Mes: marzo 2018

Santos modernos.

Brindamos con vino que ya ni es la sangre de nadie ni está bendito.

Bailamos al ritmo de algo más que cornetas y tambores.

Y las únicas cruces en las que creemos son en las que marcan las facturas que quedan por pagar en el calendario que cuelga de la cocina según avanza el mes.

Para lo único que me gusta ir a la Iglesia es para ver las vidrieras, los arcos y los retablos que adornan sus altares.

Para lo único que me sirve la religión es para aborrecer a los que la defienden sin limpiarse las gafas. No confío en los que van a misa los domingos pero tienen las manos llenas de sangre, en los que dan limosna para limpiar su conciencia, en los que levantan un paso en Viernes Santo y menosprecian a su mujer cada día al llegar a casa.

La religión da la oportunidad de perdonar sin arrepentimiento, de seguir pecando mientras vayas de vez en cuando al confesionario. Dicen que un señor multiplicó los panes y los peces, que resucitó a los tres días, que murió por nosotros sin que se lo hubiéramos pedido, que hizo que surgieran lenguas de fuego, que enfadó a los mercaderes en el templo.

Y a mí todo me sigue importando poco.

La historia explica que algunas cruces sólo han servido de excusa para causar dolor, perseguir ideas diferentes y obtener la redención.

Ahora todo ha cambiado.

Ahora somos santos modernos, que ven borroso el amanecer todos los sábados y se encierran en su habitación cuando una nube cruza el cielo y oculta las escasas sonrisas que somos capaces de acumular tras las ventanas.

La felicidad es tan efímera, a estas alturas de la vida, que se acaba cuando se vacía el vaso de cerveza fría y la música deja de sonar.

La única religión que me sirve es esa en la que comulgamos al mismo tiempo cogiéndonos de la mano, en la que separamos las aguas sólo con la lengua, en la que mentir para salir ganando no es una carta a los Corintios.

El único perdón que necesito es el tuyo antes de darte un beso.

La única palabra en la que confío es en la que tú dices cuando me miras a los ojos.

El único milagro en el que creo es en el de tenerte en mi cama.

Mi único pecado, el de no querer a nadie que no seas tú.

 

Oniria, Insomnia y lo imposible.

El péndulo de Foucault continúa girando, demostrando la rotación del planeta desde 1851, y yo llevo prácticamente el mismo tiempo demostrando que soy un idiota. Algunos se dedican a cosas importantes durante su existencia, otros simplemente a lamentarnos por todos los errores que vamos sumando a nuestras espaldas.

Lo malo de darse cuenta de ciertas cosas es que sabes cuándo vas a equivocarte mucho antes de que suceda. Suelo ver con anterioridad que voy a meter la mata, que voy a quedarme colgando de un hilo, que va a darme un vuelco el corazón pero acabo dejando que las cosas sucedan sin modificarlas. Me pasó igual contigo, sabía que me metía en la boca del loco sin linterna, tenía claro que el suelo comenzaría a desmoronarse bajo mis pies en algún momento y en lugar de huir me quedé quieto, esperándote siempre.

Decidí, contra todo pronóstico y sentido común, elegirte por encima de las circunstancias y de mí mismo. Te convertí en el eje en torno al cual todo giraba y se movía alrededor, tratando de mantener un extraño equilibrio universal que me ha dejado sin fuerzas, sin aire, y con miedo.

Con mucho miedo.

Vivo siempre en este mundo entre la vigilia y el sueño, entre la realidad que me golpea hasta arrancarme los dientes y la ficción en la que te abrazo cada noche. Quizá somos como Oniria e Insomnia, un mismo ser en otra vida.

Pero no en esta.

Quizá es hora de que borre estos absurdos deseos, este anhelo que crece cada vez que me cruzo con tus labios.

Quizá tú y yo juntos somos sólo una quimera y ya es hora de que me pellizque, de que encienda la luz y deje de creer que somos posibles.

Se me están llenando los ojos de escarcha ahora que ha comenzado la primavera, y tengo los huesos hechos de cristales de hielo que hacen que todo duela.

Voy perdiendo el equilibrio sobre esta cuerda floja en la que vivo, y no sé si se romperá pronto o yo caeré antes. Sólo sé que abajo no me espera ningún colchón para amortiguar el golpe, ni ningún equipo de emergencias para reanimarme cuando mi corazón decida pararse y comenzar a borrar tu nombre.

Todavía estás a tiempo de salvarte.

