Un año más que acaba y otro que empieza a bostezar para esperarnos al otro lado.
Los años veinte se preparan para recibirnos con sus mejores galas.
Los finales son tristes casi siempre, nos entra el sentimiento de añoranza de los momentos buenos, de los viajes, las risas, las nuevas experiencias, los nuevos miembros de la familia, los que ahora dejan huecos en las entrañas y las sillas.
Los finales también tienen esa capacidad de obligarnos a hacer balance, de mirar hacia atrás y desechar todo lo malo, quitarnos de encima algunos pesos muertos que nos quieren arrastrar y mantener atados. Piedras que nos hunden en las profundidades.
Yo creía que este año lo recibiríamos juntos, riéndonos mientras nadie se acaba las uvas a tiempo, mientras alguien llora de la risa sin poder darle un trago al champagne, mientras nos estampamos un beso en los labios tan fugaz como sereno.
Yo creía que este año habría magia el día de año nuevo, y dormiríamos en la misma cama, y apoyarías tus pies helados entre mis piernas, y buscarías el hueco de mi cuello como excusa para quedarnos bajo las mantas cinco minutos más, y así evitar la resaca y las voces de los demás.
Mirarte a los ojos, arder en llamas por dentro, volver a luchar por ti casi hasta la muerte, y que no haya sitio para las dudas, ni la niebla.
Siempre serás mi principio y mi fin.
Los finales nos encogen el corazón, en una maniobra casi suicida, para expandirlo por completo de nuevo.
Y volver a empezar.
Y que el final feliz llegue algún día.
Contigo nunca he tenido prisa.