Mes: junio 2016

Culpa, crimen y castigo.

Por una vez no voy a echarme la culpa.

No.

He decidido parar momentáneamente. Hasta que vuelva a tener otro cortocircuito neuronal.

Esta vez no es mi culpa, y no va a volver a serlo.

Serás tú quien no tenga las ganas, ni la fuerza, ni la valentía necesaria y suficiente para correr ahora. Para escapar, para besarme en cualquier esquina.

No seré yo el que se esconda, ni cuente los días, ni mire con el corazón detenido los horarios del tren. No voy a esperar más en ninguna estación, ni pienso guardarme los abrazos para ninguna habitación de hotel.

Carretera y manta, y el cielo lleno de estrellas que ya se han burlado lo suficiente de nosotros. Y, es que, tarde o temprano surge una nueva cumbre borrascosa que no podemos escalar, otro palo que salta a las ruedas de nuestras bicicletas, otra gota de sangre que mancha tu vestido blanco.

Todo se acaba torciendo, deformando ante mis ojos y nunca soy capaz de ponerle remedio. Falta capacidad de reacción y sobre todo mucha acción.

Pero esta vez, de verdad que no. No estoy dispuesto a quedarme a un lado y ver las carreras desde las gradas, ni a quedarme con el premio de consolación si es que todo esto se trata tan sólo de tener una jodida copa de latón en la estantería.

Igual es que tengo que afilar de nuevo las garras y los colmillos con los que solía pelear.

Igual es que tengo que aullar y abrazar a la luna más fuerte.

Igual es que tengo que ser para ti refugio y ciudad.

Soy un crimen, bendito tu castigo.

Lo único que quiero es hacer siempre el amor por encima de la guerra.

Inframundo.

Treinta grados en la calle y me estoy muriendo de frío.

Al final siempre acabo convertido en hielo, ralentizando el tiempo, congelando las sonrisas.

Soy esclavo del tiempo, del clima y de las estaciones.

La gente me dice que espere, que todo lo bueno tarda en llegar, que después de todo merece la pena. El problema es que ya nada me consuela, y que camino porque no me queda más remedio, y que pateo las piedras con las que siempre vuelvo a tropezar.

Voy a volver a perderme la hora del té. Espero siempre algo que nunca va a llegar. Y no hay verde esperanza, ni aliento en las canciones.

Rebasé todas mis líneas rojas, traspasé todos mis límites y acabé decepcionándome tanto que apenas puedo mantenerme la mirada antes de ir a dormir.

Hay errores que no olvido. No voy a perdonarme, voy a coser mis errores a una chaqueta desgastada que llevar hasta la tumba. Que me reconozcan en el otro lado por todo aquello que no hice bien, que se olviden mis victorias, mis palabras, y todos los sentimientos que alguna vez profesé por alguien.

Mi diálogo interno es cada vez más duro, más terco, más largo, y es que al final me doy cuenta de que no soy capaz tenerme en cuenta. No puedo ponerme en primer lugar, para alzar la voz y reclamar lo que realmente quiero.

Volveré a encogerme de hombros, a asentir levemente con la cabeza y que todo me parezca bien.

Voy a gritarme a la cara que soy un imbécil, que siempre he sido un completo idiota y que voy a acabar rodeado de nubes negras y poca gente.

Sé que ya he emprendido el camino eterno, el de quererme poco y venirme a menos.

Sé que ningún relojero tiene el don de parar el tiempo.

Sé que gobernaré allí donde nadie quiere hacerlo, con otras sombras, con otras almas inmortales. Y remaré por el Estigia hasta cansarme.

Aquí dentro nunca llega el sol, y no me siento los dedos de las manos ya, ni el corazón. Y todo fue culpa del amor, de dejarme llevar, de querer y no poder, de hacer las cosas sin saber actuar mejor. Y el arrepentimiento me ha roto poco a poco, me ha dejado herido, dolido, y con un sabor amargo al final del paladar que me da náuseas y taquicardia si lo pienso demasiado.

