Mes: enero 2020

El enero más largo de nuestras vidas.

El desastre ha hecho que ya nunca cene besos ni me duerma escuchando tu respiración en la habitación a oscuras.

Ya sólo resuena post-rock en las paredes.

Hay velas encendidas que huelen a frutos del bosque por la casa.

Me duelen la mano y el corazón de escribir.

He arrancado algunos cuadros.

A veces me falta el aire.

Nunca tengo ganas de hacer la cama.

Un nudo en la garganta me aprieta de manera permanente.

He roto algunas fotos.

Las tazas de café se acumulan en la cocina.

Sólo cierro los ojos cuando los vecinos dejan de gritar.

Pero podría ser peor, a pesar de todo estamos vivos.

Callados pero vivos.

Recuerdo los días en los que éramos héroes con copas en la mano y risas en las tripas, sin capa, sin traje ni disfraz, sin banda sonora.

Héroes sin esperanza que han desaparecido con las primera dudas.

Héroes que al primer problema se han esfumado.

Ya no luchamos, sólo nos dejamos perder.

Ponemos barreras para poder huir más rápido y más lejos sin tener que dar explicaciones, sin hablar en voz alta, agachando la cabeza, llenándonos el pecho de flores muertas y caparazones que ha traído el mar revuelto hasta aquí.

Sólo quiero que dejes de doler, poder ver el amanecer con alguna esperanza, escuchar el despertador sin querer hundirme en el colchón.

Sólo quiero que esto acabe.

El enero más largo de nuestras vidas.

 

 

Arrecifes blancos.

Hay días en los que te sientes más solo, triste y abandonado, como si de una sábana se tratara la sensación te cubre por completo, desde la cabeza hasta los pies y se mimetiza con las partes de piel que llevas descubiertas de ropa hasta ir entrando poco a poco y calando hasta los huesos. Se acurruca en tu interior como los cachorros contra sus madres, o los polluelos en el nido, y va tomando fuerza a medida que crece hasta dejarte contra las cuerdas.

El equilibrio es algo frágil, como el milagro de la vida o la supervivencia de los ecosistemas.

Un mínimo fallo y todo se va al traste.

Un espermatozoide lento que no llega a fecundar al óvulo.

Unos grados más de temperatura y desaparece el color del arrecife.

El mundo se mantiene funcionando siempre que cada actor represente el papel que le ha tocado en la obra de la manera exacta en que lo debe interpretar y yo me he quedado sin guión, sin partitura que poder seguir para llegar al final de la sinfonía.

Voy improvisando a diario, y salto entre sueños vívidos y acrobacias nocturnas.

La capacidad de adaptación a veces no es suficiente para sobrevivir.

Algunas decisiones lo truncan todo para siempre, igual que algunas lesiones destrozan carreras deportivas.

Ya no puedo ver el brillo en tus ojos porque los míos lo han perdido por completo.

Y entre tanto está el miedo a romper el silencio, a destrozar el blanco de las nubes con palabras que no van a llegar a ningún puerto, a que el whisky se salga del vaso y el libro se ponga perdido.

El miedo que se apodera de las fibras nerviosas y las manos, y hace que temblemos y se nos cierre la garganta.

Te echo tanto de menos que no me atrevo a decírtelo.

El mensaje dentro de la botella.

Los momentos de calma duran poco, son una especie de espejismo, un oasis en medio de lo larga que es la vida.

No hay que dejarse mecer por las olas porque nunca sabes cuando va a girar el viento y te va a engullir el océano hacia sus profundidades. Los vientos rolan y de pronto las velas se llenan por completo y arrastran el barco con fuerza.

Es arriesgado vender tu vida a la mar y también a otras personas, cuando dejamos que nuestro destino esté en manos de otros estamos dejando de controlar el rumbo, es por eso que cuando nos sentimos abandonados ya no recordamos ni cómo se utilizaban las brújulas para saber qué dirección debemos seguir.

No somos capaces de encontrar la Osa Mayor en el firmamento.

No podemos buscar puerto cuando nos han dejado naufragando sin tierra a la vista.

Se nos olvida lo que era sentir los tibios rayos de sol calentando nuestra piel, se olvida lo que era un abrazo inesperado, una llamada nocturna que duraba horas y hacía que tuviéramos que cambiarnos el teléfono de oído varias veces.

Se nos olvida lo que era que una cerveza acabara en desayuno, llegar tarde a todas partes apurando el estar desnudos dentro de la cama, ver paisajes tras las ventanas mientras ocultábamos las manos.

