Categoría: Relatos

Balas con su nombre.

Una bala atravesando la sien como despedida y, de fondo, la niebla junto al río en una noche eterna. Escucha sus pasos golpeando la tierra y su corazón dentro del pecho y en los oídos.

Pum, pum, pum.

Va más rápido de lo normal. Mucho más. La garganta le quema y apenas puede seguir cogiendo aire por la boca mientras su cuerpo comienza a sudar a pesar del frío. Sabe que van tras él, pero no quiere perder tiempo mirando hacia atrás para evaluar la distancia que lleva de ventaja. No tiene ni idea de qué hacer siendo consciente de que en algún momento agotará sus fuerzas y necesitará parar.

La próxima bala lleva su nombre. Y lo sabe.

Si pudiera llorar tiene claro que las lágrimas resbalarían por sus mejillas igual que las gotas de los vasos que deja secando en el fregadero. Su cerebro intenta procesar lo que ha pasado y cómo ha llegado a ese punto, en qué momento su vida dio un bandazo y acabó metido en el fango y con serios problemas. A veces la gente equivocada se cruza en tu camino y no puedes esquivarla, lo mismo pasa con los disparos.

Continua corriendo, como si supiera hacerlo, como si pudiera aguantar horas y horas adelantando un pie tras otro. Teme que otra bala rasgue la noche y se encuentre con su carne, y teme no poder pedir ayuda a tiempo.

A aquellas horas la ciudad está dormida y no se ha cruzado con nadie en medio de la arteria verde que atraviesa la capital hasta llegar al mar. Supone que el miedo es normal, pero a pesar de estar completamente aterrado su cuerpo no deja de pedirle que continúe corriendo, algún instinto que no había conocido hasta ahora le insta a sobrevivir.

Sin saber muy bien dónde está vislumbra una salida por la parte izquierda del camino, y al lado derecho las vallas que rodean el campo de béisbol de la ciudad. A pesar de la pendiente que asciende por la parte izquierda, decide arriesgarse y tratar de obtener ventaja al salir a la luz.

Si hay gente no se atreverán a hacerme nada.

Y aunque sabe de sobra que es sólo una solución temporal, de momento, le es suficiente. Seguir vivo una noche más le parece el mejor plan. Sube la cuesta saliendo a la calle, reconoce el terreno, decide cruzar los carriles por los que a plena luz del día circulan decenas de coches y autobuses, y meterse en el barrio. La calle Alta ya empieza a estar llena de grupos de gente, cualquier día de la semana encuentras a turistas y otros no tanto molestando a los pocos vecinos que han sobrevivido a la vorágine de los pisos turísticos bajo el beneplácito de los políticos de turno.

Hace un par de quiebros y gira por algunas esquinas antes de comprobar si todavía siguen tras él. No ve a nadie, solo a algunos grupos de chavales con vasos de litro repletos de bebida riendo y gritando.

Un taxi se detiene a escasos metros, caído como una bendición. Se apresura y corre hacia él, esperando a que bajen sus ocupantes para subir casi de inmediato e indicarle al taxista que le lleve a un hotel en la otra punta de la ciudad.

Roderic todavía no lo sabe pero su vida está a punto de cambiar para siempre. Igual que la primera vez que leyó el Tirant Lo Blanc.

Espectadores.

Hoy me han tocado todas las teclas y yo sigo sin saber tocar el piano. Lo cierto es que vuelvo a casa descompuesto por las noticias y los pesares de otros, de gente de aquí y de allá, de conocidos y desconocidos; yo no sabía muy bien cómo sentirme y tampoco tenía mucha idea de qué debía decir o hacer.

Sólo pienso que estamos en un momento catastrófico a nivel social, cultural, en global. Es como si todo, poco a poco, y de manera irremediable se fuera al garete sin que seamos capaces de ponerle freno. Tenemos cada día los pulmones más grises y el alma empañada, el termómetro se dispara y se secan los ríos, las redes sociales son una espiral cada vez más tóxica y sin sentido.

Y la rueda sigue.

Nuestra vida no cambia en absoluto, aunque haya guerras más allá de las fronteras e incontables muertes que ya no nos pesan ni en la conciencia, ni en ninguna parte.

Para esto hemos quedado.

Para ser espectadores de la decadencia absoluta, para aplaudir de lejos a quienes nos dan la razón.

Menos mal que mientras el mundo se desvanece todavía puedo llegar a casa, darle al tocadiscos y dejar que gire algún vinilo, de músicos que no conozco,que compré en Head Sounds Records mientras paseaba por Brooklyn.

A rastras.

