Mes: noviembre 2017

Muriéndose de ganas.

[Fragmento entre Esa paz sobre la que muchos hablan y Algún hueso entero.]

Daniel Egea no tiene muy claro si va borracho, aunque juraría que sí. Si pudiera pincharse la vena y sacarse algo de sangre para llenar un tubo, los resultados le confirmarían sus sospechas. Y está conduciendo. Él que ha visto tantas muertes provocadas por mezclar la conducción con más alcohol en sangre del que está permitido. Él que ha tenido que ver a gente demasiado joven en la fría mesa de autopsias por no saber pedir un taxi o ahorrarse los dos últimos cubatas. Toma aire mientras el vehículo avanza casi en solitario por las calles de la ciudad y suena Losing my religion de REM en la radio. El destino se ríe en ocasiones de nosotros en nuestras narices y a él la letra de la canción del grupo de Athens le parece casi una broma en este momento de su vida.

La visita de Díaz de pronto le parece algo raro, total no han sacado nada en claro. Nada que no supieran ya gracias a la autopsia. Pero tampoco le apetece pensar en eso ahora, otro homicidio que supone un largo informe que redactar y la espera de los resultados de toxicología e histopatología para completar el estudio de vitalidad. Se lleva la mano derecha a la frente, siente un peso en la cabeza que no se disipa con el paso de los minutos.

No sabe si es buena idea encontrarse con Mónica en las circunstancias en las que se encuentra, incluso ella puede pensar que él sólo busca un poco de cariño, carne que mate el hambre y humedades en la entrepierna que le quiten años de encima, pero Egea sabe que no es así. Habría hecho hace tiempo la locura de dejar a su mujer y ver dónde los arrimaban los vientos a ellos dos, si podían ser felices, si se entendían igual de bien de lo que eran capaces de entender a los muertos.

El hombre siente los ojos rojos y el alma cansada justo cuando va a aparcar enfrente del edificio en el que vive Mónica. Un momento de miedo se apodera de él, mira el volante del vehículo y traga saliva. Subir es un error. Elisa estará dormida ya, con el ceño fruncido de cuando se duerme enfadada con él. No quiere tener que verla más, no quiere tener que meterse a dormir en la misma cama, ni tocar su cuerpo de gimnasio y dieta fitness. Hace tiempo que le genera un rechazo que no es capaz de explicar, y luchar a diario contra eso es algo agotador hasta para el más pintado. Daniel no aguanta más y hoy explota. Es el día. El día D, el jodido desembarco de Normandía en su cabeza en forma de ideas, palabras, sentimientos.

El fin y el inicio de algo siempre van de la mano. El puto alfa y el omega de los cojones.

Se rasca la nuca un par de veces antes de decidir de una vez bajar del coche y tocar el timbre, esperar que le abra y ver qué pasa. Ni siquiera sabe cómo la tiene que saludar, ahora se le enturbia la mirada, le inundan las dudas, como si fueran un tsunami que puede llevárselo lejos.

Mónica.

Se abre la puerta y parece que el tiempo se va a la mierda, y todo lo que ha pasado esa noche se difumina en sus retinas por culpa de la imagen de la mujer.

Pensaba que eras de las personas normales, de las que suelen dormir a estas horas. —sonríe, no puede evitarlo y besa su mejilla derecha en lugar de abalanzarse sobre sus labios que es, en realidad, lo único que le apetece hacer en aquel momento. El alcohol le atonta un poco, le deja una sonrisa algo bobalicona en el rostro.

Egea observa el piso, ese aire moderno que rodea a Acosta lo impregna todo. Ella siempre ha sido un alma algo más libre que él, más clásico, más anclado en lo de siempre. Trabajo, familia, poca vida social más allá de los cuatro matrimonios con los que se relacionan un par de veces a la semana, gimnasio, lecturas. Lo único que le distrae del mundo es esa pasión suya por el piano. Hace días que no desliza sus dedos por las teclas blancas y negras y se deja mecer entre los compases de algo de Listz o Chopin.