Para eso nunca es tarde, te lo digo siempre pero no quieres escucharme.

Sigo descalzo, sujetando la puerta para que entres y me abraces.

Oveja negra.

Puedo seguir engañándome a mí mismo pensando que un día las cosas se darán la vuelta, que el mundo al revés llegará y yo seré capaz de sonreír. O puedo aceptar que la vida real es mucho más cruel que las historias de amor con las que hemos crecido.

La culpa es siempre de las expectativas, de creer que el amor real y perfecto llega para todos, la idea de que todos podemos ser felices cuando no siempre es así. Tampoco está mal respirar con la libertad que da el hecho de saber que no vas a llegar a donde debes porque no eres como los demás, porque eres esa oveja descarriada del rebaño, esa oveja que no hace caso del pastor ni de su perro guardián.

Yo no estoy dispuesto a bailar con unos zapatos que me aprieten, ni a ponerme una corbata que me haga querer que lleguen sobres a mis bolsillos, ni a sentirme encorsetado por una sociedad que valora más las apariencias que lo que guardamos entre músculos, tendones y temores.

No quiero volver a deshacerme por quien no va a deshacerse del mismo modo por mí, ni a sufrir sin recompensa, ni a esperar durante toda la eternidad mientras me voy difuminando con el paso del tiempo, mientras desaparezco para no desdibujarte a ti.

En la vida todo es fácil y difícil al mismo tiempo según las ganas que tengamos, según lo interesados que estemos en conseguir algo, según lo dispuestos que estemos en llegar a nuestro objetivo. Toda decisión es un balance entre riesgo y beneficio, y algunas veces asumimos que algo no vale la pena lo suficiente como para plantar cara y dar el paso.

Sigo escribiendo sobre ti, sobre el dolor, quizá porque las musas a lo largo de la historia sólo han surgido de la tristeza, de la impotencia, de la rabia, de la nostalgia que traen los buenos recuerdos.

Ahora estoy solo observando este páramo extraño que me habita por dentro, y me pregunto:

¿Y si soy la oveja negra?

Como una mancha de café sobre un viejo tapete olvidado en una casa cerrada que huele a humedad, como un poco de tinta que cae sobre una partitura manuscrita y no se distingue de una corchea.

¿Y si soy el gato negro?

Condenado a ser un incomprendido, a soportarme sin ayuda, a vivir en los tejados mientras observo a los demás sonriendo tras las ventanas.

Y, como siempre, prefiero tragar saliva, no contestarme y escuchar el silencio.

 

Ser nada.

Hoy he soñado que caía al vacío y nunca acababa, tenía un nudo en el estómago constantemente que no me dejaba respirar ni gritar. Los ojos abiertos buscando un punto de anclaje que no encuentro.

Me he despertado con la sensación de recibir un golpe con maza en el pecho, mirando al techo en la oscuridad de una habitación que me asfixia, sin ser capaz de buscar un poco de oxígeno en el espacio.

Hay quien se acostumbra a los contratiempos pero no es mi caso. Cada cierto tiempo el puente de madera sobre el que camino se desvanece y tengo que correr hacia atrás para poder volver a empezar cuando se reconstruye.

Y el cuento nunca cambia.

Ahora estoy jugando a no ser, existir simplemente mientras dejo que me crezcan cristales en las tripas y van desgarrándome poco a poco. Sin ser capaz de plantar cara, sin tener recursos suficientes como para sacarlos uno a uno e intentar que no se infecten las heridas.

Abrir los ojos sin tener nombre, ni rostro.

Estar vacío de sentimientos y de ideas.

Dedicarme a deambular por la existencia sin ninguna meta final ni objetivo concreto.

Ser como una roca en la costa que sólo deja que la golpeen las olas del mar.

Un crucifijo de piedra perdido en la montaña.

Una espina que se enquista.

Una mota de polvo que se mece con el viento.

Una raíz muerta en medio de la senda.

El esqueleto de un nido en la rama de un árbol.

Estoy todavía acostumbrándome a la luz blanca y cegadora de este vacío en el que trato de ser nada.

Sigo cayendo en picado, como en el sueño, pero ahora tengo los ojos abiertos.

Podría ser peor, podría estar vivo.

Autodestrucción.

