Mes: enero 2016

Tragedia y carnaval.

Se masca la tragedia. Desde hace mucho tiempo estoy en la cuerda floja, caminando a oscuras en una incertidumbre que no soy capaz de arrancarme de la piel. La mirada turbia, las risas a medias, el fingir que todo está bien sin una mano amiga a la que poder aferrarme cuando el precipicio se acerca de forma incomprensible.

El carnaval diario de salir de casa con la mejor de nuestras máscaras puesta para que nadie note que no, que no todo está donde tiene que estar, y que por dentro todo es mucho más negro y aterrador de lo que parece. La oscuridad se cierne con el paso de los días sobre nuestras cabezas y no nos deja ser. Una enorme nube que se ha mezclado con nuestras neuronas y nos impide pensar con claridad, ver más allá de nuestros pies manchados de carbón.

Lo que me estoy haciendo se llama alta traición, es todo pura autodestrucción perfectamente planeada. Llevarme al límite del dolor, del sufrimiento consciente, y creo que ya he llegado al punto de no retorno, de sentirme incapaz de cambiar la ecuación y el resultado final. Tocar fondo de una vez, aunque parezca imposible.

Amanece y atardece sin que nada cambie, y sigo estando en el sofá sin levantarme ni a mirar por la ventana. La taza de café siempre está humeante y la mayoría de las veces ni tan sólo escribir toda esta mierda sin sentido alguno mitiga el dolor que se clava ya por debajo de las uñas y hace que me arda la garganta.

Mantenerme con vida está suponiendo más esfuerzo del que creía y todo se ha convertido en una estúpida espiral que me lleva directo al mismo infierno. Ojalá un día pueda descubrirte en el portal, de pura casualidad y sea una de tus sonrisas la que me tenga que salvar.

 «—Tranquilo, ahora sí. Es para siempre.»

Reykjavík.

Blanco, la mente en blanco es una utopía que persigo con ahínco. Dejar de tener esa maraña dentro del cráneo que no se está quieta y que parece una jauría de perros en plena caza campo a través. No recuerdo la última vez que tuve un momento de verdadero silencio, de no pensar en nada, de tener el cerebro en modo avión durante un rato. No recuerdo la última vez que no dolía allí donde se juntan las costillas con el esternón, y que el estómago no me ardía al escuchar tu voz. Tampoco recuerdo la última vez que mi risa sonaba a verdad y que no necesitaba enterrar las ideas en cerveza rubia.

Observo a los demás y veo que en la mayoría de vidas luce el sol, aunque sea a escondidas, y miro mi cielo y sólo veo nubes que cada vez son más oscuras. Temo la furia del temporal, cuando se desate el huracán y todo vuelva a volar por los aires, todo se vaya de nuevo a la mierda y yo tenga que mirar un paisaje desolado, devastado por mis propios pensamientos.  El horror del desastre nuclear en mi sistema límbico.

Soy de esa clase de personas que se equivoca, que elige mal la mayoría de las veces, que nunca está satisfecha, que no tiene suficiente y hace daño sin querer. Soy de esa clase de personas que no se deja descifrar, porque ser vulnerable es peligroso, y dejar los escudos y las armas podría suponer el fin de todo lo que sé. De mi forma de vivir.

Soy esa persona que se levanta cada día porque es lo que tiene que hacer, que saluda siempre, que estará cuando necesites algo, que camina por la calle con los auriculares puestos, que busca música nueva cada dos semanas, que no guarda rencor, que habla por teléfono con cualquiera que le llame, que tiene más libros de los que puede leer, que no quiere fregar las dos tazas con restos de café que hay en la pila de su cocina, que necesita compañía y no lo admite jamás.

Blanco, necesito dejar la mente en blanco para dejar de ver un futuro tan negro que es aterrador, porque nada me convence, porque al final del camino siempre me veo sentado en el mismo banco sin nadie a mi lado. Soy el cuento sin final feliz, el lobo feroz que acaba apaleado, la bestia que necesita esconderse en la última torre del castillo, el jorobado que solloza entre las gárgolas que vigilan la catedral, el pirata con el garfio en la mano y el parche en el ojo.