Sabes de sobra que me cuesta dormir. —Ella se encoge de hombros. Su cabeza es ahora mismo un torbellino y no entiende por qué le va el pulso algo más rápido de lo habitual. Los dos saben que va a pasar algo pero no cómo.

Daniel se sienta, observa el té sobre la mesa, la mira a ella un segundo y sonríe para sí mismo. Se da un poco de esperanza, el punto es que huele a recién duchada y eso le gusta, le acaba de despertar los sentidos.

Díaz me ha hecho salir de casa para volver a ver el cadáver de esta mañana. —comenta, en realidad Acosta ya tiene bastante con sus muertos como para estar pendiente de los suyos pero, a veces, comentan algunos casos. Le gusta coincidir con ella en la sala de autopsias. Tiene buen criterio, es meticulosa y siempre se mantiene cauta a la hora de lanzar las hipótesis.

Egea sabe de sobra que no es perfecta pero a veces se le olvida, va a ser verdad que el corazón le late de otra forma cuando la tiene tan cerca.

¿Quieres tomar algo? —le pregunta ella.

Un café. De alcohol voy servido, nos hemos tomado un par de copas después de salir del Instituto. —lo confiesa, sabe que Mónica se habrá dado cuenta nada más responderle al teléfono.

Díaz es insistente. —dice ella, Egea frunce un poco el ceño y la observa mientras prepara el café sobre la barra de la cocina. Se pregunta si habrá pasado algo entre ellos en algún momento. Acosta llama la atención a todo el que entra por allí, eso no hay quien lo dude, aunque ella siempre le resta importancia.

Estás de guardia el fin de semana, ¿no? —pregunta Daniel, intentando fijarse en los detalles que llenan la casa. Parece uno de esos pisos de revista de decoración actual, sin estar recargado, como cuando vas a IKEA y todo está perfectamente colocado fuera de su sitio.

Sí, sábado y domingo. Y, además, adivina quién está también. —Su tono no deja dudas.

González. —Suelta una risa sin poder evitarlo.

González es el forense que ha hecho la autopsia del homicidio con él. Le quedan cinco años para jubilarse y ya no tiene ganas ni de mirarse al espejo, al menos en lo que al trabajo se refiere. Los informes se apilan en su mesa y su forma de trabajar está lejos de lo que se dice actualizada. Sin embargo, nadie le ha llamado la atención todavía. Bajito, pelo canoso, barba y mil historias de cuando las cosas eran diferentes y el forense era el dios allá donde iba.

Ya no nos respeta nadie, Egea. —le decía muchos días. —Nadie. Se limpian el culo con nuestros informes. —Y suspiraba, siempre suspiraba. No era difícil encontrárselo caminando por el pasillo rumbo a su despacho con paso lento y pocas ganas de vivir.

Mónica vuelve con un café y se sienta junto a él. La música suena de fondo, sin molestar, y ella sonríe.

Es la primera vez que vienes por aquí.

Espero que no sea la última. —coge la taza y da un sorbo. —La verdad es que lo tienes bien montado.

Piensa en lo diferente que es su hogar. Dúplex a las afueras, una decoración algo más clásica. De eso se encargó Elisa, como de casi todo. Le pasó igual con la boda, con el coche, con el nombre de la niña. Lo mismo cuando dejaron de ir al pueblo de su padre y no le dejó seguir en el equipo de fútbol con los compañeros de facultad. Un puto calzonazos, algo amargado. Al final, ha llevado la vida que ella quería, no la que él deseaba tener y ahora le pesa. A los cuarenta y cinco años ya no le gusta sentir que no vive como siempre ha querido hacerlo.

No tiene por qué ser la última. —Ella lo mira, con esa mirada que le cala como lo hacen las lluvias torrenciales de principios de otoño cuando no lleva paraguas.

