Mes: febrero 2016

Demasiado jóvenes.

El mundo ha vuelto a derrumbarse un domingo por la tarde, escucho el crepitar del fuego de un incendio a kilómetros de distancia, en medio de aquel desastre en el que habitaron un día nuestros besos. Supongo que el dolor se irá algún día pero está tan presente, tan pegado al esternón, tan adicto a mí, que por el momento ha decidido permanecer conmigo, él dice que no se va.

Las tormentas las llevo por dentro y estoy seguro de que asoman a la pupila y amenazan a quien se atreve a mirar más de la cuenta. No preguntes si quieres conocerme, no te atrevas a abrir la puerta del peligro y las verdades, deja la llave echada a todos esos años que pesan y me retienen. Arrastramos lastre, caminamos con cadenas pesadas que no nos dejan subir a la superficie a coger aire y nos consumimos viendo porno y masturbándonos con desgana con tal de matar el tiempo libre y olvidar nuestras ausencias.

Ha vuelto la ansiedad, las ganas de echar a correr y buscar refugio, el mal dormir y el querer emborracharme cada vez que no estás. Ha vuelto la angustia de despertar solo y escuchar el silencio en casa.

Ha vuelto la necesidad de un abrazo, de escuchar tu voz y de poder mirarte a los ojos sin que vayas a desaparecer cuando menos me lo espere.

Que al final sólo queremos unos brazos que nos recojan del suelo, unos labios que nos besen la sien y que nos susurren que todo irá bien, aunque sea mentira. Porque parece que el camino nunca acaba de ser el adecuado, que siempre hay trampas, obstáculos y piedras para equivocarte en cada una de ellas.

Somos demasiado jóvenes para estar tan jodidos.

Somos demasiado jóvenes para estar nostálgicos.

Somos demasiado jóvenes para buscar el amor de nuestra vida.

Somos demasiado jóvenes para pretender que sabemos algo de la vida y querer escribirlo.

Demasiado jóvenes para quemarnos la punta de los dedos cada puta vez que nos rozamos las manos sin que nadie se de cuenta.

Demasiado jóvenes para sentirnos fracasados.

Nunca quise.

Nunca quise escribir el final de nuestra historia, y sigo sin querer hacerlo.

Nunca quise besarte con los ojos cerrados, y sigo sin querer hacerlo.

Nunca quise tocarte sin sentir, y sigo sin querer hacerlo.

Nunca quise dejarte escapar, y sigo sin querer hacerlo.

Nunca quise tener que esconderme de la gente, y sigo sin querer hacerlo.

Nunca quise quedarme solo en medio de la nada, y sigo sin querer hacerlo.

Nunca quise dejar que el mundo se echara a perder, y sigo sin querer hacerlo.

Nunca quise dejarte dormida en el sofá, y sigo sin querer hacerlo.

Nunca quise convertirme en el hombre que no dice nada, y sigo sin querer hacerlo.

Nunca quise dejar que los besos cayeran al vacío, y sigo sin querer hacerlo.

Nunca quise que dejara de sonar nuestra canción, y sigo sin querer hacerlo.

Nunca quise caminar solo por ciudades sin nombre, y sigo sin querer hacerlo.

Nunca quise bailar bajo la lluvia sin ti de la mano, y sigo sin querer hacerlo.

Nunca quise ser el villano de la historia, y sigo sin querer hacerlo.

Nunca quise ser llanto en la noche, y sigo sin querer hacerlo.

Nunca quise ser poeta, y sigo sin querer hacerlo.

Nunca quise morir de amor, pero si es por ti,

quizá eso sí.

Eso sí quiero hacerlo.

Sin título 1.0

Avenidas llenas de escarcha salada por culpa de las lágrimas, el beso del millón de dólares antes de levantarnos del colchón, tus pasos dejando mi casa sin haber dicho adiós. Sé de sobra que no te gustan las despedidas, pero temo que llegue esa última vez sin haberte mirado a los ojos, sin ser capaz de guardarte para siempre.

Por eso escribo, porque cuando deje de recordar podré leer, seré capaz de reconocernos en cada línea, en cada frase, y en alguna que otra canción. Seré capaz de revivir lo que sentía, de oler tu perfume, de ver tus ojos, de sentir tus manos enredándose torpes en mi pelo. Seré capaz de recordar cómo sonaban tus pasos en plena madrugada antes de entrar a mi casa, de escuchar tu risa antes de dormir, de saborear tus labios, de acariciar tus piernas en el aire.