Siento que soy el vencido y el vencedor de mi propia historia, y no tengo muy claro si voy a ser capaz de sobrevivir a este frío, a mi propio Reykjavík.

Perdición.

Pasear en solitario por las calles encendidas de una ciudad que ha estado dormida durante décadas y que ahora empieza a bostezar. Dar un paso tras el otro pensando que podríamos ir cogidos de la mano, que nos daríamos un beso torpe en cada semáforo y que cruzaríamos con alguna risa estúpida los pasos de peatones. Perderme en tu mirada después de hacerte veinte fotos y que no te guste ninguna, que me robes el postre y me muera de rabia, que corras entre la gente y se me pongan rojas las orejas.

Y sin embargo, no, no hay nada de esa realidad fingida en la que tanto me gusta vivir, y sólo me tengo a mí mismo y a nadie más. La fachada sonriente del no pasa nada, el hablar con los amigos como si por dentro no estuviera en carne viva y con los sentimientos en ruinas a punto de venirse abajo, el sonreír en cada comida familiar como si no te sintieras igual que un león encerrado en una jaula.

Cuando abres los ojos y afrontas el día con tu propia respiración todo se ve diferente, sin nadie a quien agarrar del brazo cuando tropiezas o necesitas parar a coger fuerzas, sin un abrazo que te haga pensar que no todo es crudo invierno, sin una caricia a tiempo que te salve del lodo y las pesadillas que te despiertan cada noche.

Un lobo sin manada, que vive en una cueva de la que no quiere salir. Protegido, seguro, cómodo en el silencio de un aullido nocturno que no inquieta a ninguna luna. Un viejo lobo que sobrevive a base de cigarros, bourbon barato y novela negra, que tiene los armarios llenos de camisas que ya no quiere ponerse y que sueña con ella cada vez que calla más de dos segundos.

Perdición, ella es toda perdición. El dulce veneno de necesitarla y no tenerla, la muerte lenta del amante que espera una tregua o la Rendición de Breda. Que hablar contigo siempre me calienta las entrañas y enciende la luz, y me hace ver esperanza entre tanta niebla espesa.

Mea culpa.

Yo no sé si es culpa mía, pero cada vez que cojo el timón la vida me manda una tormenta. Como una señal de aviso inequívoca para que vuelva a mi sitio, para que me olvide de esas ansias de navegar un mar bravío y me quede en la orilla, mirando, como he hecho siempre. Mirando a los demás, observando con las manos a la espalda las vidas de los otros, que van, que vienen, que dan vueltas y acaban por naufragar. Porque arriesgarse también puede ser un error.

Yo no sé si es culpa mía, pero cada vez que cojo el mapa empieza a llover, y se encharcan los caminos y tengo que quedarme a refugio. Protegido entre paredes, esperando a que vuelva la calma, a que el sol brille con dudas para poder sacar los pies de nuevo entre las piedras y tratar de avanzar un poco hacia el futuro tambaleante que parece que nunca llega.

Yo no sé si es culpa mía, pero cada vez que lanzo una flecha nunca llego a acertar en el centro de la diana. El fallo, algo tan propio, que casi no imagino lo que es respirar sin hacerlo mal, sin pisar las hojas cuando quiero avanzar sin que nadie se de cuenta, sin dar un portazo cuando quiero escapar sin que me escuchen, sin toser cuando estoy escondido entre las sábanas guardadas.

Pero lo cierto es que cada vez me importa menos, lo único que empieza a importarme a día de hoy es desprenderme de las piedras que llevo a la espalda, expandir la caja torácica y coger aire, tirarlo, y volver a empezar. Que la mayoría de días sólo quiero dejar de pensar, apagar el cerebro y sonreír sin saber por qué, despertar por las mañanas y volver a apretar tu mano sabiendo que no te vas, sabiendo que yo también me quedo, sabiendo que va a haber café de sobra para los dos y que tenemos que comprar ese helado que tanto te gusta porque nos lo hemos vuelto a acabar. Los libros compartidos, la discusión tonta porque los dos queremos poner nuestra música mientras limpiamos la casa, el calentón en el ascensor, el meternos mano en la orilla de la playa, el partirnos de risa borrachos sobre la cama antes de caer rendidos.