Egea aparta la taza, la deja sobre la mesa y la besa. Claro que lo hace, porque lleva tiempo muriéndose de ganas. Y ella le desliza sus manos por la nuca y enreda su lengua contra la de él.

Después de todo tampoco tienen mucho más que hablar.

Dejar de respirar.

¿Crees que hemos hecho algo bueno? ¿Que lo nuestro ha merecido la pena?

Me has dicho que me quieres sin apenas estar despierta. Y, sin embargo, tus palabras suenan tan vacías, porque vas a dejar que todo esto se pierda entre la lluvia como las putas lágrimas del épico desenlace de Blade Runner.

Y entonces da igual todo, al final no importa que luches, que tengas ganas, que quieras, porque nada sirve. Todo eso que te dicen apenas importa, apenas tiene sentido, porque se cuela como cualquier rata se cuela en una alcantarilla y se pierde en el fondo entre el resto de desechos.

Y duele, claro que duele.

Joder si duele.

Y no te lo crees hasta que pasa, y lo sientes, y notas como quema, que el cristal desaparece, caes de bruces contra el suelo sin tener tiempo de reaccionar para poner las manos y detener el golpe.

Supongo que he estado tan ciego que no he querido ver la realidad, que no he querido darme cuenta, que prefería vivir en la burbuja a enfrentarme a la verdad. Supongo que he sido yo el que ha seguido estirando el hilo hasta el infinito con tal de agarrarse a un poco de esperanza, con tal de no volver a sentir las ganas de morir poco a poco que siento ahora.

Si piensas que eres un idiota los demás lo acaban pensando, tenemos esa manera de mimetizarnos con el entorno, la jodida empatía. Y yo lo he dicho tanto que me lo he creído, al final he acabado siéndolo y tú lo has asumido como tal.

Tu rechazo es algo así como una herida mortal. Tu silencio una manera de desangrarme lentamente.

Lo único que quiero en el fondo es alguien con quien poder dormir sin que me duela el pecho y me falte el aire. Una mujer a la que olerle el pelo, acariciarle la mano, besarle el cuello, y follar como si cada noche fuera la última. Alguien con quien hablar y compartir, y que se harte de mi palabrería y que me harte con la suya. Y que aunque haga como que no me escucha se quede con cada detalle, y que aunque haga como que no la escucho me quede con cada detalle, con cada suspiro, con cada parpadeo. Con todas esas casi invisibles cosas que sean importantes para ella. Lo mismo que queremos todos, o lo que yo creo que deberíamos querer.

La única cura, para esto que me pasa, va a ser dejar de respirar pronto.

El primero en nada.

Nunca he sido el primero en nada en la vida. Por eso sólo puedo ir haciéndome cada vez más pequeño hasta acabar desapareciendo, hasta ser un punto tan lejano que parezca una de esas estrellas que parpadea en medio de la nada más absoluta.

En realidad no estoy vivo, hace mucho tiempo que dejé de estarlo, sólo he aprendido a sobrevivir, a tratar de sortear los charcos y a pisar las piedras más firmes en medio de un riachuelo, pero siempre acabo mojándome, siempre acabo empapado porque empieza a llover y nunca llevo paraguas.

No sé cómo me he dejado llegar hasta aquí, hasta este punto de no retorno en el que creo que voy a ser incapaz de sentirme feliz nunca más. No sé cómo me he hecho tanto daño, no sé cómo he sido capaz de permitírmelo. Eso de ir haciendo cada vez más grandes las heridas y los resquicios hasta no reconocerme, hasta ser jirones de piel que no pueden unirse.

Da igual lo que pase, ya no tengo arreglo, da igual que intentes recomponerme con tiritas, esparadrapo o pegamento porque siempre me vuelvo a romper. Una y otra vez. Soy como ese esguince mal curado, o esa asignatura que siempre se te da mal por mucho que la estudies. Soy un escollo contra el que chocar irremediablemente. Soy eso de lo que nunca se sale ileso. Soy un tóxico invisible disfrazado de buena persona y voy destruyendo todo lo que toco a mi paso, empezando por mí mismo.