Un día todo se va a la mierda sin saber muy bien cómo has llegado hasta ahí. Te despiertas de madrugada con el corazón a punto de salir por tu garganta y un temblor frenético te hace ser consciente de la mentira en las que has estado metido. Te preguntas sin poder parar cómo has permitido que alguien se adueñe de ti sin darte cuenta, cómo has conseguido reducirte al mínimo y quedarte escondido en un rincón mientras los demás siguen caminando. Te preguntas cómo estás dispuesto a darlo todo por quien no es capaz de mirarte a los ojos para despedirse de una vez por todas.

Me siento un turista en mi propia vida, como si siempre estuviera de paso, como si nunca acabara de encontrar un lugar en el que cerrar los ojos y sentirme tranquilo conmigo mismo, como si estuviera condenado a no tener a nadie que quiera acurrucarse contra mí en una noche de viento.

Las ojeras me responden con dureza en el espejo y tengo que ocultarme tras las gafas con excusas que empiezan a acabarse, tengo que esconderme para no decir una verdad que me consume desde dentro como el fuego griego consumía las flotas en el mar.

Sin ganas ni posibilidades de luchar más, me doy por rendido y por perdido.

Ahora me gustaría conseguir que los recuerdos no me deshicieran, como si estuviera hecho completamente de cera, cada vez que aparecen en mi mente.

Ahora me gustaría ser de piedra y no sentir, ni respirar, ni tener que luchar entre las olas por una bocanada de aire que parece que nunca llega a mis pulmones.

Ahora me gustaría cerrar los ojos y despertar curado, sin sentir un vacío que aprieta hasta obligarme al llanto cuando se van los focos y acabo mi función delante de los demás.

Si al final sólo he sido una pérdida de tiempo, un entretenimiento cuando no había nada mejor que hacer, una opción para alejar un rato esa sensación de incomprensión y soledad que se aferra siempre al cuello y tira hacia el suelo.

A las oportunidades les pasa como a los muertos, que no vuelven una vez se van, que desaparecen para siempre.

No me hacías falta para destruirme, siempre he sabido hacerlo muy bien solo. La única diferencia es que así todo duele más.

No sé, quizá ayer te abracé por última vez.

Sacrificio.

La gente dice que hay que sacrificarse por amor y la verdad es que no lo entiendo. Para mí nada que suponga un esfuerzo se parece a querer a alguien, porque querer es algo sencillo, que simplemente surge, aparece de la nada y muchas veces se va sin saber ni cómo ni por qué.

Un día te enamoras y al cabo del tiempo esa sensación ha desaparecido de tu interior sin dejar rastro. Yo recuerdo hacer promesas de amor eterno que se han desvanecido de manera absoluta y entonces me pregunto si hablamos demasiado pronto, si nos decimos las cosas cuando sólo son las hormonas las que están alterándolo todo.

Las hormonas y el sexo.

Culpables de casi todas nuestras malas decisiones.

Yo también pensé que algunas personas se quedarían conmigo para siempre y que yo las querría siempre junto a mí, y ahora me doy cuenta de que no ha sido así. Pasé noches de San Juan entrelazando mis dedos junto a la orilla de una playa desierta, me asfixié a besos en una cama en pleno Agosto, me cuidaron cuando la fiebre se apoderaba de mí, fui lo más importante para alguien durante años.

Y ahora nada.

He ido dejando amores a mis espaldas como quien deja cadáveres, he hecho más daño del que me han hecho a mí.

Hasta que me topé contigo.

Recuerdo que hace un tiempo había cosas que me costaba hacer aunque estuviera enamorado, también recuerdo que yo quería ser el centro. En el fondo, algunas personas usan el amor sólo para satisfacer su propio ego, sólo para sentirse queridos e importantes.

Yo también caí en eso.

Hasta que me topé contigo y convertiste todo lo demás en algo secundario. Te convertiste en el centro de mi extraño sistema solar, en la directora de esta orquesta de órganos y sistemas, en quien rompe mis cadenas.

Hace ya un tiempo que tengo claro que cualquier cosa que te tenga como destino final nunca me costará más de lo que me cuesta cerrar los ojos después de darte un beso y saber que aún tenemos un mañana que vivir.

La gente dice que hay que sacrificarse por amor y la verdad es que no lo entiendo, porque ahora te miro y tengo claro que haría como Drácula, que cruzaría océanos de tiempo para volver a encontrarte, que esperaría a que llegara a septiembre para que me aprobaras nuestra asignatura pendiente, que jugaría a ser espía en medio de la Guerra Fría sólo para toparme contigo al otro lado del muro.

[Luego imagino tu cara de indiferencia al leer esto y se me encoge el pecho y me cuesta tragar saliva. Y lo llena todo un doloroso silencio.]

