Mes: diciembre 2016

Gracias y perdón.

Al año que se va le debemos mucho y no le debemos nada.

Seguimos subidos a una montaña rusa que nunca para, que nunca nos da tregua, que no nos deja seguir tranquilos y con la vida amarrada a puerto. Todavía no sabemos muy bien lo que queremos, o lo sabemos pero disimulamos perfectamente.

Hemos intentado parecer seguros de todo y hemos acabado demostrando nuestras debilidades.

El amor ha ido y ha venido, como hace siempre cada cierto tiempo. Nos han roto el corazón y lo hemos roto. Hemos llorado y reído a partes iguales, aunque probablemente las lágrimas han pesado mucho más que las sonrisas. Hemos aprendido a guardar verdades y a dar abrazos de mentira. Hemos robado demasiados besos y perdido un poco más de dignidad. Hemos dicho te quiero en miles de susurros e insultado a gritos.

Nos hemos mojado los pies y el alma. Nos hemos deshidratado en una cama y emborrachado en cualquier terraza. Nos hemos muerto de frío y también de risa. Hemos bebido el doble de café del que es recomendable y más cerveza de la que un hígado quiere para estar tranquilo.

Hemos perdido dinero y ganado en madurez.

Se nos ha muerto el perro, la rabia y las neuronas.

Ahora tenemos nuevas canciones favoritas, libros que huelen a vidas antiguas en las estanterías y más ganas de luchar por nosotros que antes.

Has mordido de menos y te han herido de más.

Has regalado rosas y te han devuelto calabazas.

Has perdido el tiempo y ganado en ilusión.

Has vivido segundos eternos y meses efímeros.

Claroscuro, días grises y pop art.

Novela negra, prosemas y ensayo.

Más música y menos discusiones.

Has tenido orgasmos y perdido el norte.

Demasiadas horas de trabajo, amigos y familia. De castigo y obsesión.

Soledad frente al espejo y bajo las sábanas.

Adiós a Starman, Hallelujah y Purple Rain.

Ha vuelto Star Wars y se ha ido la princesa Leia.

Hemos crecido a nivel humano y han hecho que se nos encoja el corazón.

Hemos sufrido y lo seguiremos haciendo, pero tendrás siempre mi mano.

Te he mirado como nunca he mirado a nadie y me has dolido como nadie lo había hecho antes.

He aprendido a ser sincero.

Te quiero. No sé si más o menos que nadie, si mejor o peor.

Y aún así seguimos rotos y arreglando nuestras mitades con pegamento.

Al año que se va le digo lo mismo que te digo a ti.

Gracias y perdón.

No me despeinas bien.

Es invierno, es cosa del viento y de no vernos.

Me despierto sin tu respiración de nuevo y por eso tengo la sensación insoportable de no tener descanso, de estar siempre despierto aún con los ojos cerrados. No hay paz en mis pulmones ni en mis huesos. No hay relevo a las ideas, ni a los sueños rotos. Y no hay error sin solución, aunque a veces se me olvide.

Detesto toda esa poesía moderna que sigue cayendo en el amor anticuado, en los tópicos románticos con las palabras de siempre.

Detesto tener que llamarte para poder escuchar tu voz unos minutos sólo porque no te tengo.

Detesto que haya quien se dice enamorado cuando no ha lamido tus cicatrices borrosas ni las heridas recién abiertas que aún saben a hierro.

Detesto no ver restos de tu pintalabios rojo en mis tazas blancas.

Detesto andar por la vida sin rumbo, seguir tan perdido o más que al principio de encontrarte.

Se ha convertido en algo complicado eso de llenar el mundo de sonrisas, de enterrar preocupaciones, de alejar problemas a soplidos. Se ha convertido en algo muy difícil acariciarnos el alma, decir un te quiero, bailar bajo la lluvia. Y la gente se empeña en plantar su piedra de los diez mandamientos y recitar a viva voz qué es y qué no es amor. Como si realmente alguien supiera algo de la vida más que lo propio, como si tuviéramos algo que enseñar a los demás. Como si no tuviéramos bastante con sobrevivir en nuestro día a día. Como si seguir corriendo entre tanta mierda no fuera ya un premio, y todos nosotros ganadores.

