Mes: julio 2020

Atardeceres rojos.

Hace tarde de café con hielo y de esa brisa de mar que abre el cuello de las camisas sin apenas esfuerzo, y sin embargo estoy sufriendo de lleno los estragos de un sol abrasador que me roba gotas de sudor de la nuca y de la frente. La humedad te arrebata la vida con cada exhalación y echas de menos algo de agua clara, y alcohol en las venas.

Me ruge el estómago y también el cerebro, tienen hambre de sueño y sueños.

Las flores de mi terraza se han marchitado, como el corazón de mucha gente estos últimos meses de nuestra fútil existencia. Yo me he quedado a resguardo, encerrándome entre páginas y música, jugando al escondite conmigo mismo y mis sentimientos. He intentado abrir las ventanas para atreverme a volar y he vuelto al nido, plegando las alas, con más miedo del que ya tenía antes. Me he ido haciendo cada vez más pequeño, rompiendo los espejos, gritando en voz baja por si volvías. He ido deshaciendo las nubes negras que dibujaban la tristeza y la muerte, le he puesto una barrera a la nostalgia escéptica que duda de que pueda seguir avanzando por medio de esta travesía. He utilizado las tijeras para cortar lazos e hilos rojos que me unían de forma absurda a quien ya no deben.

Me he quedado sin cadenas y anclas que me lastren y me hundan hacia el fondo de los mares.

Ya no hay piedras en mis tobillos que me impidan escalar y llegar al límite.

Tengo ganas de borrar con agua todas estas acuarelas que dibujan atardeceres rojos los días que el cielo y la tierra arden.

No sé lo que vi en tus ojos, pero no he vuelto a ser el mismo.

Me quemé después de tu incendio.

Y hay cenizas de las que no se puede resurgir porque ya nada existe.

 

Sin historia.

Me he quedado sin historia, como si me hubieran arrancado las raíces más profundas utilizando mucha fuerza y ahora todo está negro en ese hueco que se ha quedado vacío para siempre en el centro de un tórax que se mueve a duras penas buscando respirar.

Los vinilos suenan en el tocadiscos para intentar llamar a la acción a todas esas ideas que deben estar dormidas en mi interior y que no encuentran salida, que no saben por cuál de todas mis grietas pueden huir hacia el mundo para esparcirse e intentar dejar huella.

Lo peor que puede pasarle a un escritor es no tener nada que contar. Sentir el cerebro apagado y la voz marchita, igual que esas flores que se quedaron dentro de las páginas de un libro para leerlas sin decir nada a nadie, manteniendo las palabras en secreto durante años de oscuridad.

La nada es extraña, y aunque parezca llena de calma su caos tiene forma propia. Un silencio maldito en el que no resuenan las frases, ni toman forma los diálogos. Debe ser culpa del calor, el alcohol, la decadencia tras estos muros que me rodean y me aíslan de los peligros de afuera.

Lo único que me salva de vez en cuando es una taza llena de café, cerrar los ojos y saber que todavía existe el sonido de la harmónica y secuoyas que tocan el cielo, que todavía queda hielo en alguna parte de los polos, que algunas de las profundidades del océano y del alma humana siguen sin conocerse, que el universo continúa ahí arriba aunque a veces parezca que va a caer sobre nosotros, que sigue habiendo personas que sólo ven a otras personas en el mundo, que sigue habiendo arena molesta que se cuela en nuestros lagrimales un día de viento, que la noche espera la luna y sus hilos de plata.

Y yo, mientras tanto, sigo vacío, deshabitado, sin nada que contar.

Pero el mundo sigue palpitando.