Cómo construir una casa.

¿Qué estás haciendo por tu vida?

Además de subsistir, digo.

Además de seguir la corriente y no pensar demasiado en lo que realmente quieres porque hacerlo supone un esfuerzo, un esfuerzo que acaba haciendo que te des cuenta de la realidad en la que te mueves. El hoy que habitas probablemente dista mucho de lo que imaginabas que sería tu futuro.

Pero cambiar está en nuestras manos.

Cambiarlo todo.

Necesariamente los cambios radicales no tienen por qué ser rápidos, uno puede ir haciendo con su vida lo mismo que hace el agua con la roca, ir moldeándola con el paso del tiempo.

Para acabar fluyendo sin obstáculos.

Aunque muchas veces parece imposible, aunque muchos días no hay manera de quitarse las telarañas del pecho, ni la oscuridad de la mirada. En ocasiones, sólo hay que abrir una rendija para poder respirar y vaciarse por dentro; otras es tan sencillo como permitir que alguien te coja de la mano y te lance hacia delante.

Supongo que todo sería más sencillo si nos dejáramos ayudar en lugar de querer afrontarlo todo solos.

Supongo que estaríamos más tranquilos si aún pudiéramos mirarnos a los ojos cada vez que lo necesitáramos.

Supongo que todo sería mejor sin necesidad de darle demasiadas vueltas a la cabeza.

Yo le pongo parches a la mayoría de las cosas pero no sé solucionar mis problemas de raíz, y creo que a ti te pasa algo parecido. Pero no sé, cuando estoy contigo se me olvida durante un tiempo si seguimos en el Holoceno o si Stephen Hawking estará ya comprobando sus teorías entre agujeros negros. Tampoco soy consciente del movimiento de traslación de la Tierra, de la explotación infantil en talleres clandestinos, de la respiración agónica de algún paciente en la Unidad de Cuidados Intensivos de un hospital terciario.

Lo olvido todo contigo.

Hasta quién soy.

Hasta qué somos tú y yo.

Hasta cómo construir una casa junto a ti.

 

 

Los domingos siempre son tristes.

Los domingos siempre son tristes, tienen ese aire arrastrado de pesadez en los párpados y en el corazón que hace sentir Galeano cada vez que le lees.

Los domingos siempre abres los ojos y te falta alguien al lado o en la mesa, y no sabes cómo afrontarlo.

No estamos preparados para todo aunque lo intentemos con ahínco, no estamos preparados aunque tratemos de convencernos de lo contrario.

Al final, a mí me importa poco que afuera las calles estén llenas de luces de colores y de las risas de la gente, porque de puertas para adentro sigo teñido de un gris pegajoso que nunca consigo limpiarme del todo, como ese líquido negro que se quedó viviendo en las costas durante demasiado tiempo.

Los domingos siempre son tristes pero mantienes la sonrisa a flote sin saber muy bien cómo, intentando pasar desapercibido en un mundo que no quiere fijarse en el dolor de los demás más de dos segundos, en un mundo en el que si pides ayuda lo fácil es mirar hacia otro lado. Hemos convertido la soledad en sociedad en algo normalizado.

No hay un segundo que sienta consuelo, aunque haya música de fondo y manos que me acaricien la nuca, y siempre se refleja la búsqueda constante en mi mirada, el sentimiento de culpa sin perdón y la necesidad de estar contigo.

Apunto al objetivo sin balas que disparar, sin ningún tipo de suerte.

Habito cuartos vacíos de recuerdos y de voces conocidas.

Sueño con imposibles en realidades paralelas.

He vuelto a cortarme la yemas de los dedos pasando las páginas que hablan de nosotros.

Suspiro porque ya no puedo gritar con fuerza.

Nunca estoy en la torre de control dirigiendo mis aterrizajes y despegues.

Está todo sembrado de dolor que ya no puedo disfrazar.

Los domingos siempre son tristes pero hay una pequeña luz y me sigue guiando hasta a ti.

¿Por qué nunca se apaga?

Algunos periodistas sin corazón.

Carroñeros, depredadores ante la desgracia ajena, que huelen la sangre y se abalanzan sobre los restos para repartirse la carne. La aversión que siento cuando veo a los medios regodeándose en la desgracia de las familias se sale de cualquier escala de medición conocida, estoy seguro. No es nada nuevo lo de la poca ética de según qué personas pero siempre me sorprende porque no hay techo, el límite avanza hasta caer por el acantilado.