Lo mejor es que no te acerques más, lo mejor es que no me mires más.

Lo mejor es que me olvides y te olvide ya, aunque sea demasiado tarde.

Estoy volviendo a construir la barrera para no volver a salir. Estoy volviendo a colocar la máscara en el lugar en el que siempre debió estar. Esto volviendo a vestir la armadura para que nada ni nadie vuelva a hacerme daño. Creo que con amar una vez ya he tenido suficiente.

Nunca he sido el primero en nada en la vida, tampoco para ti.

Cómplices.

Otra mujer asesinada a manos de su marido, de su pareja, de su ex-pareja, sale en las portadas de los periódicos y los telediarios. Otra mujer asesinada, y parece que lo único que hace es engrosar una lista anual de víctimas de violencia de género. Otra mujer asesinada y lo decimos con resignación, como si no pudiéramos hacer nada frente a eso, como si ya estuviéramos acostumbrados a la tragedia.

Vosotros que os ponéis un #JeSuisParis cuando hay un ataque terrorista, no os veo hacer nada cuando un marido mata a su mujer. Lo único que os veo hacer es un puchero, apretar los puños y decir que «a los hombres también nos matan», y entonces sólo puedo pensar que sois unos auténticos gilipollas que pensáis que lo que buscan las mujeres es un poco de caso. Porque no estáis entendiendo nada, absolutamente nada.

Vosotros que os pasáis por el forro la presunción de inocencia según os conviene ahora la reclamáis para un grupo de chicos que agredieron sexualmente a una joven que estaba pasándolo bien de fiesta.

Hay problemas de pareja que no se resuelven dentro de la pareja, hay problemas de pareja que son problemas de todos.

Siempre que mantengamos los estereotipos hombre-mujer, siempre que demos roles diferentes a hombres y a mujeres, siempre que fomentemos una cultura en el que un sexo está por encima del otro estamos siendo cómplices. Cómplices que luego se quejan de que la manzana está podrida, que se quejan del resultado pero no hacen nada para que el fruto crezca sano desde que se planta la semilla bajo tierra.

Cómplices por escuchar a los vecinos gritarse todos los días, hasta que un día ella deja de gritar.

Cómplices por ver cómo le está llamando puta por cómo ha salido vestida a la calle.

Cómplices por esa amiga que te cuenta que no quiere mantener relaciones sexuales con su pareja a la que le dices que es su obligación.

Cómplices por pensar que el control es amor.

Cómplices por no lanzarles la mano y prestarles ayuda.

Cómplices por no disipar el miedo y ser su compañía.

Cómplices por dudar de su palabra cuando reúnen la fuerza suficiente para contarlo.

Y mientras haya cómplices sus nombres seguirán llenando lápidas frías en el cementerio.

La piel cansada.

¿Que si me acuerdo de la primera vez que te vi? ¿Cómo no iba a hacerlo? Si aún te miro como entonces, como si todo fuera nuevo, como si fueras un regalo al que estoy quitando el envoltorio con prisa porque me muero de ganas de ver qué hay dentro, como si no supiera lo que hay detrás de tu sonrisa y tu mirada, como si no supiera que tras la ropa sólo hay piel cansada y lágrimas saladas.

Estamos hechos de cosas que no se olvidan y vacío, de pequeños fragmentos de pasado y deseos, de esperanza y viejas historias.

Yo no sé si mañana vamos a ser sólo aire o si vamos a estar bajo la misma piel de lobo manteniéndonos lejos del frío. Ni siquiera sé si voy a verte despertar algún día más, ni siquiera sé si voy a despertar algún día más. Tampoco sé si habrá dinero o si me queda café en la despensa y puedo seguir viviendo, o hacer lo que hago.

Pero no importa, lo que importa es que estoy aunque no me veas, aunque no puedas tocarme cada vez que quieras.

Estoy.

Justo a tu lado.