Ella se fue y yo me hice el muerto. Y respiro veneno en el Inframundo del que soy el puto Hades. Y ahora qué, si dicen que de este infierno no se puede salir, que quien navega en la laguna Estigia se queda para siempre.

Ojalá ser capaz de engañar a Caronte o de caminar sobre las aguas para volver a buscarte, para tener la oportunidad de encontrarte.

Voy a pedírtelo una vez.

Dame la mano, desde que te vi ya no quiero vivir aquí.

Gladiadores.

La arena te llena los ojos y te obliga a cerrarlos, a ir a ciegas, a caminar con las manos por delante para saber qué te encuentras, pero sin tener claro a qué te tienes que enfrentar. Oyes el rugido de los leones desde el centro del Coliseo y tus pies se tambalean porque el público jalea y grita, y sigue pidiendo sangre.

La gente ya no se sacia con nada, y siempre queremos más: más amor, más comida, más sexo, más verdad, todo más rápido y mejor.

Ya no tenemos suficiente ni con dormir tranquilos por las noches.

En la época del espectáculo y la ruina es demasiado difícil parar, desmontar la maquinaria, hacer que los demás empiecen a pensar. Tenemos café instantáneo y comida rápida, y besos tan sólo por pagar. Para qué esforzarse, para qué tratar de ser mejores si apretando un botón tenemos dinero en bolsa, leemos las noticias y decimos un te quiero que no sabe a nada.

Ya no sabemos escapar de los errores, de las mentiras y de todas nuestra equivocaciones. Ya no tenemos claro el rumbo, la dirección, ni el sentido. Ya no nos ayudan los mapas, ni las indicaciones de los lugareños, ni el instinto animal.

Estamos solos, abandonados con nuestras conciencias llenas de rasguños, y tenemos que decidir, y actuar en consecuencia. La sensatez se está perdiendo, o se perdió ya hace algún tiempo. La honestidad también parece ser un valor de antaño, de los de blanco y negro, con fotogramas de Casablanca, páginas de Huxley y olor a Mar Muerto.

Pero aún quedamos unos pocos gladiadores, dispuestos a hacer la revolución desde las camas a las calles, desde las lenguas a las manos, empezando por los ojos y directos al corazón. Donde la magia se concibe y se destruye, y se empieza a creer de nuevo.

Aún quedamos unos cuantos dispuestos a luchar en medio de tanto pan y tanto circo.

Ven conmigo, vamos a llegar al límite, vamos a morder el miedo y vencer al frío. A ganar sobre la arena sin derramar más sangre, a llenar la casa de sonrisas y menos lágrimas, a romper las rocas y hacer camino.

Vamos a dejar las cosas claras y a dejar de agonizar.

Somos ganadores sólo por plantar cara y pelear.

Nunca voy a dejar de luchar. Ni tú, ni tú tampoco.

Ruleta rusa.

Ya no quiero hablar de ti, ni de nosotros. Nos hemos perdido entre tanta risa inútil y tanta llamada en plena madrugada. Y ahora siento el nudo amargo en el estómago cuando abro los ojos en la cama y tengo el cuerpo de una desconocida que no ha querido irse a dormir a su casa, que ha preferido dejar su olor en mis sábanas arrugadas y en mi piel.

Llevo un saco cargado de decepciones que sólo hace que llenarse y al final voy a tener que dejar de arrastrarme y quedarme quieto. Avanzo tan lento, tan torpe, tan poco, que menos mal que el mundo gira y se desplaza, o sería incapaz de ver la luz del sol ir y venir todos los días.