Algunos días me acompaña la pena de no tener tiempo para nada. Me arrastro por el mundo, como el resto de mortales, después de que suene el despertador hasta el café, y sigo arrastrándome también mientras llego al trabajo, e incluso durante el trabajo. Y así hasta que llego a casa también arrastrándome, en una especie de bucle eterno e infinito que me obliga a plantearme para qué me he esforzado tanto si después apenas tengo vida para disfrutarla.

Es tal la incongruencia que cuando tomas un momento y te detienes a pensarlo te da tremendo golpe en la mandíbula, de esos tan potentes que consiguen provocarte algunas náuseas.

¿Hemos malgastado nuestra adolescencia para conseguir un trabajo que nos permita vivir bien? Para demostrarles a nuestros padres que su esfuerzo y dedicación valió la pena.

Y después de todo descubres que vivir bien es otra cosa. Vivir bien tal vez se reduzca a no sentir dolor precordial cada tarde, o a poder disfrutar de un fin de semana completo sin tener un mensaje relacionado con tu actividad laboral.

Vivir bien puede ser simplemente disfrutar de una cerveza mientras observas el bullicio de la plaza, o quizá salir a caminar, o tal vez poder leer un poco en casa o mirar un cuadro, o besarla sin pensar en qué hora marcará el reloj.

Por ahora, mientras medito sobre el asunto, voy a arrastrarme hasta la siguiente hora.

La última vez.

Supongo que llega un momento en la vida en el que uno empieza a plantearse que llegan las últimas veces de las cosas, y es complicado asimilarlo.

Llegarán todas las últimas veces.

La última vez que te vestirás para salir del fiesta.

La última vez que irás a una boda.

La última vez que irás al trabajo.

La última vez que conducirás.

La última vez que viajarás en avión.

La última vez que comerás con todo tus dientes.

La última vez que irás al cementerio.

La última vez que verás un atardecer desde la casa del pueblo.

La última vez que recibirás un beso.

La última vez que olerás el mar.

La última vez que mirarás a un gato callejero.

La última vez que sabrás distinguir una flor.

La última vez que verás a tu madre.

La última vez que verás a tus hijos.

La última vez que tomarás aire.

La última vez que dirás te quiero.

La última vez que sonreirás de verdad.

La última vez que escucharás a Mahler.

La última vez que recordarás tu nombre.

Llegarán todas y cada una de ellas, y es complicado decir algunas en voz alta.

Nunca sabemos cuándo será la última vez de nada, pero veo a diario tantos finales, tanta gente que no ha podido despedirse ni decir adiós que sólo pienso en no equivocarme y elegir bien las despedidas por si la tierra me llega antes de tiempo.

El Apocalipsis o no.

Vivimos tiempos inciertos, de exasperación y gritos, y dolor en el pecho.

Vivimos sobre el alambre de un mundo que busca la llegada del Apocalipsis.

Todo lo conocido está yéndose por el retrete: la dignidad, el hielo de los polos, y las relaciones de verdad. Y la gente va encogiéndose de hombros y agachando la cabeza, siendo cada vez más pequeños, diminutos, ante la opresión, el poder, el dinero.

Vivimos en un mundo que va dejando todo atrás sin mirar, un mundo en el que los remordimientos duran lo que tarda en refrescarse la pantalla de teléfono, un mundo en el que las diez plagas comienzan a extenderse de nuevo como un aviso.

Quizá un castigo.

Y aquí seguimos levantándonos cada día, luchando contra las inclemencias de la vida, mirando el clima y el bolsillo con desconcierto.

Seguimos luchando conscientes de que respirar debería ser más sencillo.

Funcionamos casi por inercia en una sociedad insensible, robotizada, de la mano de una tecnología que nos abruma, exprime y oprime.

Caminamos por ciudades grises, ruidosas, y hostiles; con el ceño fruncido y los puños apretados en los bolsillos.

La amenaza del fin del mundo lleva entre nosotros desde el inicio de los tiempos, como el ángel caído, para generar caos y desconcierto, intoxicando los discursos y las almas.

Y parece que todo se solucionaría echando el freno, bajando del coche, mirando el paisaje, respirando hondo y pensando.

En el futuro mirando al pasado, o al revés.

O quizá no, puede que todo se reduzca a dejar que llegue el estallido, la explosión del último día.

El fin de los tiempos.

Puede que llegue el Apocalipsis, o no.

Mientras tanto, aquí seguiremos, con una rutina que nos ahoga, con poco tiempo para dedicar a lo que y quienes queremos, sosteniendo el peso de una culpa que no es nuestra y arrastramos.

La felicidad del inconsciente.

El mundo está metido en una espiral caótica que parece no tener fin, o quizá acabe en ese abismo lejano en el que habrán acabado barcos y cadáveres, en el fondo del océano e incluso más allá, en el mismísimo centro de la tierra.