Se me olvida lo que era no tener un peso en el pecho que no deja de crecer, y esa mala sensación en la nuca que avisa de un futuro catastrófico.

Se nos olvida dónde tenemos el corazón y la boca.

Perdemos la voz y la memoria.

Y vamos desapareciendo como han desparecido otros amores durante milenios.

Ahora sólo somos siluetas que se borran de las fotos y besos en el cuello que ya no nos obligan a cerrar los ojos y a susurrarnos mientras nos arrastramos a la cama.

Ojalá se acabe pronto esta tortura con un mensaje de amor dentro de una botella porque las noches son demasiado oscuras, frías y largas, y ya no puedo aguantar estoicamente a que arrecien las tormentas si sé que nunca vas a volver.

Bacterias y diamantes.

Escucho los coches pasar por encima de los charcos en la calle, las voces de los vecinos tras las paredes, y me doy cuenta de que somos ajenos a lo que pasa fuera de nuestro alcance, que desconocemos por completo a qué se enfrentan los demás en su día a día. La cajera del supermercado, el panadero, el que recoge la recaudación de la máquina expendedora de tu trabajo, incluso nuestra familia y amigos. Hemos dejado de preocuparnos por los demás, y al mismo tiempo ellos han dejado de preocuparse por nosotros. Nos hemos reducido a ser entes individualistas, que anteponen su ego y sus necesidades a las del resto de personas de su entorno. Nos hemos confinado en un espacio cada vez más pequeño en el que no queremos que nadie entre a molestar, ni a preguntar.

El ponernos un escudo para protegernos ha acabado aislándonos tanto que la soledad crece del mismo modo alarmante que se multiplica una bacteria multirresistente. Nos guardamos secretos que acaban haciendo herida, nos guardamos verdades que acaban quedando tan ocultas que las olvidamos y después de todo compartimos la mentira y convivimos con ella como seña de identidad.

La sinceridad se ha convertido en algo tan preciado como escaso, igual que los diamantes, el litio o el petróleo.

Igual que el amor o el respeto.

¿A ti no te enseñaron que nunca se juega con la gente que ha demostrado que te quiere de verdad?

No se hace daño a quien nos cuida, porque es tan difícil encontrar a quien quiera hacerlo que no podemos permitirnos el lujo de perder a esas personas.

No podemos quedarnos huérfanos en un mundo al que ya no le importa nada ni nadie, que sigue girando gracias a las cifras de los bancos y a una órbita alrededor del sol.

No podemos perder a quien un día nos abrazó sin necesidad de que le contáramos el motivo de nuestros ojos rojos.

No podemos perder a quien un día nos dio la mano para que nos sintiéramos menos solos.

No podemos perder a quien un día nos besó en la frente y dejó que durmiéramos en su regazo mientras nos acariciaba el pelo.

Y si dejamos que pase estamos siendo cómplices de un mundo más gris, un mundo al que ya se le va la luz poco a poco entre engaños, excusas, farsas, fraudes y demás trampas.

Yo sigo llorando a diario, agachando la cabeza con el corazón encogido escuchando los ruidos que empapan el silencio nocturno

y paso largas horas gimiendo como el huracán, como un perro enfurecido.*

*Versos de “Insomnio”, Hijos de la ira, Dámaso Alonso.

Estar en silencio.

Me gustan más las cuatro estaciones de Piazzolla que las de Vivaldi, y mucho más algunas novelas negras que los grandes clásicos de la novela universal.

Nunca entiendo las nominaciones de los Oscars y los Globos de Oro pero siempre me quedo despierto para ver la final de la SuperBowl y los playoffs de la NBA.

Tengo un par de postales que iban a ser para ti pero creo que las custodiaré para siempre en un cajón, hasta que un día decida quemarlas y las palabras que hay escritas en ellas se  pierdan del todo y queden inservibles.

A veces nuestros discursos no sirven de nada.

Ni tratar de arreglar los desperfectos.

Ni luchar por alguien.

Ni intentar cambiar la realidad.

A veces simplemente tenemos que aprender a vivir la vida que nos ha tocado sin preguntarnos si somos víctimas, sin angustiarnos por no llegar a ser lo que queremos ser, sin despedazarnos cada vez que alguien nos pregunta cómo estás y no quieres decir la verdad.

Nos balanceamos entre la sinceridad y la mentira, entre hablar y ocultar, nos tambaleamos entre el desastre y lo correcto.