Hay atardeceres de sangre en la Albufera y me los estoy perdiendo todos, y lunas de fresa que ya no voy a poder ver hasta dentro de setenta años. Hay cosas en la vida que sólo pasan una vez y las estamos dejando escapar. Ya no sabemos apreciar cada uno de esos detalles únicos, como la primera bocanada de aire después del orgasmo, el agua caliente de la ducha matutina, la risa nerviosa, las miradas esquivas, las caricias a medias, un no dicho a tiempo, un sí en medio de un abrazo. Las gotas de lluvia en verano, taparse con las sábanas cuando empieza a asomar el frío, llegar a casa después de un largo viaje, pararse un momento y contemplar el mundo con música de fondo.

Estoy metido en una ruleta rusa, y giro el cargador cuando se estrena el día y suspiro cuando veo que he sobrevivido a otra fecha crucial, y sigo apostando para adivinar cuánto tardará en llegar el final.

Los sentimientos han acabado siendo el más arriesgado de los negocios porque no hay manera de ganar. Tarde o temprano asoma el dolor y no se puede fingir. Y no hay más remedio que meter otra decepción en el dichoso saco y seguir caminando. Aunque no se pueda.

El rencor se acaba borrando, igual que el frío y la pasión.

Cuéntale al público que soy el error que nunca deberías haber cometido, que soy esa persona que al final de la partida no deberías haber conocido.

Cuenta bien la historia, porque quiero ser el malo y reírme a carcajadas, y cerrar la puerta sin mirar atrás.

Me da igual lo que diga la gente, sólo necesito un golpe de suerte.

Voy a volver a apretar el gatillo.

El espectáculo debe continuar.

Todos pasamos por un momento en nuestra vida en el que lo que conocemos se va a la mierda. Se nos trastocan todos los planes, y lo que creíamos que eran nuestros cimientos se desvanecen hasta dejarnos en el aire. Todos hemos sentido la angustia de no tocar pie cuando el agua nos llega a la barbilla, de coger aire bajo el mar mientras alguien nos sujeta la cabeza. Se nos rompe el círculo en el que estábamos seguros, la pecera en la que sabíamos movernos sin chocar con nada.

Se nos rompen los esquemas, la cristalería y las ganas.

La persona que había a nuestro lado nos abandona, o decidimos abandonarla, después de echar lo bueno y lo malo en la balanza. Y aunque ganemos, tenemos esa sensación de estar perdiendo de manera permanente. No nos damos cuenta de los aciertos hasta después de un tiempo prudencial, porque todo nos da miedo. Nos han convertido en ciervos que se asustan ante cualquier rama rompiéndose en medio del bosque. Somos roedores que deben esconderse del peligro ocultándose en cualquier hueco.

Y joder qué mal cuando sólo tienes ganas de cerrar los ojos y dejar que el tiempo corra bajo tus espaldas.

Y joder qué mal cuando lo que te apetece es que el telón vuelva a taparte para no tener que abrazar, besar y sonreír a quien no quieres.

Y joder qué mal si el amor es quien te está haciendo tantas heridas y no sabes apartarte a tiempo.

Llega un punto, llega un puto día en el que decides cortar la cinta, echar a correr, huir de la policía y de quien sea que te puso las esposas porque toca ser feliz.

Llega un punto en el que hay que dejar atrás el llanto, la mirada perdida, el dolor en medio del pecho de tanta burla y menosprecio hacia ti mismo.

Y aunque ahora llevemos vendas en los ojos y nos hayan echado una soga al cuello, ese día llegará. Todo llega. Seremos capaces de reírnos de la muerte bebiendo una botella de vino a medias mientras miramos por la ventana y oímos risas en la calle.

Nos habremos convertido en todo aquello que imaginamos un día y que pensamos imposible.

Volverá a haber rosas que regalar, volverá a  haber una canción que te haga coger el teléfono y llamar, volverás a tener ganas de correr por la playa para acabar empapado de espuma de mar.

Aunque ahora no lo veas, aunque ahora no haya espacio ni vida aparente, aunque todo se acabe.

