Hace tarde de café con hielo y de esa brisa de mar que abre el cuello de las camisas sin apenas esfuerzo, y sin embargo estoy sufriendo de lleno los estragos de un sol abrasador que me roba gotas de sudor de la nuca y de la frente. La humedad te arrebata la vida con cada exhalación y echas de menos algo de agua clara, y alcohol en las venas.
Me ruge el estómago y también el cerebro, tienen hambre de sueño y sueños.
Las flores de mi terraza se han marchitado, como el corazón de mucha gente estos últimos meses de nuestra fútil existencia. Yo me he quedado a resguardo, encerrándome entre páginas y música, jugando al escondite conmigo mismo y mis sentimientos. He intentado abrir las ventanas para atreverme a volar y he vuelto al nido, plegando las alas, con más miedo del que ya tenía antes. Me he ido haciendo cada vez más pequeño, rompiendo los espejos, gritando en voz baja por si volvías. He ido deshaciendo las nubes negras que dibujaban la tristeza y la muerte, le he puesto una barrera a la nostalgia escéptica que duda de que pueda seguir avanzando por medio de esta travesía. He utilizado las tijeras para cortar lazos e hilos rojos que me unían de forma absurda a quien ya no deben.
Me he quedado sin cadenas y anclas que me lastren y me hundan hacia el fondo de los mares.
Ya no hay piedras en mis tobillos que me impidan escalar y llegar al límite.
Tengo ganas de borrar con agua todas estas acuarelas que dibujan atardeceres rojos los días que el cielo y la tierra arden.
No sé lo que vi en tus ojos, pero no he vuelto a ser el mismo.
Me quemé después de tu incendio.
Y hay cenizas de las que no se puede resurgir porque ya nada existe.