capaz de avanzar ni un metro.

Rebeldes, bordeando el límite como quien bordea un precipicio riéndose de las alturas, sin medir las consecuencias.

Inconscientes.

Tanto tiempo burlándonos de nosotros mismos, escondiendo las verdades. Tanto tiempo que sólo puede ir en nuestra contra.

El Conejo Blanco ya nos dice que llega demasiado tarde, porque hay cosas para las que siempre es tarde. Pero vamos a seguirle hasta la madriguera, vamos a beber el veneno, que nos corte la cabeza la Reina de Corazones si hace falta.

Créeme que sé lo que es no sentir hogar en ningún abrazo, créeme que sé lo que es sentirse pequeño y querer desaparecer a cada momento. A estas alturas del viaje llevo tanta soledad metida en el pecho que ya somos uno, inseparables.

Ahora todo son buitres en mi cabeza, esperando a que me convierta en carroña, esperando la muerte lenta que me señala las horas. Todo es incertidumbre, inquietud y dudas, un escenario a oscuras por el que tengo que caminar sin saber muy bien cómo.

Quizá acabe igual que Jim Stark en Rebelde sin Causa.

Quizá acabe como Theodore Twombly en Her.

Quizá es que estoy mirando el mapa y sólo veo un camino.

Sócrates, de verdad que no sé nada, ahora mismo sólo tengo claro que si algo puede salir mal saldrá mal.

Lo dice la primera ley de Murphy.

Stand by.

Tienes tantos dramas en la mirada que mantienes en silencio, tantos abismos de los que no voy a poder salvarte. Eres por dentro como un laberinto con Minotauro incluido y no sé si voy a llegar a cogerte de la mano para que podamos salir de ahí.

Tengo miedo de no ser la mitad de valiente de lo que debería. El temblor de voz, de manos, de ideas enterradas en cal viva vienen siempre conmigo.

Quiero, y de verdad que detendría cualquier bala que llevara tu nombre.

Ahora somos dos almas perdidas de bajo calibre que se rozaron por pura coincidencia, casi sin querer, después del primer trago.

Y yo, si pienso bien, soy eso que menos necesitas.

Miramos siempre lo largo que es el camino sin ver si es estrecho o lo suficientemente ancho para los dos. Pensamos siempre en la trayectoria futura sin caer en el presente, y se nos forma una sonrisa idiota, y hay escarcha en nuestras risas si recordamos el invierno.

El reloj en el congelador, y el mes de Mayo vivo y muerto al mismo tiempo, desafiando a cualquier ley.

Aire, nos falta tanto aire y besos.

Y manos, nos falta darnos la mano entre tanto silencio venido de lejos.

Parece que aún hay luz, que la noche ha decidido esperar y seguir nuestros pasos, inquieta, porque todavía quedan movimientos pendientes.

Ahora mismo no sé si el Universo quiere apagarnos las ganas o darnos más alas. Nunca fui tan ambicioso, y eso sí es culpa tuya, voy a quitarme la carga por un segundo.

Que ya sé de sobra todo lo que hago mal, que no debería, que se me va de las manos, que cuento hasta diez.

Y cuando estoy a punto de cerrar los ojos viene Extremoduro a decirme que coja la botella y pase las noches en vela.

Siempre en estado de espera.

Jazz tremens.

Nueva York se lavaba el rostro cada verano y aquel año, en plena crisis económica, las calles olían a gente a punto de morir. La ciudad se había convertido en un basurero descomunal, donde el alcohol seguía corriendo por las alcantarillas y las avenidas se llenaban de pólvora, sangre y sirenas de policía.

La manzana podrida de Norteamérica.

Bix Beiderbecke estaba tumbado en el sofá de su casa sin ser capaz de levantarse. El calor y la escasez de whisky se lo impedían. Sonaba en su tocadiscos At the Jazz Band Ball y parecía una especie de broma del destino dada la situación en la que se encontraba. El contraste alegre de las notas de su trompeta y el clarinete de Don Murray con sus ojos inyectados en sangre pendientes del techo.

La mueca de terror en la cara del artista, el miedo inundando sus pulmones como si fueran notas sobreagudas de  un acorde de séptima disminuida al sentir que su cuerpo era enterrado por insectos, que cientos de hormigas le reptaban por la piel hasta entrar por sus oídos. Y sus gritos ahogados, su grito de ayuda sin respuesta.