Joder, y me da la risa, con la filosofía barata, con la palabra fácil.

¿Qué van a saber de amor ellos? Si nunca han mirado al frente  y te han visto desnuda entre mis sábanas revueltas para decirte entre risas:

—No me despeinas bien.

Lo importante es decirlo justo antes de besarte como si el mundo se cayera tras las ventanas, antes de follarnos como si todo fuera a salir bien y sólo existiéramos tú y yo.

Texto escrito para Krakens y Sirenas.

Segunda mano.

Buscar distracciones, cualquier cosa que nos impida pensar en nuestros problemas durante unos minutos, durante unas horas, o aunque tan solo sea durante unos efímeros segundos. La cuestión es alejar de nuestras mentes todo aquello que nos hace sentir pequeños, que nos obsesiona, que nos va haciendo sangre sin que nos demos cuenta. Bucear entre las páginas de mil libros, tener los ojos rojos de tanta televisión, ordenar ropa, dejar que los dedos acaricien las cuerdas de una guitarra hasta sacar una canción que se te resiste.

Cualquier cosa sirve cuando quieres respirar sin nada que te pese en el alma, sin nada que te remueva la conciencia, sin nada que te quite el sueño.

Escribo muchas veces como vía de escape, y al final acabo consiguiendo lo contrario. Acabo hablando siempre de mí. Y en lugar de servirme de terapia y de ayudar a que me cure, sólo me sirve para ser consciente de mis fallos, de mis errores y de todo lo que me hace daño en el día a día.

Sólo me sirve para tirarme fango encima y cegarme el camino.

He acabado por convertirme en esa clase de personas que se regodea en su propio dolor, que cree que sólo a través del sufrimiento se puede aprender a vivir de verdad. He acabado por ser igual que tú, alguien que busca la excusa para quedarse con la peor parte y así poder tener algo de lo que quejarse.

Supongo que no nos han enseñado a ser felices, que cuando vemos una flor en lugar de cuidarla tenemos que aplastarla, que no sabemos apreciar la belleza de nuestros besos ni las palabras que se dicen con el corazón y los labios sellados, que no tenemos ni idea de lo que cuesta tener un orgasmo en el cerebro mientras alguien te acaricia la piel, que estamos equivocados por empeñarnos en todo aquello que no podemos tener, que desperdiciamos las mejores oportunidades, que nos abrazamos a un futuro negro cuando tenemos la luz a nuestro alcance.

Y lo importante es aprender que estamos solos, y que tenemos que aprender a vivir con ello. Lo importante es tener claro que nadie tiene la solución a nuestros problemas, que no somos la llave del paraíso para alguien, que no tenemos la vida de ningún otro en nuestras manos, que no somos el parche de algún roto, que no somos parte ni órgano importante.

Lo importante es abrir los ojos y saber que no habrá rosas frescas esperando por ti.

Lo importante es cerrar los ojos y entender que nadie hará que nos crezcan alas.

Me pregunto si dejaré de ser en algún momento un te quiero de segunda mano.

Turbulencias.

El jazz de fondo me recordaba a los viejos tiempos y la voz de ella contando historias me transportaba a días mejores. Tiempos pasados que nunca vuelven. El vino aireándose sobre la mesa del comedor y las ventanas abiertas dejando que entrara el olor y la humedad de la ciudad.

—Me alegro de verte.

—Yo también. —Nos habíamos saludado con unos cautos dos besos en la mejilla sin apenas mirarnos a los ojos. Hablé con seriedad, todavía no sabía muy bien qué significaba todo aquello y me desenvolvía con precaución, con cierto temor ante ella.

Se había puesto guapa, más de lo que ya suponía que iba siempre en su día a día. Un vestido negro, ni demasiado corto ni demasiado largo, sencillo, sin más escote del necesario para no desviar mi atención. Siendo ella tenía claro que todo estaba perfectamente medido y orquestado, como siempre. Y yo en aquel momento era otro actor secundario más de su vida, que ya tenía un final determinado.