Nos preguntamos tantas veces si la culpa es sólo nuestra, si somos el error y el problema, si tenemos algo tan malo en nuestro interior como para que sea el motivo por el que nadie quiera soportarnos a su lado.

Y nunca encontramos consuelo.

Al final yo he aprendido a callar.

He tenido que hacerlo de manera forzada para no pedirte que me hagas compañía por las noches, ni suplicarte besos que ya no merezco, ni rogar por abrazos que ya no quieres darme.

Me esperan días de pólvora, tinta, tabaco y cafeína.

Soledad infinita.

Pero estoy en silencio para que no sufras más por mi culpa.

 

 

Hablar o callar.

La noche se reía en forma de escarcha sobre los coches y las calles. Nosotros ya nos habíamos besado en todos los portales desde el bar hasta mi casa como si fuéramos adolescentes que descubren de un momento a otro el placer de dos cuerpos dándose calor y besos en una madrugada furtiva, como si acabáramos de estrenarnos. No era la primera vez, ni la segunda, ni la tercera, habíamos adoptado con gusto la manía de querernos a escondidas.

Lo que no tenía claro del todo era si sería la última.

Con ella pocas cosas me quedaban claras.

Nos mirábamos siempre en silencio, sin atrevernos a decir nada, con el miedo comprensible del que teme hablar mucho o poco, ser inadecuado, demasiado precavido o ir más rápido de lo que las circunstancias son capaces de aguantar.

Nos dedicábamos a mantener la calma de forma aparente, a avivar la llama a diario, a no pensar más de la cuenta, a abrir las alas y dejarnos llevar con el primer soplo de aire que se colara entre los edificios del barrio.

La tibieza del hogar nos envolvió tras cruzar el dintel de la puerta sosteniendo al otro entre los brazos, clavándonos los dientes en el cuello, tanteándonos el alma todavía con la ropa puesta.

Ella tiene eso que hace que nunca se apaguen las ganas, y no hablo de sus curvas, ni de su cuerpo casi perfecto, hablo de unos labios y de todas sus miradas. Hablo de su risa calentándome las entrañas. Porque tiene eso que me hace todavía perder la cabeza como si acabara de descubrirla, y que me haría jurarle amor eterno si quisiera escucharme.

Nos enredamos una vez más bajo las sábanas, dejando los grados bajo cero muy lejos de las ventanas de la habitación.

Nos enredamos como se enredan dos amantes que no entierran el hacha de guerra por no perder la batalla.

Le diría que la quiero mientras aún respira sobre mi pecho, que estaría a su lado cada día mientras me quedaran fuerzas y años por delante, que la besaría en pleno enfado y ataque de rabia, que la abrazaría cada vez que las lágrimas quisieran asomarse a sus ojos, que la perdonaría siempre, que la entendería cada vez más.

Y probablemente mejor.

Le habría dicho todo lo que soy incapaz de decirle cada vez que la tengo entre las manos y respiramos el mismo aliento.

Pero me callé.

Me callé muchas cosas.

Opté por abrazarla después de corrernos y quedarme dormido.

De la rutina y el siglo XVIII.

Si no fuera por Esquilache saldría en estas noches de frío húmedo con capa larga y chambergo a la calle, para ocultar una daga española y un estoque, y un rostro más envejecido por la tristeza que por el hambre.

A veces me gustaría que la luz blanca de las farolas fueran sólo candiles, y que el asfalto fuera sustituido por adoquines y los coches por caballos y carros, y el sonido de las herraduras nos despertara por las mañanas en lugar del ruido del camión de la basura en la madrugada. Me gustaría que el bar chino de la esquina fuera una taberna, en la que sirvieran vino tinto en cuencos de madera gastada y tuvieran guisos calientes a diario que nos calentaran el estómago en invierno.

Y que las únicas heridas que tuvieran que dolerme fueran las cicatrices hechas por mosquetes y navajas de faja.

Lo que pasa es que la mayor parte de los días me acabo despertando de golpe en el sofá, con dolor de espalda y encogido del frío porque me he quitado la manta sin darme cuenta. Me duelen la cabeza y los ojos, el comedor huele a cerveza y un par de blisters empezados dejan pastillas desperdigadas por la mesa.

Sólo suspiro y miro al techo durante unos minutos en los que me hago consciente del mundo, de mi respiración y de la situación.