El espectáculo debe continuar, y va a hacerlo contigo.

Voy a cogerte de la mano hasta que todo se acabe, y vuelva a empezar.

Texto escrito originalmente para Krakens y Sirenas.

Sin chica y sin pistola.

Hemos cometido tantos errores, disparado tanto al aire. Hemos dejado de apuntar al centro y perdido el objetivo. Y vagamos, y navegamos en aguas que apenas conocemos. Respiramos el aire que otros nos dejan y nos quejamos, porque ya no sabemos luchar ni salir del pozo por nuestro propio pie.

Yo no sé tú, pero a mí me siguen temblando las piernas cada vez que te veo.

Acaricio horizontes cuando el sol se esconde y se aleja, y me deja otra vez durmiendo en el sofá. Porque la cama te sigue echando de menos y parece que es demasiado grande si no respiras a mi lado.

He perdido la cuenta de las margaritas en el suelo, de las páginas con las esquinas dobladas, de las frases anotadas en cualquier papel arrugado y manchado que cae en mis manos.

Ya no veo como antes colinas bajo mis pies, ni ruge el motor de un viejo Mustang y tampoco suena la banda sonora de tu risa en mis oídos. Y debo haber perdido tanta sangre por el camino que podrás seguir mis pasos cuando quieras.

Siempre he ido con la verdad por delante, y es que los ojos no mienten. Se me ha acabado la ambición y todas esas ideas estúpidas de juventud, de alcanzar la grandeza. La tuya y la otra, con las manos y la punta de la lengua.

Cada fotograma me acaba desarmando, y la fiesta va a terminarse sin que estemos agarrados y el foco de atención sea para nosotros. No hay baile de graduación, ni soy el quarterback que te llevará a casa después del autocine y te robará un beso mientras sales del coche. No va a ser mi mano la que agarres con fuerza cuando tiembles de miedo, ni acabaré tirando piedras a tu ventana para que te asomes cualquier viernes por la noche. No va a haber batidos de fresa ni canciones de Elvis Presley.

No hay dalias negras, ni conduciremos por Mullholland Drive, ni voy a ser el Detective Mills. No hay espías que surgen del frío, ni chaquetas metálicas, ni informes pelícano. No hay premios, ni cartas, ni palabras de despedida, y Noviembre no va a gustarme nunca, aunque digan que puede ser dulce.

Al final de toda esta película, lo tengo claro, sigo sin chica y sin pistola.

Reacción en cadena.

Ya no necesitamos el miedo, ya no nos quedan agujeros en el pecho para dar la bienvenida, ya no enseñamos las medallas ni las cicatrices. Hemos decidido olvidar nuestras heridas y trazar una línea invisible que marque nuestro pasado para ser capaces de enterrarlo.

Voy a mirarte con cuidado, voy a seguir tus pasos, y evitaremos caer de nuevo en tentaciones si no van a hacernos felices. Ya no quiero venenos, ni gente que se quite la ropa a la primera mirada encendida en alcohol y madrugadas. No quiero caladas que vayan a partirme en dos, ni ver películas de miedo a regañadientes.

Tengo claro que no voy a pasar a la historia, que prefiero huir de tu mano y llegar a todos los finales que vimos empezar siendo anónimos, camuflados entre tanta bomba y tanto humo.

Abandonar ya no es una opción, y nunca lo fue. Y aún no debe ser tan tarde porque seguimos temblando cada vez que nos rozamos.

He decidido dejar de equivocarme, hablar más, llorar menos, y seguir replicando al Universo. He decidido ser el catalizador que empiece toda esta reacción en cadena, hacer eterno el verano en nuestras manos, romper el círculo vicioso del hundirme cada vez que abro la boca, recorrer ciudades tóxicas y eternas mirándote a los ojos, saltar al vacío hasta hacernos infinitos.

Voy a quemar este corazón negro, voy a quemar los discos de Nudozurdo y Egon Soda, vamos a olvidar toda esa mierda que nos hacía estar tristes.