Hacía demasiado tiempo que no coincidíamos en la misma habitación y ya ni siquiera sabía qué era de su vida. Tampoco tenía claro si después de nuestra historia quería volver a formar parte de sus días de ninguna forma. Había sido difícil olvidar, había sido bastante complicado dejar todo atrás y ahora estaba todavía lleno de costras intentando curar sin dejar cicatriz. Nos habíamos hecho más daño del que dos personas que se han querido se merecen. Nos habíamos hecho daño sin tener por qué.

—Pareces pensativo, como si no te alegraras de verme.

—Siempre me alegro de verte. Lo sabes. — Aunque tenerla tan cerca doliera más que estar meses sin saber si era capaz de seguir respirando con normalidad. Había llegado a ese punto en el que «ojos que no ven, corazón que no siente.» A su lado siempre me había sentido débil, transformado en un simple objeto al que pasear. Me perseguía eternamente la idea de que las mujeres se acababan aprovechando de mí.

Serví dos copas y le acerqué una mientras daba un par de pasos por el salón. — ¿Nunca te cansas? —Le pregunté.

Ella alzó la vista hacia a mí pestañeando un par de veces sin acabar de entender.

—¿De qué?

—De volver a hacerme daño.

Sin pelos en la lengua. Me había prometido no callarme nunca más los sentimientos, los pensamientos. Me había prometido empezar a ser sincero y todo había sido gracias a ella, o quizá por su culpa.

Me bebí los dos dedos de vino tinto de la copa de golpe, sin ser capaz de apreciar el sabor en la lengua y el paladar. Me los bebí antes de sentarme en el sofá junto a ella y dejar que mis manos se deslizaran sobre sus piernas. Limpié con la lengua una gota granate que se deslizaba por la comisura de sus labios.

La nuestra era una de esas leyendas que se escriben por fragmentos, a través de los años y del tiempo.

Lo nuestro eran y serían siempre turbulencias.

Y dices que me quieres.

Y dices que me quieres,
Y me calmas.
Y dices que me quieres,
Y me rompes.
Y dices que me quieres,
Y hay tormentas de verano,
Y ríes desnuda,
Y lates despacio,
Y odias la distancia
Y te emborrachas de tristeza,
Y mi nombre se repite en tu cabeza,
Y gritas desesperada para que llegue la mañana.

Y dices que me quieres,
Y ya no hay vuelta atrás.

[Anoche alguien a quien admiro tanto a nivel humano como profesional me rescató estos versos, que escribí sin saber yo nada de poesía. Ahora no dejo de darles vueltas. Gracias.]

Blanca Navidad.

Feliz Navidad dicen y yo no lo siento así. La felicidad la tengo arrinconada, quizá a la espera de poder salir y ver el sol.

La falsedad se nos ha metido entre los dientes y da igual la de veces que nos cepillemos al día porque nunca se va. Llenamos un par de semanas con buenos deseos para la gente y creemos que nos hemos salvado cuando el resto del año sólo echamos pestes de las personas que nos rodean. La Navidad es igual que ir a misa los domingos, no sirve de nada si eres un hijo de puta.

Con lo fácil que es cuidar de los demás, abrir los brazos, cerrar los ojos, dormir hasta las diez y besarnos en el cuello.

Con lo sencillo que podría ser todo si dejáramos de juzgar, si olvidáramos la envidia, si destruyéramos los celos, si no existiera este invierno eterno entre nosotros.

Con lo bonito que sería no tener miedo, llenar el vacío, dejar de ser cobardes y brindar con cerveza en lugar de champagne.

Con lo honesto que sería atrevernos a vivir de verdad.

Y todo iría mejor si dejáramos atrás las disputas y nos quisiéramos más, si habláramos más de nosotros y menos del resto, si en lugar de burlarnos de los errores ayudáramos a corregirlos.

Se me está cayendo el mundo encima ya y no sé cómo esquivar tanta mierda, no sé cómo recoger los escombros y empezar de cero. Será porque no se puede, porque uno cosecha lo que siembra y yo nunca he entendido de ciclos y estaciones. Será porque todo debe empezar a darme igual, que todo es cosa de sangrar hasta vaciarme por completo.

No tengo fuerzas ni ganas de pensar. Ni quiero escuchar más excusas que no sirven para nada.