Sólo puede ser feliz quien no conoce, porque saber y tener conciencia de lo que nos rodea únicamente consigue que se nos ponga la piel de gallina. Se sonríe más si se desconoce la política externa, el funcionamiento de las bolsas y el mercado, de los impuestos y no se enciende la televisión. Se vive mejor sin las noticias al minuto que inundan las redes sociales, si omites las vacaciones perfectas en Maldivas o en Dubai, si dejas de ver los restaurantes caros y los conciertos a los que van los demás mientras tú no puedes.

Ojos que no ven.

Ya se sabe.

El conocimiento implica una tristeza intrínseca, que nos llena de una melancolía incierta, que nos obliga a tirar de la cuerda, de una nostalgia que el cerebro modifica a nuestro antojo para darnos calma y calidez, y aplacar el ritmo incansable del presente, intentando transportarnos a momentos en los que creíamos que todo sería diferente y, por supuesto, mejor.

La única tranquilidad que siento es entre mis cuatro paredes, mientras acaricio su pelo y escucho el lento fluir de su respiración en medio de la madrugada. Ella, a pesar de ser tormenta y turbulencias, es ese paradigma de paz y refugio que ya no encuentro en ningún otro lugar.

Ojalá ser un inconsciente y poder evitar pensar sobre lo que nos viene encima, y nos vendrá si vivimos demasiado.

Ojalá poder sonreír siempre, feliz, porque las nubes negras sobre mi cabeza han escampado.

Ojalá no saber, ni querer saber, para poder sentarme en cualquier banco y dejar pasar el tiempo sin temor sintiendo la felicidad plena del inconsciente.

Erupción.

Hoy he sentido la necesidad de escribir, como si la lava que me recorre por dentro tuviera el deseo implacable de salir al exterior, sin control. Hacía demasiado tiempo que eso no sucedía y tenía miedo. Un miedo silencioso pero casi atroz, que comenzaba a invadirme por creer que no volvería a ser capaz de juntar una letra tras otra.

Parece que la vida y la literatura sólo nos permiten desfogarnos en nuestros peores momentos, que no nos han explicado bien cómo es eso de vivir desde la tranquilidad. Que parece que uno sólo puede desangrarse si tiene el corazón y la cabeza llenos de pena y miserias.

No sabemos digerir el presente ni la felicidad momentánea.

Admito que es raro, eso de sentirse en calma después de una vida llena de autocompasión y heridas provocadas por mí mismo. También es raro esperar que en algún momento venga el desastre que debe llegar, obligatoriamente, tras la calma. Porque supongo que acabará pasando.

Lo cierto es que espero que esta sensación de que las frases pueden brotar sin problema no se detenga, que sea como esos ríos caudalosos que no dejan de correr ni en las peores sequías, como las corrientes marinas que vienen y van, como el giro de los planetas del espacio exterior.

De momento voy a regodearme con el hecho de haber caído otra vez ante la página en blanco y no tenerle miedo, de permitirme seguir de nuevo sin demasiada vergüenza.

Voy a dejar que la lava siga derramándose sobre el papel.

Y ver hasta dónde llega.

La Dama blanca (IV).

En capítulos anteriores…

Podría haber sido mucho peor. Era la frase que el médico y las enfermeras le repetían cada vez que pasaban a visitarlo. Todavía seguía encamado, con una pierna inmovilizada y demasiada somnolencia. Desde el accidente, Thomas había pasado de la vigilia al sueño prácticamente desde el inicio. Por suerte, todo había quedado en un buen susto, una fractura de fémur y un traumatismo cerebral, que había evolucionado bien. En la mente del ex-policía los recuerdos se mezclaban con la realidad, y el presente se diluía en el pasado sin que fuera consciente de dónde estaba ni de lo que había sucedido.

-Tienes suerte de seguir respirando.-le dijo la enfermera después de que abriera los ojos por primera vez tras el accidente y volviera a conectar con la realidad.

A Barker le vino a la cabeza El Búho y la forma en la que se había esfumado su única manera de llegar a la Dama Blanca. Se maldijo internamente por haber sido tan torpe como para haber acabado tendido en medio de la calle después de sufrir un atropello. Había estado un mes más muerto que vivo, y después apenas recordaba nada del letargo en el que había estado metido por culpa de los calmantes. Era curioso como de pronto estabas más en el otro barrio que en este sin darte cuenta, sin importarle a nadie. No constaban visitas ni llamadas a su nombre en el registro del hospital y eso le pareció lo suficientemente triste como para darse cuenta de la vida que tenía. Patrick Thomas Barker era un fantasma en un mundo cambiante, un mundo que comenzaba a complicarse de una manera que, a principios de siglo, pocos podían imaginar.