Nos va a tocar abrazarnos más fuerte, sujetar bien las velas, bailar mientras queden almas que puedan dormir, mientras todo esto dure.

Se nos da tan bien gobernar la entropía y crear el Big Bang bajo las sábanas, se nos da tan bien ser átomos y llenarlo todo de energía, se nos da tan bien estallar en plena noche que nadie nos va a parar.

Y es que la vida, a veces, se reduce a un poco de química básica y anatomía humana.

La última cruzada.

Tengo buena memoria, y esa es mi condena, esa es la leña que aviva mi fuego.

Va a llegar Septiembre cualquier día de estos y seguirás sin esperarme. Y los instantes se van repitiendo en mi mente. Soy incapaz de escapar de las ideas y de todos los fuegos que nos queman.

Estoy, una vez más, al otro lado del cristal. Condenado a mirar, a contar, a acariciar el aire sin obtener respuesta. Condenado a sumar pero sobre todo a restar y multiplicar por cero. Que los sabios dicen que la historia no trata de vencedores y vencidos, ni de simples perdedores como yo, pero en el fondo sí. Sólo los ganadores cuentan batallas y graban sus nombres en piedra.

He sentido tarde el estallido de la primavera, pero ya soy incapaz de cerrar los ojos sin que aparezcas. He perdido el norte, el camino y más de un partido contigo.

Nunca había visto florecer amapolas en medio de huesos rotos, ni sabía que un corazón muerto podía latir de nuevo.

Y dicen que no hace tanto frío en Siberia cuando bajo de tu ombligo.

Y dicen que ha llovido en Oporto después de pronunciar tu nombre.

Y casi estoy seguro.

Casi estoy seguro de todo esto y más.

Ya no hay control dentro de mi cabeza cuadriculada, ya no hay piezas de ajedrez moviéndose de manera ordenada, ya no hay natación sincronizada a media tarde, ni frases con sentido en mis folios escritos. Sé que nos quedaremos afónicos de abrir las ventanas y decirle al mundo las verdades, desnudos y con la conciencia tranquila. Y caeremos en picado mientras el mundo arde, y nos tocará reír por una vez cuando, contra todo pronóstico, las cosas vayan bien.

Siempre me gustaron los juegos complicados, desenredar los cables, aprenderme el nombre de los nudos y todos los villanos, saltar precipicios, apagar velas con las manos, esconderme en tus abrazos.

Decidí huir del dolor, del hablar sin sentido, de la taquicardia en plena madrugada, de querer romper los cristales y mis cuerdas vocales. Decidí que podía respirar sin sentirme culpable por cada palabra.

Y no sé ahora en qué lío te he metido.

Esto huele a libro de aventuras, a mapas viejos, a caminos llenos de obstáculos, a buscar el Arca Perdida, a encontrar el Santo Grial, a enredarnos en El Templo maldito y a no tener que acordarme de nada porque La Última Cruzada pienso tenerla contigo.

El trago más amargo. – versión ella.

– ¿Quieres otro café? Serviré dos. La verdad es que tenía todo pensado, pero se me agolpan las palabras en lo alto de la garganta y necesito un segundo para respirar. Le miro, mientras le alcanzo la taza de café, y me doy cuenta de que sigue siendo ese chico tímido que fingía seguridad a través del uso de la ironía. Me mira y es la primera vez en mucho tiempo que noto que nuestros ojos se encuentran tras la guerra continua de miradas esquivas, de caricias llenas de rutina y besos de labios fríos. Se aferra a la taza, como si intentase encontrar en ella un poco del control del que ahora mismo carece, y sus labios intentan en varias ocasiones susurrar alguna palabra, pero no consiguen emitir sonido alguno. – Tranquilo, intentaré ser breve. Es probable que el café siga caliente cuando termine. Su postura sobre la silla cambia con mis palabras, sustituyendo la comodidad de su cuerpo casi acostado sobre la silla por la rigidez que otorga el ponerse en posición de defensa frente a quien, sin pretenderlo y por unos minutos, deja de ser aliado para convertirse en enemigo. – Tengo preparada la maleta. Me iré en cuanto acabemos de hablar. Y todo su control se desmorona cuando su taza cae al suelo haciéndose añicos… No me inmuto, prosigo.