Estoy como está una sombra, o una huella sobre la arena, sin que te des cuenta, sin que le des importancia. Pero no somos nadie sin sombra. Mira lo que le pasó a Peter Pan, que huía de ella, y cuando la perdió y volvió a encontrarla tuvo que acabar cosiéndola. Porque tenemos miedo a todo eso que es parte de nosotros mismos, porque intentamos no ver ni mirar hacia dentro, porque no sabemos qué hacer con nuestros sentimientos llenos de nudos ni sabemos mirarnos al espejo sin cerrar los ojos. Tememos hacernos adultos, crecer, ser responsables, y asumimos que algunas cosas no deben cambiar para no tener que volver a empezar.

No creas que me pasan estas cosas con cualquiera, que nadie me ha hecho perder el sueño como tú, que nadie me ha hecho temblar en la oscuridad como tú, que nadie me ha besado con prisa como tú lo has hecho, que nadie me ha borrado las dudas de golpe como tú lo has hecho.

Escribiría por ti miles de páginas sin esfuerzo, y sonreiría cuando las nubes grises se posaran sobre nosotros, cantaría desafinando después de dos cervezas si es cuestión de reír contigo. Si tuviera que elegir te salvaría a ti de cualquier desastre.

Quizá por eso yo lo tengo todo tan claro y tú no.

Amor sin culpa.

Las casualidades existen, por eso aparece gente inesperada en tu camino para comenzar historias, porque está escrito que deben suceder. Somos tan pequeños que el Universo debe conocer todas las decisiones que están a nuestro a alcance y modularlas, influir sobre nosotros para que hagamos una u otra cosa y no alterar la historia. Quizá sólo vivimos un ciclo constante, un bucle que empieza y acaba siempre de la misma manera. Pero a mí me gustaría forzar los límites, cambiarlo todo contigo, romper los esquemas de los demás y también los nuestros, demostrarnos todo sólo con mirarnos.

¿Cómo voy a atreverme a huir de esto?

¿Cómo voy a atreverme a huir de ti?

Si me han dicho siempre que hay que plantar cara, enseñar los dientes y luchar por encima de todo, que lo importante es ser capaz de sacrificarse por conseguir lo que uno quiere, que no se puede llegar al ocaso arrepentido por haber callado y no haberse dejado sentir.

Ser cobarde sirve algunas veces pero nunca con los temas del corazón, porque luego duele no haberse atrevido a cruzar la línea, a lanzarlo todo por los aires, y acaba pesando donde pesa todo.

En la conciencia.

Ser cobarde sirve algunos días pero nunca cuando los demás te necesitan, cuando sabes que hay alguien que, si te tiras de cabeza, va a estar con los brazos abiertos para que no caigáis los dos, para que no os llenéis de polvo las manos.

Ser cobarde se permite en esta casa pero sin abusar, se admite sólo para coger impulso y saltar más lejos que antes.

Pero de repente llega un momento del día en el que me siento perdido, como si me encontrara en medio del lejano oeste rodeado de tierras rojas, cactus y caballos de los que no conozco su nombre. Y me muero de sed en mitad de este desierto que no conozco, sin tus brazos a punto de rodearme el cuello para acercarte y apoyar la cabeza en mi pecho, para que te proteja y me protejas. Y me muero de hambre sin tu cuerpo a medio desnudar sobre la cama, sin tus susurros en mi oído tumbados en el sofá, sin tus manos frías buscando alivio entre las mías.

Todo esto debería ser una balanza de dos, entre dos.

Amor sin culpa y ganas a compartir a partes iguales.

Música.

Un día alguien inventó la música, golpeando con piedras y palos, haciendo tambores con las pieles de animales, escuchando el chisporroteo de las llamas en una hoguera, los truenos y la lluvia en los días tormentosos. Y vivir fue un poco mejor.

Un día alguien inventó las notas y quiso dibujarlas sobre un papel, ponerles nombre y enseñarlo a los demás. Y entonces se pudo componer y que otros pudieran cantar y tocar todo lo que había salido de tu cabeza.