Si tiene que llegar ya el final prefiero no verlo.

Oh, otra vez, Blanca Navidad.

Nos importa todo una mierda.

Alepo sigue muriendo si es que aún queda algún aliento entre sus edificios. Siguen pegándose tiros en la cabeza. Y la frase «el mundo se va a la mierda» sigue repitiéndose a diario cientos de veces.

¿Y qué?

Al final nada importa en nuestro día a día salvo nosotros mismos, nos da igual la crisis de refugiados, el gobierno del PP, la ley mordaza, los muertos en un accidente de avión o que los derechos humanos sigan en una alcantarilla.

Nos importa todo una mierda.

Y joder qué triste eso.

Que no seamos capaces de hacer nada para salvar al prójimo, que lo único importante seamos nosotros mismos, que fijamos interés por el exterior cuando tenemos el interior hecho basura. Hemos tardado un par de miles de año en llegar a este punto, a dar tanta pena, pero aquí estamos ganándonos a pulso eso del cambio climático, y dejar un mundo hecho de estiércol y residuos a nuestros hijos.

Nos perdemos en debates sin tratar de encontrar alguna solución y al final hemos dado tantas vueltas a los lemas y a las palabras que todo ha acabado por perder el sentido que tenía en un principio. Ni Yes, we can, ni straight edge, ni socialismo, ni I have a dream,  ni la A de anarquía, ni Imagine.

Hemos dejado atrás los caminos fáciles y nos los hemos llenado de piedras con las que tropezar hasta hacernos sangrar las rodillas y rompernos algún hueso. La mayoría de nuestros errores se arreglarían si habláramos más con las manos y menos con la boca. Si fuéramos más sinceros y soltáramos el lastre. Si miráramos a los ojos cada vez que queremos decir algo. Si no obligáramos a los demás a vivir como no quieren. Si dejáramos de ser marionetas de gesto triste.

Pero da igual, el mundo va a seguir sin nuestros abrazos si hace falta, va a seguir sin nuestros puños luchando por todo aquello que creen, va a seguir con nuestros bolsillos llenos o vacíos, va a seguir con nuestra luz apagada, sin agua caliente, sin nada que llevarnos a la boca mientras vaciamos nuestras botellas de alcohol y nos refugiamos de la lluvia.

El mundo seguirá girando cuando ya no queden músicos callejeros para alegrarnos el alma y cuando nada pueda calentar nuestros corazones.

Nos importa todo una mierda.

Y el primer hipócrita soy yo, porque lo único que me importa eres tú.

El hombre sin corazón.

Creo que solamente hacen falta 364 días para destrozar a alguien por completo.

Te digo que he escuchado el momento exacto en el que se me agrietaba el corazón, que he podido distinguir cómo se resquebrajaba poco a poco hasta caer al suelo, que he sido capaz de intuir en cuántos pedazos lo has convertido.

Ahora voy a tener que aprender a vivir sin él, con anestesia en la piel, con benzodiacepinas que me duerman el cerebro y la conciencia, aturdir mis sentidos de cualquier manera y aprender a caminar sin sentimientos en el día a día. No sé si voy a conseguirlo, porque ni tan solo quiero hacerlo. Preferiría perder de una vez por todas y que se fuera la luz, quedarme en la oscuridad para siempre, cerrar los ojos y no tener la obligación de volver a abrirlos de nuevo.

Sólo conoces el dolor cuando lo sientes en tus venas, cuando llega como un rayo y te recorre de arriba a abajo para dejarte hecho un despojo, cuando te conviertes en ruinas que ni siquiera invitan a ser contempladas. Se te quiebra la mirada y no eres capaz ni de mirarte al espejo. Resulta que al final no mereces nada, ni sentir tu propia pena. Resulta que has vuelto a fracasar, como era de esperar.

Los perdedores se dedican a perder, una y otra vez, supongo que eso es lo único que estoy haciendo bien. Lo único que soy capaz de conseguir a la primera, sin esforzarme demasiado.

Cuando uno se queda sin corazón se le acaban los latidos, y sin latidos te sientes vacío, como si alguna mano negra te hubiera robado la ilusión que mantenías viva a duras penas, como si de un soplido apagaran la pequeña hoguera que mantenías encendida echando páginas de libros viejos.

