Mes: diciembre 2019

Los felices años 20.

Un año más que acaba y otro que empieza a bostezar para esperarnos al otro lado.

Los años veinte se preparan para recibirnos con sus mejores galas.

Los finales son tristes casi siempre, nos entra el sentimiento de añoranza de los momentos buenos, de los viajes, las risas, las nuevas experiencias, los nuevos miembros de la familia, los que ahora dejan huecos en las entrañas y las sillas.

Los finales también tienen esa capacidad de obligarnos a hacer balance, de mirar hacia atrás y desechar todo lo malo, quitarnos de encima algunos pesos muertos que nos quieren arrastrar y mantener atados. Piedras que nos hunden en las profundidades.

Yo creía que este año lo recibiríamos juntos, riéndonos mientras nadie se acaba las uvas a tiempo, mientras alguien llora de la risa sin poder darle un trago al champagne, mientras nos estampamos un beso en los labios tan fugaz como sereno.

Yo creía que este año habría magia el día de año nuevo, y dormiríamos en la misma cama, y apoyarías tus pies helados entre mis piernas, y buscarías el hueco de mi cuello como excusa para quedarnos bajo las mantas cinco minutos más, y así evitar la resaca y las voces de los demás.

Mirarte a los ojos, arder en llamas por dentro, volver a luchar por ti casi hasta la muerte, y que no haya sitio para las dudas, ni la niebla.

Siempre serás mi principio y mi fin.

Los finales nos encogen el corazón, en una maniobra casi suicida, para expandirlo por completo de nuevo.

Y volver a empezar.

Y que el final feliz llegue algún día.

Contigo nunca he tenido prisa.

Los fantasmas de la Navidad.

Otra vez.

Vuelve una semana llena de comidas y cenas, con más bebida de la que muchas relaciones personales son capaces de soportar, con más opiniones no pedidas sobre las vidas de los demás de las que nadie necesita. Con todo tipo de familiares señalando cambios en tu peso, preguntando sobre tu estado civil, nombrando a tu ex, cuestionando tu trabajo, tus estudios, tus decisiones.

La Navidad sólo es un punto señalado en rojo en el calendario porque se supone que todos debemos ser felices, solidarios y sonreír aunque no queramos al menos una vez al año; en caso contrario tan solo eres un ogro  que quiere arruinar las fiestas de los demás.

La Navidad también puede ser quedarse en el sofá y que nadie te moleste en un par de días, rodearte de libros, música y cerveza y no necesitarse más que a uno mismo.

La Navidad también puede ser trabajar para que otros no tengan que hacerlo.

La Navidad también puede ser mandarlo todo a la mierda e irte lejos.

O visitar el cementerio y renovar las flores porque hoy sí le echas de menos.

O mirar sus fotos porque ya no te queda nada más.

El fantasma de las Navidades pasadas ha venido a verme y me ha señalado cada una de mis equivocaciones, todos los errores que me han hecho llegar hasta aquí. Casi sonriendo me ha arrastrado hasta la silla, colocándome delante de un escritorio lleno de folios escritos, con frases tachadas, con todos los colores señalando las mismas palabras.

El fantasma de las Navidades presentes me ha señalado con el dedo, le he visto traspasarme el corazón con sus manos etéreas con la misma facilidad que lo atraviesan tus palabras. Me ha dado un pañuelo y una botella llena, y se ha esfumado.

El fantasma de las Navidades futuras ha hablado y su voz ha resonado con fuerza en las paredes y la reverberación ha hecho que su voz grave permaneciera un tiempo rodeándome:

Imagina que te atreves de verdad y todo sale bien.

He despertado en la cama sin entender nada.

Otra vez.

Regreso al futuro.

Hay silencio y palabras escritas pero ya nadie nos recuerda.

No existimos más que por el dolor que queda y nos adormece las manos.

No existimos más que por el nudo en el pecho y el tic en el ojo, y el rictus serio que se ha dibujado en nuestros rostros después de todo.

Tenía tan claro que llegaría el futuro contigo, tanto como quien tiene claro que el sol saldrá todas las mañanas aunque su corazón deje de latir un día, tanto como quien sabe que la sangre mancha el mantel y las camisas.

Pero siempre tiene que llegar la decepción para recordarnos que estamos vivos, para despertarnos todos los sentidos, para romper la cáscara y dejar que nos golpeemos contra el suelo.

Yo no hago más que pensar y viajan hasta mí:

Fechas.

Aromas.

Palabras.

Besos.

Lecturas.

Canciones.

Enfados.

Mentiras.

Perdones.

Abrazos.

Razones.

Y los libros con tu firma que tengo en la estantería.

Yo no hago más que contar mis errores cometidos, no hago más que recordar tu risa tibia una mañana cualquiera de invierno, lo frías que tienes siempre las manos, lo poco que te gusta escuchar los sermones de los demás y que no te puede faltar el café solo con el primer cigarro del día.

No hay consuelo ni tras la escarcha ni tras el fuego.

Ni en otros labios, sexos, ojos.

Ni en otras casas.

Por eso regreso siempre al futuro en el que nos tenemos, y tú te levantas siempre antes que yo para ducharte y me das un beso en la frente apenas consciente. El beso en la frente del que se preocupa siempre y cuida, y quiere proteger al otro de todo lo malo que hay en el mundo y fuera de él. Exactamente lo que yo pensé después de la primera botella de vino que compartimos solos.