El tiempo y la suerte nunca juegan de mi parte, nunca apuestan por mí, pero sigo aquí, aguantando los golpes, los vendavales y tus sonrisas furtivas.

Por eso escribo, porque cuando deje de recordar podré leer, y llorar sin saber por qué.

Banda Sonora.

El paisaje iba quedándose atrás mientras el cuentakilómetros cambiaba de números. El sol caía aquella tarde poco a poco, como hace en las tardes de Septiembre. Es esa época del año en la que echamos de menos las tardes de verano en las que había cosas que hacer, en las que todavía había amigos dispuestos a compartir unas cervezas y risas. El cielo de un naranja marcado se iba apagando con lentitud, como la vida de más de un anciano aquel  día en la cama de un hospital desconocido. Me marchaba de una gran ciudad para buscar otra, abandonaba el pasado para olvidarlo todo, para borrar de mi memoria todo el lastre que arrastraba sin darme cuenta. Necesitaba empezar de cero, armarme una nueva vida allá donde sea que fuera a parar.

La radio estaba encendida, como siempre que conducía largas distancias, y sonaba Hurricane de Bob Dylan. Nunca sabes del todo cuál será la banda sonora de tu vida. No imaginas que quizá sea mucho más que tus canciones favoritas. A veces están llenas de los cláxones de los coches, de los frenazos en cada semáforo, de los gritos del hijo de puta del vecino cuando estás en plena siesta. Mi banda sonora fue durante un tiempo el tintineo de los hielos mientras te observaba nadar en la piscina, el eco de tus risas entre los edificios de París, el sonido de unos tacones de una mujer dispuesta a incendiar la noche y más de un corazón a su paso. Pero desde hacía un tiempo ya no era capaz de darle al play y escucharla. No quiero recordar y clavarme más cristales en el pecho, no quiero cerrar los ojos y escuchar cada uno de esos gemidos que ya han dejado de ser míos, nuestros.

Lo bueno de todo esto es que he empezado una película nueva, sólo espero que la música me guste tanto como la que sonaba contigo.

Texto escrito para Krakens y Sirenas (publicado el 14 de Septiembre de 2015).

Ella.

El café recién hecho calentaba sus manos desde el interior de una taza que conserva desde los quince años. La casa se encontraba en silencio, y se colaba por la ventana ese primer sol de invierno que aparece por las mañanas. El perro, un pastor alemán demasiado joven todavía, dormía plácidamente estirado en el sofá pareciendo más humano que muchas personas y, sobre todo, que la mayoría de políticos. Ella debía seguir durmiendo en la habitación, ajena a todos los pensamientos que ocupaban su cabeza en aquel momento, mientras sostenía el primer cigarro de la mañana entre los labios indicando que su grado de adicción a la nicotina traspasaba cualquier límite imaginable.

Parpadeó un par de veces antes de suspirar para sí mismo y encender la radio dispuesto a escuchar las noticias del día. Adicto también a la información rápida, instantánea, y el ir y venir del mundo diario. Dejó el cigarro de lado, viendo cómo se consumía poco a poco lejos de sus pulmones, para dar un trago al café y acabar de despertarse. Miró el reloj esperando a que otra mujer saliera de entre sus sábanas para perderse tras la puerta de la entrada y no volver a verla.

Cualquiera podría pasar por sus brazos, bajarle los pantalones y marcarle las uñas en la espalda, pero sin duda, ninguna sería ella. Tenía claro que pasara el tiempo que pasara la buscaría en cada una de las miradas que se cruzara en cualquier ciudad del mundo, en cada uno de los labios que tuviera que morder por matar las ganas.

Cualquiera podría besarle el cuello, descender por su pecho, acariciarle la nuca, pero sin duda, ninguna sería ella. Tenía claro que aunque pasaran los días, los meses, los años o la vida entera, la buscaría en cada letra de cada canción, en cada mujer de las que habla Bukowski, en cada historia de amor que cuentan las películas.

Cualquiera podría llevarse su corazón, si aún lo tuviera. Pero no, se lo quedó ella.

Ítaca.

Ya no entiendo nada, la vida no cambia por mucho que te empeñes y ha llegado el futuro que esperábamos sin ninguna promesa de las que hicimos hecha realidad. Apenas entra luz ya por las ventanas desde las que nos atrevíamos a desafiar al Universo cuando la noche era eterna y nos creíamos protegidos de todo mal. Admito que todo se ha vuelto extraño, que estoy dentro de una espiral de cambios que no acabo de entender. Admito que estoy con el freno puesto, que me estoy obligando a dejar la mente en blanco y tratar de no pensar, tengo suficiente con intentar concentrarme en respirar para no empezar a ahogarme de nuevo en todo el fango que me rodea.