Las botellas de alcohol vacías tiradas por el suelo claro de aquel piso, y las trompetas apoyadas sobre la funda. Algunas decenas de partituras esparcidas por la mesa del salón y las ventanas abiertas, dejando que el sol neoyorkino se colara en el interior del domicilio.

El cuerpo del de Davenport temblaba sin control, hasta caer al suelo. El sudor del trompetista empapaba la ropa, la sangre de su boca fruto de aquel corte en la lengua provocado por sus incisivos hizo que el líquido rojizo cayera por la comisura de sus labios. La visión borrosa, y su incapacidad para tomar aire a pesar de las múltiples bocanadas. La angustia, el dolor, el miedo.

El corazón acelerado y el mundo dando vueltas a su alrededor.

La desesperación en una mirada que apenas había podido ver mundo en 28 años.

La muerte entró aquel día en otra casa permitiendo que su guadaña se lo llevara todo por delante. La Parca vestida con su siniestra sonrisa arrancó de este mundo el último solo de corneta del chico de Iowa. Y le dio exactamente igual, porque en eso consiste su cruel tarea.

Y Bix se fue, culpa del jazz y el delirium tremens.

Nueva York no lloró aquel 6 de Agosto de 1931, porque Nueva York no llora por nadie.

Leon Bismarck Beiderbecke, Bix, gracias por tu Dixieland.

Inevitable.

Me gustaría tener una máquina del tiempo para volver atrás, para poder volver a ese momento concreto en el que todavía podría haber hecho las cosas bien. Trataría de mirar antes de cruzar la calle, trataría de no besarte, no tocarte  y  empaparme con cada centímetro de tu piel.

Dejaría la culpa atrás, volvería a conciliar el sueño y podría caminar sin bajar la vista al suelo, sin encogerme de hombros, sin rascarme la nuca sin saber qué decir, sin obligarme a esquivar tu mirada.

Y seguiría habiendo un abismo entre los dos y, sin saberlo, una jodida cuerda atada a nuestra cintura que nos seguiría obligando a permanecer unidos por alguna extraña y caprichosa razón que sé que nunca lograré entender.

El bien y el mal, y la subjetividad, y el orden que promueven unas leyes hechas por hombres y mujeres tan llenos de errores como tú y yo. Imperfectos, a medio construir, delincuentes emocionales sometidos a la pena capital.

Es entonces, cuando aprieto los dientes con rabia y me duele la mandíbula, es entonces, cuando sé que todo esto era inevitable, que volvería a caer, que volverías a caer y que abrazarnos sin ropa fue el más sincero de nuestros pecados.

Corazones al galope perdiendo todas las carreras, un par de manos torpes que nunca supieron hacer bien las manualidades del colegio, y ojos que han sido capaces de ver a través del búnker en el que te obligas a vivir.

Ya me han dicho que la esperanza tiene el color tu mirada, y yo aún no me lo quiero creer por si entonces todo empieza a doler.

Inevitable, qué mal, o qué bien.

El lobo solitario.

El sol va a volver a esconderse por el mismo sitio que siempre y yo sigo aquí plantado.

Cada vez más solo. Cada vez más triste.

El mundo no deja de darme asco y quiero escupirle todo el rato. Nos retroalimentamos de miserias y mentiras. Somos escarcha en el capó del coche y un poco de agua en el fondo de un vaso sucio. Nos inventamos palabras para redefinir lo que ya existe y tenemos que gastarnos el dinero y hacerle fotografías para que todo el mundo se entere de que somos alguien. De que somos igual de gilipollas que el resto.

Vivimos el instante sin pensar en lo que viene, nos lamentamos de un futuro negro pero no movemos ni un dedo para cambiarlo. Asumimos el presente, nos conformamos con lo que imaginamos del tiempo siguiente.

Nos quejamos de nuestras vidas de mierda pero seguimos soportando a nuestros padres, a nuestras madres, a nuestras mujeres, a nuestros maridos y a los impertinentes de nuestros hijos. Soportamos todo eso que odiamos porque nos dan miedo los cambios, nos da miedo que las cosas pudieran irnos bien siendo diferentes. Por eso me quedo con lo malo conocido, porque arriesgarse es más de lo que puedo permitirme.