Y las canciones pasaron de boca en boca y de pueblo en pueblo vertebrando el mundo como si todos estuviéramos hechos de lo mismo. Hidrógeno, oxígeno, carbono y sentimientos.

Llegaron Palestrina, Vivaldi, Bach, Mozart, Chopin, Beethoven, Listz, Brahms, Schubert, Debussy, Dvořák,  Tchaikovsky, Mahler, Prokofiev, Ravel, Albéniz…

Y las orquestas, las bandas, los ensembles, los cuartetos.

Adolphe Sax.

El blues, el jazz, el rock, el pop.

Y cuando necesitas a alguien enciendes la radio y entonces siempre hay quien te hace compañía, que te hace reír o llorar, evocar. Es la manera que inventamos hace mucho para no estar nunca más solos, para poder sentir un abrazo o una caricia en el momento necesario, para poder soltar una carcajada y disfrutar o sentir que nos aprietan el corazón con tanta fuerza que nos falta hasta el aire.

Olvidamos cosas pero siempre hay un estribillo para recordarnos dónde estábamos y con quién en el mejor verano de nuestras vidas. Y un grupo que coreaste hasta quedarte afónico con tus amigos. Y un concierto que te hizo vibrar más que ninguna otra cosa en el mundo.

No sé cómo lo has hecho pero eres todas las canciones de pronto, y la música se reduce a tu cuerpo y al batir de tus alas, y me pierdo entre los pentagramas que surcan tu piel y sonrío al ver los silencios dibujados en tus dedos. Y suenan cadencias perfectas si me abrazas y cierras los ojos. Y el corazón sólo me hace síncopas al verte y se me olvida lo que marca el metrónomo cuando me besas.

Yo no quiero poesía contigo si existe la música,

Y no podía ser de otra manera, porque la música es el arte de las musas.

Y a estas alturas creo que está claro que tú eres la mía.

[Feliz día a todos los músicos.]

Efecto Golem.

Algunas veces si creemos con fuerza que algo va a suceder acaba pasando, si deseamos algo con los ojos apretados y abrazados a la almohada llega a producirse. Como le pasó a Pigmalión que enamorándose de su estatua Galatea consiguió que cobrara vida. La profecía autorrealizada en la que la propia motivación acaba ayudando a que algo tenga lugar.

Pero a mí me pasa lo contrario, que pienso siempre que nada bueno puede venir, que todo va a ir mal, que tengo tan pocas posibilidades de que algo vaya bien que solamente puede ir a peor. Y quizá eso es lo que te asusta, que siempre camino con la vista clavada en el suelo, que me pongo nervioso si me miras mucho rato, que me siento observado y siempre actúo de manera encorsetada, que no me dejo conocer de verdad, que no soy capaz de expresar mis emociones si no es escribiéndolas sobre un papel, que no sé quitarme la máscara y dejar todas mis heridas al aire.

Pero contigo no, se me cayeron las vendas y la ropa antes de que me diera cuenta, antes de ser consciente de que ya era demasiado tarde como para dar un paso atrás y protegerme. Te convertiste en un refugio silencioso sin saberlo, un lugar en el que sentirme protegido y no tener miedo, un lugar en el que la vida se sostenía sin que tuviera que esforzarme. Un lugar en el que podría quedarme el resto de mis días sin cansarme, sin aburrirme, sin temer el día a día y la rutina.

Quizá es que estoy haciéndolo todo como no toca, quizá me estoy equivocando contigo desde el primer día, quizá es que no debí mostrarme como un perdedor antes de darte el primer beso. Quizá es que tuve que hacerte creer que sería capaz de todo, que podría ganar todos los partidos, que no tropezaría nunca, que sería viento para tus velas, que podría convertir el agua en vino.

