A veces la música es lo de menos, y el lugar, y el calor de Buenos Aires entrando por la ventana del hotel. Nada importa y todo te da igual. Todo porque tienes una mujer a tu lado que sigue caliente, sudorosa y cogiendo aire como puede, todo porque llevas una sonrisa impresa en la cara y no va a haber diablo que te la quite durante días. El sexo impulsivo, agotador, irrepetible, de dos desconocidos investigando sus cuerpos, adaptándose a lo nuevo, aprendiendo. Dos cuerpos causando fricción, creando una combustión espontánea, haciendo que la vida tenga sentido mientras todo dure.
Me levanté rascándome la barba para encender un cigarro y fumármelo en la ventana, y abajo las calles rugían, y abajo el cantineo argentino se dejaba querer. Un bandoneón tocaba una pieza de su mayor maestro, Piazzolla, y el humo se perdía en unas calles apenas exploradas por mí. Y ella se mecía en unas sábanas arrugadas, húmedas y demasiado usadas. La miré mientras el humo me nublaba la vista y los pulmones, la miré prestando atención a cada una de sus curvas, a cada parte de su cuerpo a la que ya había puesto mi firma. Di otra calada al cigarro y volví junto a ella, besé sus labios y acaricié su abdomen todavía tenso.
— Dime tu nombre al menos. —dijo ella, con su aire de chica adinerada y en busca de aventuras. Una joven que había decidido perderse entre unos brazos fuertes y más expertos.
— Primero báilame otro tango. —Apagué el cigarro en el cenicero de la mesita, la agarré por sus caderas, y dejé que nuestros cuerpos se perdieran de nuevo mientras afuera las calles vivían y el acordeón seguía cantando un lamento melancólico del que no podré olvidarme.