Putos cobardes. Sólo somos un poco más de lastre para este planeta que va hacia el abismo. Seguimos siendo dóciles, seguimos sin plantar batalla.

Me veo incapaz de sobrevivir a todo esto.

Cada vez más solo. Cada vez más triste.

El día a día sólo consigue enfadarme y que me sangren los nudillos de tanto puñetazo al aire. La falsa sensación de libertad, el coger aire entre poemas y verdades a medias.

Me siento engañado, estafado, porque nadie me dijo que ser adulto se convertiría en esta pesadilla, y que iba a querer arrancarme el corazón y pisotearlo para evitar que me hicieran más daño.

No sabía que iba a estar destrozado antes de llegar a la treintena, no sabía que la vida iba a partirme la cara cada vez que tuviera oportunidad y me obligaría a mirar.

El vacío permanente en medio del pecho, la cabeza siempre en otra parte, tantos perdones que se han quedado en el aire. Y la culpabilidad, siempre la culpa a cuestas, las cadenas, la soga al cuello, la losa a mis espaldas.

Y sé que en la mayoría de ocasiones me hundo porque he convertido la arena en barro con mis propias lágrimas.

No consigo dejar de aullar con la luna llena, y me siento ya poco apto para la vida en general. Acostumbrado a la soledad nocturna, a morder el polvo, a recibir tus golpes.

Cada vez más solo. Cada vez más triste.

Sólo espero el tiro final, el morir en medio de la nieve, desangrarme, teñir el paisaje del granate oscuro de mi sangre podrida de pensamientos inertes.

Los lobos solitarios nos acabamos yendo sin que a nadie le importe demasiado.

El romance del diablo.

Era la hora en que la gente vuelve a casa y él sin embargo caminaba con las manos en el bolsillo y la mirada perdida con un claro destino.

Buscaba cobijo, calor, un poco de amor en cualquier parte. Desde hacía años acudía a aquel burdel a gastarse el poco dinero que conseguía con pequeños trabajos. Todavía le ardían el cañón del revólver y la conciencia. Sobre todo la conciencia. Aún no se había acostumbrado a robar una vida como quien roba un caramelo y dudaba que pudiera hacerlo algún día. Aquel pobre hombre se había arrodillado y había llorado como un bebé mientras le suplicaba que no le metiera aquel plomo entre las cejas pero no había surgido efecto.

Los dólares eran mucho más importantes que las personas, eso lo tenía claro.

Frankie era el tipo que se ensuciaba las manos para que los peces gordos pudieran seguir ganando peso en el estanque. Una cicatriz en su ceja derecha y la cara marcada por la viruela hacían que la gente siempre lo mirara con cierto temor.

Había cientos de leyendas en la ciudad con su nombre y apellidos, Frankie Ray el eterno matón de Floyd Cross.

Al entrar por la puerta, la dueña del local le saludó sin hacer el intento de pararlo. Frankie siempre llegaba a la misma hora y subía a la misma habitación.

02:00 am, habitación 13.

Golpeó con los nudillos un par de veces y la puerta se abrió después de unos segundos. El rostro moreno, enmarcado con un par de mechones oscuros de Emma lo recibió. Emma era una mulata que no llegaba a los cuarenta y el capricho de Frankie Ray. A pesar de las apariencias y de lo que todo el mundo podía pensar, Frankie no le había puesto una mano encima después de más de un año.

Emma caminaba a medio vestir por la habitación mientras le servía un poco de vodka sin hielo al de Memphis. Él ya se había tumbado en la cama, sin quitarse las botas, sin cerrar los ojos, y sin abrir la boca. A excepción de los pasos de la chica el silencio reinaba en la habitación.

― ¿Un mal día?

― Todos los días son malos en esta ciudad. ―Frankie cogió el vaso y se bebió el contenido de un trago, sintiendo que se acababa de meter en el cuerpo medio litro de colonia barata.

Emma se sentó junto al hombre y le dejó un beso en los labios antes de levantarse, coger un cigarro y caminar hasta la ventana para fumar mientras observaba las calles en calma.

El matón sacó la cartera, dejó los billetes sobre la mesita de noche y miró al techo. El dinero que sacaba de los trabajos se lo daba en su mayor parte a ella al final de la semana.