Tengo a Nix y Érebos llenándolo todo de un negro del que no puedo escapar, sin permitirme contemplar ni una pequeña muestra del mañana entre tanta sombra. A veces los escucho reír, hablar a mis espaldas, y sé que juegan conmigo y con mis ganas de poder ver brillar algo de luz, aunque sea en la distancia.

La señorita Realidad ha venido a visitarme esta noche, se ha metido en mi cama a hacerme compañía y me ha cogido de la mano, justo antes de dormir he sentido el escalofrío que provoca el miedo, asustado en medio de la oscuridad que te da siempre tomar una copa de más. Y sin embargo, no estaba cuando he abierto los ojos por culpa del sol colándose entre los resquicios que deja la persiana. Ni la realidad, ni el miedo, continuaban junto a mí y he respirado el aire a mi alrededor como si algo hubiera cambiado. Ahí afuera o en mí mismo, en el fondo da completamente igual. Supongo que he decidido quitarme el traje gris y las cadenas, y limpiarme el cristal de las gafas para poder ver las cosas de una manera distinta. Dejar a un lado el peso de un mundo que estaba ganando la batalla y sonreírle con torpeza al espejo por primera vez en muchos meses.

Qué más da si nos hemos perdido, qué mas da si ya no nos tenemos a todas horas, qué más da si nuestros gritos ya no resuenan en la habitación. La vida sigue, eso me han contado, y estoy harto de destruirme una y otra vez para volver al mismo punto de inicio sin haber aprendido nada, como un caníbal que va a acabar comiéndose a sí mismo por falta de género.

Quizá es hora de comenzar a ser el maquinista de esta vieja cabeza a vapor que recorre las vías de la estepa rusa sin mirar las estaciones a las que va llegando. Quizá es hora de que el día a día sea mejor sin ti. Quizá es hora de empezar el viaje, el definitivo, y ver si de una vez por todas tengo éxito durante el camino, sin pensar en el destino final, sin que importe la llegada.

Sonreiré de camino a Ítaca.

Días sin suerte.

Los días se me quedan grandes, me sobran las mismas horas que me faltan para hacer nada y hacerlo todo. No hay manera de parar, de quedarme quieto, de bajarme de un tren que va demasiado rápido hacia un destino que todavía no conozco, y ¿por qué no admitirlo? Tengo miedo. Un miedo atroz a seguir avanzando, a mirar el reloj y ver que ya ha pasado un año y que ahora sí, estoy totalmente perdido, abandonado, y que sigo igual de herido. No hay manera de remediar el error, de poner parches, arreglar las velas y seguir navegando en estas aguas turbulentas.

Se nos ha ido todo a la mierda, las expectativas, los planes de futuro, el matrimonio, los hijos, el amor perfecto y eterno. La vida, de pronto, te ha dado un derechazo y te ha desencajado la mandíbula y se burla, la muy cabrona se burla desde la otra mitad de la calle, desde la esquina en la que se encuentra el bar que visitas cada viernes para intentar olvidar todas esas penas que te están arrastrando al pozo.

Tu nombre solo en el buzón, el café para uno, el lado izquierdo de la cama con las sábanas intactas, el cepillo de dientes único recibiéndote cada mañana. Qué puto es el azar que juega con nosotros, nos zarandea y nos coloca de pronto en un escenario que no controlamos en absoluto, en un traje que nos queda grande y que no tiene arreglo.

Nunca he sabido jugar al ajedrez (aunque he intentado aprender), por eso espero el siguiente movimiento de la partida sin saber muy bien qué hacer, sin tener demasiado claro si voy a ganar o a perder, sin acabar de entender si hay rey en este tablero del que formo parte. Tampoco sé jugar a las damas, ni se me dan bien los juegos de cartas, porque la suerte nunca está de mi parte.

Voy a dejar de esperar porque nunca me funciona, porque al final siempre acabo más roto, más destrozado, más animal y menos persona. Porque al final me encierro en una coraza de la que ya soy incapaz de salir y muerdo a los que andan cerca, y lo veo todo negro.

A pesar de todo, de los cambios, del vaivén de estos meses turbulentos, no he sido capaz de soltar una lágrima desde hace un tiempo y todas ellas me pesan en el centro del pecho, y duelen como si fueran disparos a quemarropa.

Necesito un susurro de los tuyos, que me tapes los ojos y me digas que puedo dormir tranquilo, aunque sea ahogado en un mar salado.

Nada más.