– Estoy cansada mi amor, agotada de una vida que se ha convertido en una condena más cruel, si cabe, con el día a día. Harta de fingir que no veo que el camino que acortaría la distancia entre nosotros lo hemos llenado de obstáculos en forma de ausencias, disputas y malos entendidos. Ya no puedo permanecer ciega ante cada risa forzada y frío abrazo ni puedo mirar hacia otro lado para no ver que ya no nos abrazamos antes de dormir o que tus besos ya no rozan mis labios ni se posan en mi mejilla, ni puedo olvidar cuando, para evitar el roce de nuestros labios, soy yo la que te ofrece la frente como descanso para ellos. Me detengo, sorprendida. No sé en qué momento se ha movido, pero ahora sus dedos se aferran a los míos, firmes, mientras su mano izquierda aparta los mechones de pelo que tapan mi cuello. Le sonrío, por gratitud ante su gesto, y le devuelvo la complicidad con mi habitual gesto de pasar mi dedo índice por su barbilla.

– He de pedirte perdón mi amor, quizá hace mucho tiempo ya que debí hacer esto. Por ti, por mí… Por lo nuestro. No debí mentirme a mí misma y justificar tus interminables ausencias a mi lado, siendo cada vez más presente para tus amigos o para la chica que te hace sonreír tanto cuando habláis por Whatsapp. Tampoco debí maquillar con excusas el sexo cada vez más escaso o las tardes de película en el sofá en las que no te alcanzaba a rozar pese a que permanecías a mi lado. Pero, sobre todo, no tenía que ocultar mi comodidad ante tu falta de deseo hacia mí o porque era yo la que animaba a tus amigos a organizar planes sin que tú lo supieras o porque prefería correrme al masturbarme que tenerte metido entre mis piernas mientras mis uñas arañaban tu espalda.

Mi piel se eriza, de nuevo se ha movido, y su dedo índice acaricia con dulzura mi mejilla. – Te amo vida mía, pero ha llegado el momento de separar nuestros caminos antes de que el amor se torne decepción y la música de nuestros latidos al unísono se transforme en ruido. Sé que estarás bien, lo estaremos, solo que ahora ya no seré la red que espera paciente por si caes al suelo en algunos de tus vuelos ni tuyos los brazos entre los que construiré mi guarida. Acepto mi culpa tanto como la tuya y me reconcilio con nuestros errores porque así jamás se convertirán en reproches. Guardaré cada instante compartido en los cajones de mi alma y mi retina jamás olvidará que brillo con más fuerza cuando veo mi reflejo en la tuya. Respiro y doy un sorbo a mi café antes de cederle mi taza. La coge, temblando, y sonríe antes de beberse de un trago hasta la última gota. – Debemos ser valientes mi vida, finjamos que esto no duele… hasta que cierre tras de mí la puerta de nuestro hogar. He dejado aquí parte de mis cosas, quizá porque aún soy una ilusa que cree que esta no es una despedida definitiva. Me levanto y él acompaña mi gesto alzando su cuerpo de la silla para fundirnos en un abrazo que parece detener el tiempo. Al separarnos, vuelvo a reconocernos en aquella primera cita en la que nuestras risas eran sintonía y nuestros dedos se morían de curiosidad por conocer la piel del otro.

– Te amo mi vida.