―Eres el único hombre que entra en esta habitación y ni siquiera me pide una mamada. ―Emma dejó escapar el humo entre sus labios. Frankie no había intentado bajarle las bragas ni la primera vez que puso un pie en aquella habitación. El hombre sabía que el sexo con ella sería el mayor de los pecados, y que acabaría perdiendo la cabeza por las curvas inexactas de aquella mujer color café.

―Ya sabes que no es eso lo que busco. ―El grandullón se estiró sobre el colchón y respiró hondo antes de seguir hablando. ― ¿Cómo están tus críos?

―Están bien, pasan el fin de semana con mi madre. No volveré a por ellos hasta el domingo, si quieres puedes venir a dormir a casa.

Frankie negó sin decir nada, y es que por mucho que supiera que Emma era la mujer de sus sueños tenía claro que un pobre diablo como él poco tenía que aportar a la vida de alguien. Así que permanecería allí, siendo su sombra, su ángel, su protector, mientras siguiera respirando, sin esperar nada a cambio. Y suponía en su fuero más interno que no debía haber un amor más puro que aquel. Emma nunca sería suya y él nunca le pertenecería a ella.

El de Memphis se levantó después de una larga charla, caminó hasta Emma, dejó un beso en sus labios y le acarició el pómulo izquierdo mientras la miraba a los ojos, unos ojos verdes en los que no dejaría de talar árboles si las cosas fueran de otra forma. Unos ojos que le gustaban más que los billetes nuevos de cien dólares.

―Buenas noches, Frankie Ray.

El diablo se había enamorado de una prostituta.

Somos legión.

Todo es rabia y dolor.

Todo es sangre y sudor.

Nadie escucha y nos obligan a luchar.

En la tele, de fondo, El Hombre que mató a Liberty Valance, pero las horas se rompen cada vez más y aquí dentro no deja de llover. Recuerdo en mano, me aflora la tristeza.

Más noches sin ti, noches sin sentido, sin besos, sin palabras, noches en las que sólo escucho mi triste y lenta respiración anunciando más tragedias. Y me vienen las imágenes a la cabeza, el alcohol subiendo, la ropa cayendo por el suelo mientras nosotros nos íbamos por las ramas. Hemos sido un par de lenguas que se chocan como espadas, y quiero pensar que te has agarrado a mí esperando que fuéramos eternos, pensando que si todo fuera diferente ya nos habríamos desgastado tanta entraña de hierro y cobre.

No pierdo las ganas, ni las fuerzas, a pesar de las caídas, a pesar de ser el soldado herido de todas las batallas, a pesar de haber caído del caballo y haber perdido, como siempre, la armadura.

El que resiste siempre gana, y aquí sigo. Por ti, por mí (quizá también por todos mis compañeros).

A pecho descubierto he salido a recibir tus balas, a beberte a media noche, a acariciar cada una de las pecas de tu espalda. Sin temer las consecuencias dije sí, busqué tus brazos, acurrucarme en tu pecho, sentirme pequeño.

Lo que empezó como una tormenta siguió con tanta calma que creí que estábamos estáticos, que no avanzábamos. Pensé que mientras el mundo giraba tú y yo sólo habíamos podido quedarnos parados mientras nos mirábamos a los ojos.

Besos a medias, nervios en el estómago y más abajo, mucho más abajo.

Sonrisas fugaces, miradas cómplices, la mano bajo la mesa.

Predispuesto siempre a que todo vaya mal, a que el abismo se abra bajo mis pies y a caer de nuevo.

Soy el chico que duele, y al que le hacen daño. Porque prefiero el dolor a la anestesia general, a no sentir nada, a verte sin poder tocarte nunca más.

Y me pregunto tantas veces qué somos. Créeme.

Me pregunto tantos días qué somos. Créeme.

Me pregunto sin tener la respuesta. Créeme.

Joder, ¿qué somos?

Somos legión.

Los insomnes, los amantes, los injustos, los valientes y cobardes.

Somos legión.

Los malditos ignorantes.

Somos legión.

Nosotros, los idiotas que todavía creemos en el amor.

Texto publicado originalmente el 12 de Mayo de 2016 en de Krakens y Sirenas

Intacto.