Y lo único que quieres es que se acabe el mundo ahí fuera, o que se acabe tu mundo aquí adentro.

Y los abrazos dan igual, las palabras dan igual, hasta tu puta existencia empieza a dar igual.

Dicen que sin corazón no se puede vivir, y ojalá sea verdad.

Año 58.

Recorrer el Malecón a media tarde cuando se llena de gente que pesca, ríe y baila, beberse una Cristal en el hotel Nacional mientras un trío canta boleros, tomarse un mojito en la Bodeguita del Medio al tiempo que fumas un habano, entrar en la plaza de la Catedral y sentirte en Castilla, tragar humo negro al caótico ritmo de los coches americanos, pasear por la Habana vieja y su olor a fruta demasiado madura, ver el Capitolio y sentirte pequeño, entrar en el barrio chino sin ver a un solo chino, escuchar el son cubano al hablar, que cualquier desconocida te cante y quiera sacarte a bailar, perderte por las calles de Vedado, ver a los niños ir a la escuela de uniforme con una sonrisa, pagar 5 CUC y comer hasta reventar en el Vampirito, buscarte la vida para poder conectarte a internet, beber zumo de guayaba, disfrutar de los colores y de los edificios en ruinas, que la bandera de Cuba sea tu nuevo símbolo de identidad, hacer cola para todo sin desesperar, ser amable con cualquiera que se cruce  en tu camino, echarte ron y canela en el café, ver jazz en directo con el mar de fondo, que todo el mundo te pregunte de qué parte de España eres, calarte hasta los huesos con el primer frente frío de Diciembre, ver el valle de Viñales desde el mirador a ritmo de salsa, que huela a parrillada y te entre hambre de manera instantánea, caminar por una plantación de tabaco, aprender a beber ron de verdad, pasear de noche por la Plaza de la Revolución, ver poesía en cada lema pintado en la pared, regatear desde que amaneces, caminar por el Castillo de Morro, observar desde abajo el Cristo de La Habana, escuchar una serenata en la Basílica de San Francisco de Asís, beber cerveza en la Fábrica de la plaza Vieja, comprarte un libro por menos de un euro, mandar postales sin saber si llegarán, hacer fotos de cada detalle para no olvidar, caminar por el Mercado de San José y que todos te intenten vender hasta a su madre, que te hablen en cualquier idioma menos en castellano, comer pollo frito en el Plan B, dejar sin Bucanero a todos los bares que pisas, ir hacinado en el 27 y bajar en una calle que no has pisado jamás, pasear por el puerto, ver una iglesia ortodoxa donde menos te lo esperas, esquivar los taxis-bici en todas las esquinas, comer coco, cambiar euros en todas las CADECA, pensar en Hemingway cada vez que nombran un daiquiri, tener ganas de escribir a todas horas, que el blanco sea blanco, que la arena se quede solo playa, dejar que el océano más limpio te lama las heridas, ver artesanía en cada puerta abierta, comer tasajo y ropa vieja, dar de comer a los perros callejeros, observar la vida paralela, cruzar cada calle arriesgando tu vida, beber piña colada, que cada persona que conozcas te cuente su historia, robarle una caracola al mar, conocer la distancia en cuadras a cada sitio, ver sin creer la Necrópolis de Colón, esperar horas en un aeropuerto que huele a siglo XX, café y tabaco.

Que se disipen las dudas, relativizar el tiempo, la existencia y nuestras ganas de explotar, escapar del día a día, encontrar la felicidad en otros rostros y no necesitar nada más.

Llevar un país, un espíritu y una forma de ver la vida para siempre en el corazón.

Año 58 de la Revolución.

Ojalá alzar el puño contigo, besarte después y ser libres para siempre.

Recuerdos del sur.