Los terremotos de información también dejan muertos. Padres, hermanos, amigos, abuelos, que tienen que soportar ver su intimidad expuesta en las pantallas como si no fuera suficiente con pasar por un hecho traumático que te cambia la vida por completo, que te deja frágil y sin consuelo para el resto de los años que te queden en este puto mundo. La jauría ladra, muerde, araña con fuerza y ataca sin piedad y sin control, porque como siempre los efectos colaterales no se valoran lo suficiente.

Tenemos claro que sufre el que se queda, el que tiene que sobrevivir al día a día con la ausencia, con un agujero en las entrañas que no se puede llenar.

Me parece lamentable que se den a conocer detalles pormenorizados de un padre, una madre y sus relaciones, de sus trabajos, de sus compañías, de sus abuelos, tíos y primos, de sus problemas, de sus costumbres. Como si fuera necesario, como si necesitáramos conocer la vida privada de una familia recién golpeada por el dolor. Como si fuéramos alguien para juzgar la vida de otros sin habernos lavado las manos y la boca antes. Como si la opinión pública necesitara para su desarrollo normal datos que sólo atañen al ámbito judicial y a quienes están inmersos en la instrucción del caso.

Y siento náuseas, de pensar que hay buitres observando datos de audiencia, refrescando las estadísticas de una página web, viendo subir el número de retuits o de posts compartidos.

Siento asco por una parte del mundo periodístico que no tiene corazón y también rabia porque nunca se aprende, nunca deja de sacarse tajada de este tipo de crímenes y al final todo se trata del mismo modo sensacionalista sin importar que te llames Miriam, Toñi, Desiré, Marta del Castillo, Ruth y José, Diana Quer o Gabriel.

Siento repulsión al ver que todos nos creemos jueces, abogados, criminólogos y policías, y echamos por la borda la labor de quienes ponen todo su esfuerzo y medios en trabajar de la mejor forma posible ante la presión que supone un caso como este.

Siento impotencia por ver cómo se trata la muerte de un pobre niño de ocho años, porque a estas horas habrá muchos otros viendo la televisión con sus abuelos/padres/tías/tíos/hermanos/hermanas/cuidadores, aprendiendo a diferenciar lo que está mal y lo que está bien.

Ojalá alguien les enseñe a respetar la privacidad, el dolor de los otros y a no usar la desgracia del prójimo en beneficio propio.

Dioses y monstruos.

Hace tiempo que no hay luz, que todo parece un mar oscuro en el que me es imposible guiarme y saber el rumbo que llevo.

Hace tiempo que sólo hay cientos de relojes colgando en mi pared marcando la hora y que el sonido del segundero me taladra una a una las neuronas.

Hace tiempo que los dioses se han ido para dejar el control a los monstruos.

Vivo metido en el Día de la Marmota y nada pasa, ni cambia, ni consigue sacarme una sonrisa verdadera, es difícil cuando llevas la máscara de Pantaleón a todas horas y eres incapaz de mostrarte tal cual eres. Las veces que he conseguido deshacerme de ella me han roto en pequeños cristales, las veces que me he atrevido a tender la mano y a querer dar un paso al frente me han apartado de su vida como si no valiera nada.

Y esa es la sensación final.

Que no soy suficiente.

Porque realmente no lo soy. Cómo voy a serlo si muchas veces no me preparo la cena, y la mayoría de días no separo la ropa negra de la blanca al poner la lavadora. Cómo voy a serlo si no soy capaz de cerrar los ojos antes de las tres de la mañana, ni puedo evitar ver otro capítulo más aunque llegue tarde a algún sitio.

No valgo la pena, de lo contrario estaría haciendo algo mejor que escribir otro texto lacrimógeno un domingo por la tarde.

Me echo de menos, echo de menos esa parte de mí que alguna vez no ha estado rota y era capaz de ver más allá de los días de nubes y lluvia fuerte. Echo de menos tener ganas, ganas de que pasen los días para poder verte, ganas de besarte, abrazarte y dormir contigo. Ganas de mirar por la ventana, leer una página más de un libro, volver a escuchar una canción. Ganas de planear viajes, pensar en el futuro.

Nunca tengo muy claro si voy a ser capaz de reconciliarme, de mantenerme firme, de mirarme al espejo y a los ojos perdiendo el miedo, pidiéndome perdón por malgastar mis días lamentándome por no estar junto a ti.

Y aquí estoy, restando días a la vida y sigo sin quererme.