Pequeños detalles, como tu cepillo de dientes junto al mío, tu champú y ese otro bote marrón que no sé para qué sirve, un abrazo inesperado en la madrugada, una película que dejamos a medias después del primer beso y que nunca podemos acabar. Las risas en el metro, perder los autobuses, las lágrimas de despedida, los nervios de subir al avión, la Torre Eiffel sobre nuestras cabezas, Hielo T, Pequeña de las dudas infinitas, palmeras, el sudor en tu habitación, el cruzar todos los semáforos en rojo, el que te emborraches a la primera copa, la pizza familiar, tu Nesquik en el armario de mi cocina.

Yo no sé si toda esta vida de mierda, de ahora sí y ahora no, es culpa mía. Pero me da igual.

Lo único que pido es no quedarme nunca sin café, tus ojos y los besos.

Somos basura.

Nos comemos las sobras de lo que dejan otros, de lo que otros han probado y han desechado. Nosotros mismos también somos los restos de algo o de alguien, de una relación fugaz, de un beso que te roba el aliento, de una noche de sexo sin freno que no se vuelve a repetir.

Somos piezas de un puzzle que nunca se completa porque siempre falta algo, somos pequeños trozos de algún meteorito que se perdió por aquí hace millones de años, somos motas de polvo quedándose estáticas en algún mueble-bar de un hotel abandonado, somos las notas desafinadas de un viejo clarinete.

Convertidos en escombros, en una piel de plátano pisoteada, en una espina de pescado que todo el mundo evita y tira a la primera oportunidad. Somos ese desgarro en el vaquero después de saltar una valla metálica, esa resaca después de una fiesta que quieres olvidar, ese llanto nocturno entre las sábanas que no puedes evitar cuando piensas de más y no hay un buen destino para este viaje.

Rotos, como ese jarrón que tiraste por la ventana cuando te dijo que se iba para siempre y que no volvería a llamarte.

Destrozados, como todos aquellos corazones que conociste hace años y no volviste a visitar por miedo a querer quedarte.

Fracturados como todos los huesos de tu cuerpo cada vez que ella te abrazaba con fuerza en medio de la noche y se dejaba hacer entre tus manos.

Somos basura, somos sobras, somos un simple harapo en el que ya nadie repara. Somos invisibles y pasamos desapercibidos en un mundo que sólo se fija en todo aquello que brilla. Vagabundos de una vida sentimental que nos arrastra hasta la tumba. Pseudoescritores malditos que escupen versos sin futuro y que nadie quiere leer. Cenizas que alzan vuelo al primer golpe de aire del invierno y desaparecen para siempre. Humo de cigarros que estuvieron en tus labios, esos que ya nunca puedo ver.

¿Y qué hago yo tan roto, tan torpe, tan pequeño contigo?

No lo sé. Que alguien me lo diga.

El hombre gris.

El hombre gris de mirada triste, de barba rala, de sonrisa inerte, que toca siempre las negras al piano.

El hombre gris al que nadie mira, al que nadie quiere tocar si no es por obligación.

El hombre gris tras el muro de una realidad que le hace daño, que lo va apagando con cada día que borra de su particular calendario.

El hombre gris que va cortando metros del hilo de su vida creyéndose Átropos, como si así fuera a disminuir su sufrimiento.

El hombre gris, que a nadie tiene y al que nadie quiere.

El hombre gris que mira fijamente a los niños jugando en el parque, echando de menos, llorando por dentro, rompiéndose poco a poco, que fuma Lucky Strike y bebe cerveza fría cuando cena solo en casa día tras día.

El hombre gris que siempre da dinero al vagabundo que duerme en su portal, que sonríe a la vecina del 5º, que lee a Machado cada sábado por la tarde, que admira a Klimt con toda su ignorancia, que escucha a Schumann queriendo entender sus partituras, que ve películas de Lars Von Trier sin acabar de entenderlas.

El hombre gris, de soledad oscura, tiene los ojos verdes.