A rastras.

Algunos días me acompaña la pena de no tener tiempo para nada. Me arrastro por el mundo, como el resto de mortales, después de que suene el despertador hasta el café, y sigo arrastrándome también mientras llego al trabajo, e incluso durante el trabajo. Y así hasta que llego a casa también arrastrándome, en una especie de bucle eterno e infinito que me obliga a plantearme para qué me he esforzado tanto si después apenas tengo vida para disfrutarla.

Es tal la incongruencia que cuando tomas un momento y te detienes a pensarlo te da tremendo golpe en la mandíbula, de esos tan potentes que consiguen provocarte algunas náuseas.

¿Hemos malgastado nuestra adolescencia para conseguir un trabajo que nos permita vivir bien? Para demostrarles a nuestros padres que su esfuerzo y dedicación valió la pena.

Y después de todo descubres que vivir bien es otra cosa. Vivir bien tal vez se reduzca a no sentir dolor precordial cada tarde, o a poder disfrutar de un fin de semana completo sin tener un mensaje relacionado con tu actividad laboral.

Vivir bien puede ser simplemente disfrutar de una cerveza mientras observas el bullicio de la plaza, o quizá salir a caminar, o tal vez poder leer un poco en casa o mirar un cuadro, o besarla sin pensar en qué hora marcará el reloj.

Por ahora, mientras medito sobre el asunto, voy a arrastrarme hasta la siguiente hora.

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