Y me resigno a prepararme un café, a darme una ducha sin ganas, y a sentarme frente a unos apuntes llenos de añadidos hechos a boli que me aburren cada vez más.

Supongo que algún día cambiaré de rutina, dejaré de estudiar por el día y de llorarte por las noches.

O no, porque sólo sigo queriendo que vengas.

 

Suite no. 1

Todo podría ser de otra manera.

La vida que tenemos.

El dinero que marca nuestra cuenta bancaria.

Los sentimientos que nacen y se mueren.

El tiempo.

El lugar en el que nacemos.

Nuestra familia.

Los grupos que nos gustan.

La cantidad de libros que llenan nuestras estanterías.

La comida que hay en la nevera.

La ropa sucia dentro de la cesta.

Los días que llevan las sábanas sin cambiar.

Nuestro currículum.

La ciudad en la que vivimos.

Los seres que se han ido.

La suite no.1 de Bach para violoncello que podría estar en otra tonalidad en lugar de en sol mayor, en do menor, por ejemplo, o en la bemol o en re sostenido mayor.

Pero no.

Las cosas son así por alguna razón.

El problema viene en el hecho de que se nos escapa el motivo último por el que nuestra historia sigue un camino y no otro a pesar de creer que tomamos las decisiones más acertadas.

Si queríamos ir por el camino más rápido y al final estamos en medio de esta encrucijada llena de opciones y destinos, sin saber muy bien qué hacer con nosotros ni con los demás.

A algunos la vida nos empuja a tragar fango, a romper huesos, a llorar lejos.

A algunos la vida nos obliga a no tener opción, a tener que asumir la pérdida de sangre diaria, a mirar al cielo únicamente cuando ya no deslumbra el sol, a pasar frío en la cama porque esta se queda demasiado grande cuando estás solo.

Y has llegado tú a sonreírme, y a querer acariciarme la nuca con tus dedos finos, y a mirarme con esos ojos claros que me desconciertan si me cruzo con tus pupilas.

Y da igual, porque yo estoy pensando en otras manos y otros ojos, y otra boca.

Y te beso y sólo siento cenizas en la garganta alzando el vuelo por culpa del viento, y el crujido de las hojas de los árboles en el suelo dentro del pecho, y la piel fría de tu espalda desnuda me recuerda al mármol de las esculturas griegas y me convierte en piedra.

Y tengo que pedirte perdón antes de que te vayas a casa con El Libro del Desasosiego en tu bolso.

Y pienso que podríamos ser perfectos y que todo podría ser de otra manera.

Pero las cosas son así por alguna razón.

Regalos y carbón.

Hablar es fácil.

Al final únicamente consiste en elegir palabras, colocarlas una detrás de otra, y darles cierto sentido para que el receptor entienda nuestro mensaje.

Hablar es tan sencillo como efímero, y muchas veces lo que decimos se evapora con el primer soplo de aire del día, con el último aliento de la noche.

Salen tantos vocablos de nuestras bocas de los que después nos arrepentimos, frases que al pensarlas de nuevo cambiaríamos por completo, letras que pondríamos en otros lugares. Se nos llena la garganta de verbos, adjetivos, nombres y adverbios de todo tipo, y después nos quedamos parados.

Somos mucho de decir y poco de hacer.

De quejarnos más que de solucionar problemas.

Siempre he tratado de ser honesto conmigo mismo y con el resto, y por eso la conciencia baila en calma cuando mi cabeza roza la almohada, aunque tenga el pecho destrozado y la coraza no me deje respirar.

Hablar es tan sencillo que permite no comprometerte con nada, pasar de puntillas por las promesas y los juramentos que pronuncias.

Hablar es tan fácil que ya no puedo creerme tus palabras, ni tus te echo de menos, ni tus te necesito, ni tus te quiero.

Porque yo he sido más de acción que de oración, más de hacer que de esperar sentado, más de demostrar con gestos todo aquello que grito y pronuncio que de quedarme parado mientras la gente y el tiempo pasan a mi alrededor.

Un día esperé a que soplara el viento y corregí las velas, y agarré el timón.

Y me fui alejando, dejando atrás tierra firme, besos, abrazos y más de una canción.

Y ni siquiera preparaste tus alas, esas que cosimos juntos a tu espalda, ni miraste en mi dirección.

Hablar es fácil, sólo espero que un día aprendas a volar de verdad.

El único regalo que quería no puedo tenerlo.

«Quién iba a decir que sin carbón no hay reyes magos.»