Mes: enero 2015

Bourbon, tristeza y medianoche.

La luz de la lámpara parpadeaba sin descanso en medio de la habitación mientras él disfrutaba de un cigarro asomado a la ventana. Una noche fría de enero en la que sonaba Charlie Parker desde alguna casa cercana. El barrio volvía a estar vivo justo ahora que él se sentía muerto. Un fantasma, eso era. Uno de esos fantasmas que van día a día a trabajar por pura rutina, uno de esos fantasmas de sonrisa forzada y mirada vidriosa a los que todavía llaman personas. Dio un par de tragos a su bourbon y lo apoyó en la repisa mientras veía a la gente disfrutar de un nuevo fin de semana.

Un joven con el alma rota y el corazón lleno de suturas que no habían conseguido curar nada. Un joven de ojos vacíos y respiración entrecortada. Miró el teléfono acariciando una foto, del rostro de ella, que debía haber quitado hacía mucho tiempo. Volvió a leer su última conversación, ese último y verdadero adiós; y por alguna estúpida razón sonrío, sonrió al vacío, a la nada y miró a la noche como si fuera un reto. Dio una calada al cigarro que todavía sostenía entre los dedos y pensó con desgana que con un pequeño golpe de suerte todavía podría morir mañana.

Auschwitz.

Y desde entonces nadie puede poner un pie en aquel lugar sin sentir escalofríos, sin sentir la enorme desesperanza de contemplar con sus propios ojos la clase de crueldad de la que es capaz el ser humano. Y caminas entre los barracones y sientes la dicotomía de valorar la belleza de aquel campo y el olor a muerte que todavía se respira. Y miras a cada paso el camino por el que otros cargaban sus castigos hasta desfallecer, y se te encoge el corazón, y se te corta la respiración.

A día de hoy sólo quiero pensar que no volveremos nunca a dar ese paso atrás, que no volveremos a hablar de superioridad entre razas. Pero, a veces, leo los periódicos y siento ese mismo escalofrío que me producen las imágenes de los campos de concentración.

La sangre que manchaba sus zapatos.

Sus pasos resuenan en el callejón oscuro, las luces de los coches del cuerpo de policía alumbran entre rojos y azules el asfalto desgastado por el paso de los años. Las calles de Londres están desgastadas por la lluvia y el mal tiempo del invierno y Snyder tiene las manos metidas en los bolsillos mientras ojea la zona desde una distancia prudencial. No está dispuesto a que los de la científica se quejen a sus superiores de que siempre están entorpeciendo su trabajo, de que nunca piensa en la escena del crimen. Lo cierto es que se considera demasiado viejo para eso, demasiado a la antigua usanza como para confiarlo todo a la tecnología. No le gusta que todo tenga que ser tomado con pinzas y mucho menos tener que ponerse el traje blanco y las botas para no contaminar la escena. Snyder a pesar de no tener más de cuarenta y cinco años prefiere trabajar como le enseñaron y se resiste a llegar a su oficina y teclearlo todo en el ordenador que tiene en su escritorio.

El olor a sangre se le clava en el nervio olfatorio y en cierto modo le resulta agradable, los homicidios son su hábitat natural y es donde se siente cómodo, juega en su terreno.

— Dadle la vuelta, quiero verle la cara a ese fiambre. —dice antes de acuclillarse junto al muerto y dar una fuerte calada al Lucky Strike que cuelga de sus labios. Mira a un par de la científica con una sonrisa triunfal y vuelve sus ojos claros y cansados hacia su objetivo.