Arturo espera paciente mirando el camino que tiene frente a su casa. Una casa de piedra en medio del pirineo aragonés en la que vive solo desde hace prácticamente cinco años. No recuerda ya ni cómo ni por qué aceptó aquel trabajo, pero lo hizo. Renunció a lo conocido por lanzarse a la aventura, por intentar que su corazón dejara de doler de la forma en que lo hacía. Ella al sur, él al norte. Todavía a la espera de que la distancia hiciera lo que suele hacer con el amor, romperlo, desgastarlo, convertirlo en polvo y recuerdos en blanco y negro. Da una calada profunda al cigarro que le toca fumar ese día, hasta el pueblo más cercano está demasiado lejos como para fumar más de la cuenta. El cartero aparece con ese coche viejo que hace que se le escuche a varios kilómetros de distancia, entre el silencio de los valles. Los bosques allí parecen silbar melodías que él no entiende, y que sabe con certeza no logrará entender durante el tiempo que siga residiendo en aquel lugar. Duda de que pudiera entenderlos aunque pasara el resto de sus días descansando entre aquellos montes.

― Buenos días, don Arturo. ―Le saluda el hombre, que saca una carta sellada por la ventanilla, se la entrega siempre sin bajar del coche.

―Buenos días, Manuel. ¿Qué tal va? ―Arturo camina hasta el automóvil y coge la carta, todavía con el cigarro apoyado en el labio.

―Como siempre, ya sabe, en el pueblo no hay mucha novedad en estas fechas.

―Que viene el frío.

―¿Eso le parece una novedad?―El cartero se ríe con ganas, mostrando un hueco entre sus dientes, y enciende de nuevo el motor.―Bájese un día por allí, le invitaré a una buena tortilla y vino.

―Intentaré bajar pronto. Se lo prometo, Manuel.―El hombre hace un ademán con la mano y recorre el camino inverso hasta la puerta de la casa. Apaga el cigarro y observa el sobre amarillento por un momento, mientras escucha el coche del señor Manuel alejarse por los caminos, siguiendo el recorrido de casas desperdigadas que esperan su correspondencia.

Comprueba siempre el nombre y la dirección del destinatario, el remitente y el tipo de sello. Es un hombre metódico pero sin llegar a la obsesión, por suerte para él. Sonríe más con los ojos que con la boca al reconocer el trazo estilizado de la tipografía. Desde que estudió tiene la idea de que las mujeres escriben mucho mejor que los hombres, y que por norma general se esfuerzan mucho más en sus tareas. Ella nunca falta a su cita. Una vez al mes recibe una carta, una carta desde muy lejos. Casi siente la calidez del sol entre las manos y se le enciende el pecho al coger el papel rugoso entre sus dedos e imaginar las manos de ella acariciándolo antes de meterlo en el sobre.

Nunca se imaginó lejos de ella, sin poder verse reflejado en sus ojos, sin poder besarla a todas horas, sin poder correr tras de ella por el patio de la casa para abrazarse a su cintura antes de esconderse en cualquier esquina para que nadie los viera. Nunca imaginó que podría seguir respirando a cientos de kilómetros de distancia del amor de su vida. Pero las apariencias, las exigencias del guión, habían hecho que ella tuviera que casarse con otro y que él tuviera que huir al norte.

Se levanta para echar algo de leña al fuego y servirse un café en una taza de latón para amenizarse la lectura. Sonríe al leerla, al imaginar la vida que lleva, al imaginar a ese niño que está aprendiendo a andar que lleva su nombre y probablemente su sangre. Sonríe al ver que todo le va tan bien como siempre quiso que le fuera. Se desprende de un par de lágrimas al ver la foto que acompaña a la carta y poder verla de nuevo. Ni siquiera siente celos del hombre que lleva su anillo, ya no. Arturo comprendió desde su refugio de montaña que los celos sólo sirven para consumirse a uno mismo, y que de nada valen. Aceptó la derrota que le proporcionó la vida con la dignidad de un hombre que ama de verdad a una mujer. Aceptó que no poder tenerla no significaba no poder quererla.

El hombre vuelve a doblar la carta, deja la fotografía en la repisa de la chimenea para poder verla cada día y busca sus utensilios para devolverle la carta.

«Querida Natalia…»

Mientras le queden fuerzas tiene claro que escribirá para ella, mientras le queden fuerzas tiene claro que la amará cada día.


Escrito para Krakens y Sirenas.