Mes: julio 2014

Ahora entiendo por qué a Bécquer le obsesionaban las pupilas.

Son las dos y media de la madrugada y hace horas que debería estar durmiendo. No es mi día, ni tampoco mi semana, o eso pienso desde que empezó el lunes a las siete de la mañana. Cansado, trastocado por una vida que a veces me decepciona más de lo que la gente cree, y con unas ojeras que no me hacen justicia. Podría parecer un muerto de hambre cualquiera si sólo me miras de pasada, muy lejos de la realidad. Lo cierto es que llevo la cartera llena y estoy dispuesto a dejarme medio sueldo en aquel sitio con tal de olvidarme un poco de tanta mierda, de las mentiras rutinarias, de la máscara que llevo a todas horas.

Nuestras miradas se cruzan en el pub durante unos segundos, yo la observo y ella a mí, y tengo miedo. Trago saliva y miro el vaso de whisky con hielo que sujeto en la mano. Ella tiene esos ojos que te empujan al abismo, unas pupilas que son como balas directas al corazón. Me ha revuelto el estómago y tengo náuseas, siempre me pasa con las mujeres como ella, aunque dudo que en este caso haya alguien como ella. Me bebo el resto del vaso de un trago y cuento hasta diez antes de seguir sus pasos. Sus ojos se me han quedado clavados, los tengo guardados en la retina, son de esos que no olvidas. Una mirada azul que es como un par de espadas que te penetran, que traspasan los pulmones y dan una estocada mortal. Tiene unos ojos que pueden enamorarte por sí solos, sin necesidad de que abra la boca, sin decir ni una palabra es capaz de transmitir mucho más que cualquiera con un largo discurso.

Sus tacones van haciendo ruido delante de mí y miro el ritmo con el que camina, el movimiento de su cadera, cómo ondea su pelo de manera victoriosa. Está tan segura de sí misma que yo me voy haciendo pequeño, que en cualquier momento podría desaparecer en el asfalto que va dejando con sus pasos. Puedo oler su perfume desde la distancia, y me doy cuenta que no he descubierto en ella todavía el fallo que me haga dejar de seguirla, que me haga recapacitar y volver al taburete de la barra. 

Se gira en la siguiente esquina y me mira con una sonrisa marcada en sus labios pintados de rojo. Casi puedo sentir que me tiemblan las piernas, que tengo un nudo en la garganta. Me pide fuego para un cigarro y le entrego el mechero, como si no quiere devolvérmelo, con tal de que me siga mirando así le daría la vida. Ella apenas habla, es más de actuar, de observar, de acariciar, y de besar, y yo me dejo hacer. Ni me doy cuenta de que acabamos en mi casa hasta que veo mi ropa en el suelo de la habitación y a ella sobre mí, a contraluz, dejándose llevar sin ningún tipo de pudor. Uno, dos, tres orgasmos cuento durante el resto de la noche, hasta que sale el sol.

Cerrar los ojos es la despedida, el último adiós, o quizá sólo el primero de muchos. Al despertar ella ya no está pero su perfume sigue allí, instalado en medio de mi habitación, en las sábanas, en mi cuerpo. Lo único que sé es que no voy a olvidar ese azul, que ahora la voy a buscar al cruzar cualquier calle, al doblar cualquier esquina, que volveré a beber whisky en aquel pub por si no era sólo una simple coincidencia.

Maldita sean sus pupilas, maldita ella, la mujer perfecta.

Los días muertos.

Los días se suceden con una rapidez espantosa, segundo tras segundo, minuto tras minuto, hora tras hora. El mundo avanza entre pacientes que mienten, gente que te necesita y personas que mueren. Entre besos perdidos, peleas sin sentido y amores dolidos.

El tiempo se resbala entre los dedos sin que pueda darme cuenta, sin ser capaz de llegar a ver que el día de ayer ya no va a volver. Sin aceptar que los lunes se borran del calendario y que Marzo ya no va a repetirse jamás. Sin ver que el invierno frío ha pasado y que el verano siempre me trata mal.

Sentirse vivo es ir muriendo y perderse a uno mismo está a la orden del día. El mar me devuelve la calma, parece que con el rumor de sus olas se está riendo en mi cara mientras veo la luna, mientras la noche se apaga para que se encienda el sol.

Te das cuenta de que ya no hay refugios que puedan parar los misiles, ni chalecos que vayan a salvarte de tantas balas.

Te das cuenta que los días que vives, cuando acaban son días muertos.