Pero no, soy el claro ejemplo del Efecto Golem, que me quiero tan poco, que me desprecio tanto que estoy consiguiendo que tú también lo hagas, y ahora sólo soy para ti un desecho, un panfleto arrugado en medio de la calle al que dar patadas y llevar de un lado a otro.

Y a este paso, voy a tener que esculpir en mármol a alguien que me quiera de verdad, que me mire como yo te miro a ti.

Todavía sueño.

Dicen que existen otros mundos, otras realidades, otras existencias en las que todo puede ser igual pero de un modo distinto. Mundos en los que nosotros podríamos ser nosotros y mirarnos a los mismos ojos pero con otros sentimientos, con un fondo diferente. La función es diferente cada vez que se representa en el teatro, y la sinfonía suena distinto cada vez que se interpreta, y supongo que eso podría pasar con nuestras almas, que cuando cobran forma de nuevo, cuando vuelven al mismo cuerpo todo puede cambiar.

En una realidad paralela todo sería muy distinto, te lo aseguro.

En una realidad paralela todo es diferente pero no exactamente del revés.

En una realidad paralela no todas pero algunas cosas son mucho mejor.

Los meses de otoño no son tristes.

La soledad no duele.

Las sonrisas permanecen.

El silencio no es incómodo.

La sensibilidad es una virtud.

Los abrazos y los besos no se tienen que pedir.

Hay libros para todos.

La muerte te pide permiso.

El dinero no lo es todo.

Siempre hay tiempo para las despedidas.

Se demuestra lo que se siente.

No se oculta la verdad.

Mirar a los ojos es un mandamiento.

El miedo no existe.

El agua nunca falta.

Lo bonito no se tiene que esconder.

En una realidad paralela ahora mismo estás cogiéndome la mano, entrelazando tus dedos con los míos, paseamos juntos, los domingos no son tan grises.

Al final nunca pierdo la esperanza, quizá por eso todavía sueño.

Camino.

[Obligatorio leer con esta banda sonora.]

A veces camino como si la banda sonora de mis días fuera una melodía de piano solitario, como si fuera incapaz de despegarme de ese aura gris que creo que me envuelve siempre, como si las calles no estuvieran inundadas de rayos de sol aún en pleno invierno, como si no tuviera a nadie dispuesto a darme un abrazo para salvarme de todo pero por encima de todas las cosas para salvarme de mí mismo.

A veces camino como si supiera lo que es realmente la tristeza, como si la vida fuera un campo de concentración ya vacío, como si yo también estuviera hecho solo de huesos y recuerdos destrozados, como si me hubiera sentido abandonado por todos en algún momento, como si hubiera mirado al monstruo directamente a los ojos justo antes de escaparme de sus garras.

A veces camino como si un violín viejo sonara en la última esquina del barrio y me llegara su re sostenido demasiado alto, como si la esperanza estuviera oculta entre los edificios de cuatro alturas que aún dejan pasar el viento en las peores noches, como si las lágrimas pudieran acabarse algún día, como si la niebla no fuera a taparlo todo durante el mes de diciembre, como si los besos entre nosotros no fueran a extinguirse antes de tiempo.

A veces camino como si la música nos pudiera salvar de los peores sentimientos, porque lo hace, porque hay acordes que te arrancan la melancolía de un golpe y te sacan una sonrisa, que te recuerdan a alguien y rememoran imágenes en tus retinas, que te ponen los pelos de punta y te hacen sentir tranquilo, que te traspasan y te desmontan para que puedas empezar de cero.

A veces camino como si estuvieras conmigo, como si todo no fuera tan malo, como si me conformara con tenerte a medias, como si no importara nada. Porque en el fondo supongo que nada importa más allá de querer y demostrarlo, de estar siempre que me necesites, de verte sonreír y que te brille la mirada, de acariciarte la mejilla y que el mundo se haga pequeño a tu lado, de quedarme sin palabras para decirte todo lo que siento y pienso.

De vez en cuando suena una triste melodía de piano para recordarme lo mucho que te echo de menos.