Por eso, regreso siempre al futuro en el que nos tenemos y nunca más nos perdemos.

Y sonrío con la idea mientras me seco las lágrimas.

Las matemáticas del domingo.

Cuatro horas de sueño.

Tres cafés.

Una pizza.

Dos capítulos de una serie.

Una hora y media en el gimnasio.

Ciento dieciocho mensajes de Whatsapp.

Seis minutos cuarenta y dos segundos de Eyes Shut de Ólafur Arnalds.

Diez temas estudiados.

Veinte retuits.

Una foto en Instagram.

Compartir un par de noticias políticas en Facebook.

Una ducha.

Afeitarse.

Un par de personas que se preocupan por ti.

La estufa y una manta como única compañía.

Miles de pensamientos.

Un nudo en la garganta.

Decenas de lágrimas en los ojos.

Diez pañuelos arrugados y llenos de mocos.

Botella y media de agua.

Treinta y dos minutos escribiendo.

Ningún abrazo.

Cero besos.

Los días pueden reducirse a números.

Pura matemática.

 

Himnos de guerra.

Me mantenías cuerdo y ahora hablo solo.

Alzo la voz en una casa vacía con la esperanza de que alguien responda desde la cama o el salón.

No se escuchan ya los himnos de guerra que nos gustaban, no resuena la música que bailabas y tarareabas a medias, porque siempre había algo de vergüenza tras tu piel.

Y nunca conseguí que se fuera del todo.

Nunca conseguí tampoco que desapareciera por completo el miedo de tus huesos, a pesar de que fui sin armas desde el primer momento, a pesar de que dejé que lo comprobaras un día tras otro hasta el último instante.

Me vacié, vomité mis verdades después de cada trago.

Lloramos juntos por motivos diferentes.

Nos abrazamos muchas veces con el nudo en la garganta, y nos dimos algunos besos que hicieron más daño que los silencios que vinieron después.

Nos despedimos tanto para luego volver a abrazarnos como si nos hubiéramos encontrado después de creer habernos perdido para siempre.

Dicen que el mundo se derrite pero aquí no deja nunca de hacer frío, y hasta dudo de estar vivo.

Asiento en silencio a las conversaciones, miro al rostro y sonrío en las pausas para parecer centrado y atento. Todos tenemos nuestros trucos.

No puedo pensar en nada.

Sólo dejo que los ecos del piano del vecino me resuenen por dentro y se mezclen con algunas frases tuyas que me anemizan poco a poco.

Me consumo pensando tanto, sin ser capaz de salir, de ver un poco de luz, de ser consciente de que hay un camino que se abre y que estará esperándome. Me he quedado en el laberinto, con miedo del Fauno, y sin saber volver.

Supongo que para otros no es tan difícil, que duele un tiempo, que se olvida y se continúa.

Sin embargo, yo tengo el ancla amarrada a los pies y miro la superficie sin poder respirar.

Si pudiera volver atrás, si pudiera de verdad cambiar las cosas, creo que no lo haría.

No lo cambiaría porque este dolor, esta tristeza firme, esta esperanza perdida, significa que todo ha sido verdad, que en algún momento de la existencia de este mundo inútil tú y yo fuimos.

Y existimos juntos.

El café y la utopía.

¿A quién no se le atraganta la vida un domingo por la tarde?

Creo que sucede porque se agolpa todo en la garganta: la soledad, la rutina, la tristeza infinita de la distancia y los cigarros del sábado noche.

El fin de semana nos tritura del mismo modo que el último amor, convirtiéndonos en seres de usar y tirar.

El lunes acaba llamando un par de veces a la puerta y tienes que abrirle por obligación, y dejar de sentir y volver a fingir.

Vuelves a ponerte la máscara, con un intento de sonrisa, y tratas de borrar las bolsas bajo los ojos culpa de las lágrimas que han inundado tus sábanas. No hay respuesta a las preguntas que me lanzan, ni verdades.

Tengo que volver a ocultar la realidad y seguir con los hombros hacia adelante, como si nada.

Creía que no volvería a casa solo más, creía que cambiaríamos juntos, creía que no pelearíamos, que leeríamos libros distintos desde cada lado del sofá, que acabaríamos con las existencias de queso y vino de las tiendas del barrio, que me robarías la manta en la cama desde septiembre a mayo, que nunca sabríamos qué películas ver juntos, que podríamos reír hasta en medio de un atasco, que nos mojaríamos con los charcos cuando asomara la lluvia.

Creía en utopías.

Creí hasta en mentiras que no tenías necesidad de decirme en voz alta mientras me mirabas a los ojos.

Y repetí el error, metido de pleno en esta ceguera que es el estar enamorado.

Confieso con sinceridad que esperaba que fueras capaz de hacer las cosas bien esta vez, que si yo siempre había sido claro tú te verías obligada a serlo en algún momento, que te atreverías, que tendrías la valentía y la necesidad de hablarme de verdad, que podrías sacar de tu cabeza todo lo que te atormenta y yo te daría como siempre tiempo y espacio.

Pero no puedes, y ahora estoy casi convencido de que nunca podrás.

Algunos no sabemos vivir con verdades a medias, conociendo sólo retales de la vida de la persona a quien queremos.

Algunos preferimos la sinceridad aunque nos duela, preferimos afrontar la vida aunque nos hiera.

Con aquel último café dejé de confiar en ti y en tu boca.

Y ahora ya no me bebo tus palabras.