Y, tras mis palabras, nuestros labios se encuentran en un dulce y pasional beso de despedida que no evita que me aferre con fuerza a mi maleta y me dé la vuelta, llorando y rompiendo así mi promesa de ser fuerte hasta cruzar la puerta. No me atrevo a girarme, tampoco a detenerme, y el adagio triste que entonan los latidos de mi corazón no evita que escuche salir de sus labios un «Te amo mi niña, lucharé para recuperarnos».

Este relato ha sido escrito por Vybra, dispuesta siempre a colaborar conmigo. Podéis disfrutar de sus textos en Krakens y Sirenas.

El trago más amargo.- versión él.

La miré mientras preparaba el desayuno, en silencio, con el ruido de la cafetera de fondo y el aroma tostado clavándose en mis entrañas. Aún tenía entre mis manos el olor a sexo de la noche anterior, sin entusiasmo, por obligación, sin sentir ese bombeo adrenérgico de hace siete años.

Nunca pensé que llegaría a ese punto, nunca creí que era posible que eso me pasara con ella. La comodidad, seguir la norma, la rutina poco clandestina de toda relación larga.

Observé su silueta, esa que me había hecho perder la cabeza tantos días y noches, salir de madrugada con tal de estar cinco minutos con ella, correr entre los coches y la lluvia y recogerla en la puerta de la Facultad. Observé sus ojos, los ojos por los que había jurado que daría mi vida si era necesario, y allí estaba ahora, en la cocina de ese piso que compartíamos desde hacía unos meses sin tener muy claro qué debía hacer con mi vida. Y con nuestra relación.

Las preguntas en mi interior se repetían desde hacía semanas, quizá meses, puede que incluso más. Las dudas, los besos a desgana, poner excusas para salir con los amigos y pasar menos tiempo con ella, forzar las conversaciones hasta acabar discutiendo por cualquier gilipollez. Había dejado de estar tan pendiente, de preocuparme por lo que realmente le pasaba y en parte me sentía culpable.

Date una oportunidad, dásela a ella. 

Demasiados años como para tirarlo todo por la borda, demasiado tiempo juntos como para acabar siendo nada, llenar de nuevo las cajas con mis cosas y abandonar nuestro reducto. Se me hacía cuesta arriba imaginar dormir sin ella, no tener el ruido de la ducha como despertador, olvidar el olor a tabaco en la ropa por su culpa y que las latas de coca-cola se quedaran siempre a medias en la nevera.

Me había descubierto entrando en el juego de seducción de alguna que otra compañera del trabajo, y redescubriendo mediante eternas conversaciones de Whatsapp a una antigua amiga de la Universidad.

Serví el café y le acerqué la taza, sonriendo un poco antes de darle un beso en la mejilla al tiempo que sentía una daga dejándome el corazón negro. Lo peor de toda aquella situación era que no podía adivinar qué pasaba por su cabeza y se me ponía un puto nudo en la garganta que hacía días no me dejaba tragar, ni coger aire. El hablar claro ya no estaba de moda entre nosotros y los silencios amargos se acumulaban a cada golpe de reloj.

Estábamos tratando de evitar lo inevitable, ocultos tras la barrera, siendo un par de cobardes que ya no saben decirse las verdades, ni gritarse que no se quieren a la cara. Que éramos como dos heridos que ya no se podían curar juntos. Que nuestra cura era volar lejos, dejar de darnos la mano y sonreír recordando el pasado.

Forzar las cosas nunca sale bien, y tirar de la cuerda hasta romperla por completo tampoco. No supimos leer los carteles, ni hacer caso a las advertencias. Aquel sábado que no fui a dormir a casa, aquella discusión delante de nuestros amigos, aquellas vacaciones por separado y la desconfianza, los celos, y el precipicio entre los dos.

Perdimos los buenos momentos, el volcán de tocarnos y el placer de reírnos con las mismas cosas.

Di un trago al café solo, y la escuché.

-Tenemos que hablar.

Y fue el trago más amargo que he notado nunca en el paladar.