La vida me huele a Scotch y madera barnizada.

Nunca me gustaron Los Beatles y sus canciones de cuatro acordes, ni las noches de verano paseando por la playa, ni los días de sofá y manta.

Siempre he dejado todo eso para los demás.

Nunca me gustó enamorarme a la primera, ni besar sin cerrar los ojos, ni tampoco los abrazos largos, de más de treinta segundos.

Y, sin embargo, creo que vivo cada día enamorado, sin poder controlarlo desde hace mucho tiempo. Me he dado cuenta de que la soledad es y será el único y verdadero amor de mi vida.

He asumido tantas cosas ya, como que tengo que beber cerveza solo delante de la televisión, que no puedo comentar el tiempo que hará mañana en voz alta, que nadie más decidirá qué música suena en casa ni qué libros decorarán las estanterías hasta que se doblen por culpa del peso de miles de páginas sin leer.

He asumido ya que hay silencio cuando preparo la comida y cuando me hago la cama. Y que siempre empieza el ruido cuando apago la luz y me tapo con las sábanas hasta la cintura. Siempre vuelven las ideas, los malos pensamientos mientras los demás afuera siguen viviendo.

Me abrazo a la almohada, beso a la soledad una vez más y le doy las buenas noches, para pasarme horas a oscuras con los ojos abiertos, incapaz de conciliar el sueño y descansar.

Y pienso, que ojalá me gustaran Los Beatles, las noches de verano por la playa, los días de sofá y manta. Me gustaría enamorarme a la primera, derretir el hielo y ser sincero.

Pero no existe un futuro para mí lejos de ti.

No sabes lo que daría por no estar tan roto, tan desgastado, tan cansado de caminar todas las mañanas. Cansado de fingir calma en medio del desierto, cansado de fingir que no tiemblo de miedo cuando se va el sol.

No sabes lo que daría por quemarme vivo y gritar toda esta rabia que me consume desde dentro.

No sabes todo lo que daría por tener el corazón intacto.

Florencia y tú.

Como cada Agosto, hacía demasiado calor en Florencia. Hacía noche de arrancarte la blusa y que los vecinos de la Santa Croce te escucharan gritar.

Todavía puedo notar tus piernas cerca de las mías mientras volvíamos a casa a lomos de una Guzzi 850 T3 de color negra, riéndonos de las Vespas y los Fiat que ocupaban avenidas y aceras. Y tus brazos rodeando mi cintura, tu cabeza apoyada en la espalda con el cabello al viento. Hasta el tráfico infernal de la capital de la Toscana nos parecía motivo de alegría por aquel entonces, cuando sólo queríamos escuchar a Max Gazzè y Liftiba mientras bebíamos y nos desnudábamos a cada rato que podíamos.

Éramos tan jóvenes que la vida aún nos parecía un juego, una partida de cartas con los amigos, unas birras frías los sábados por la mañana, unos paseos cerca del Arno al atardecer, besarnos en Piazzalle Michelangelo.

Éramos tan jóvenes que nos bastaba con bebernos el uno al otro, con comernos los miedos y las inseguridades a base de besos húmedos y abrazos, empapados, en el balcón.

Éramos tan jóvenes que nos recitábamos poesía y veíamos Cinema Paradiso una vez a la semana sin cansarnos.

Y es que nos quisimos como si no fuera a llegar el final.

Estoy convencido de que los Médici, desde sus tumbas, nos miraban con enfado cada vez que nos saltábamos los semáforos y acelerábamos entre los coches. Y todo el arte de la ciudad me parecía poca cosa cuando te tenía en mi cama.

Ni Miguel Ángel, ni Brunelleschi supieron lo que era tenerte entre las manos, acariciarte como si fueras cristal de Murano a punto de romperse. Juraría que La Primavera de Botticelli cambió de estación cuando pasaste por delante.

Lo peor de todo es que no echo de menos caminar delante de Santa Maria del Fiore, ni cruzar el Ponte Vecchio lleno de turistas. Echo de menos cogerte de la mano y darte un beso detrás de la columna más perdida. Echo de menos llenar tu copa de vino y que acabe por el suelo. Echo de menos que dejes que tus bragas se deslicen hasta los tobillos.

Echo de menos que todo esto sea verdad.