-No sabía que habías acabado estudiando medicina. -dijo Barker, mientras se incorporaba ligeramente de la cama.

-Han cambiado muchas cosas desde la última vez que nos vimos, Patrick. -Sin que fuera demasiado evidente, el detective observó la manera en la que Raina sujetó los papeles dejando su anillo de casada a la vista, y asintió.

-Por supuesto. – Él había pasado de ser un policía prometedor a un detective que se ganaba la vida como podía, dejando atrás el honor y la justicia para dar paso a la supervivencia, porque normalmente unas cosas están reñidas con las otras en la vida y tampoco se puede tener todo. A Barker le quedaba algo de dignidad, un puñado de dólares, y un piso que suponía que seguiría estando a su nombre después de un mes sin pasar por allí. – Me alegro de que las cosas te vayan bien, Raina.

-Yo me alegraría de que a ti te fueran algo mejor. -Ambos intuyen en sus miradas los retazos de un amor joven que se esfumó sin materializarse de ningún modo, esa clase de sentimientos que se guardan idealizados y que es mejor que nunca sucedan para no darles la oportunidad de fracasar.-Volveré a verte mañana. – En el fondo, el detective sintió una punzada profunda y por primera vez en un mes no fue el dolor que le recorría el cuerpo, fue el momento exacto en el que entendió el sentimiento de pena que, sobre todas las cosas, había despertado en ella.

Después de un rato el detective pensó que debía dar señales de vida. Barker respiró hondo antes de intentar levantarse de la cama, sintió los músculos flácidos y más blandos que nunca, como los de un bebé que parece no tener huesos vertebrándolo por dentro. Tomó prestadas las muletas del paciente de al lado, que suponía que mientras echaba un sueño no las necesitaría, y con bastante esfuerzo salió de la habitación. Se impulsó lentamente y avanzó por el pasillo hasta llegar a la recepción del hospital.

-Necesito hacer una llamada.

La enfermera le echó un vistazo por encima de unas gafas de pasta con forma de ojos de gato.

-Creo que no debería haberse levantado de la cama, y mucho menos haber salido sin permiso.

-Yo también lo creo, hágame caso, pero necesito hacer una llamada importante. He estado un mes aquí metido sin que nadie tuviera noticias mías.

La enfermera abrió una pequeña puerta que separaba el mostrado del pasillo, y permitió que Barker pasara.

-Una sola llamada.

-Como si estuviera en prisión.-Rebuznó Patrick, y la enfermera soltó una risa contenida antes de volver a sentarse y seguir mirando el libro de registro.

-Con Oliver Johnson, oficinas generales de Johnson and sons, de parte de Patrick Thomas Barker. – Los ruidos al otro lado del cable siempre le molestaban pero en aquel momento se le clavaban como agujas bajo las uñas. Después de unos cuantos tonos escuchó la voz rasposa del primogénito de los Johnson.

-Sólo usted podía volver de entre los muertos, Barker.

-Todavía no he vuelto del todo, señor Johnson.

-Al menos sé que no ha desaparecido con la joya.

-De eso quería hablarle, llevo un mes luchando con la Parca y hemos decidido dejarlo para otro momento. Me atropellaron cuando estaba a punto de pillar a Timmy el búho. En cuanto salga de aquí me pondré manos a la obra, señor. – En el fondo tener que arrastrarse por trabajo le parecía repugnante pero quería poder seguir comiendo cuando saliera del hospital.

-Hablaremos a tu vuelta, Barker. Tengo novedades.

-De acuerdo. Me pondré en contacto con usted, señor, espero que muy pronto.

El detective colgó y le agradeció a la enfermera que le hubiera permitido realizar aquella llamada.

-La invitaría a un café si pudiera sostenerme sin las muletas.

La mujer ni se inmutó, Barker era poco más que una sombra de lo que había sido. Un mes sin sol, sin actividad y sin estar despierto le pasaban factura hasta al más pintado. El ex-policía volvió a la habitación empujando las muletas contra el suelo poco a poco, avanzando lentamente por un pasillo casi solitario, sintiendo un cansancio que le atenazaba las costillas y los brazos. Al llegar a la sala, dejó las muletas y se dejó caer sobre la cama deshecha.

Un día menos para volver a la normalidad, o a lo que fuera que era su vida de antes.

La sequía.

He caído en esa zanja que antaño estuvo llena de agua, y ahora sólo tiene tierra seca y algunas hierbas que amarillean.

Me cuesta tanto hacer el esfuerzo de mirar la hoja en blanco y pensar que tiene que acabar repleta de letras, es como si de una vez por todas me hubiera quitado la careta y se hubiera descubierto la verdad. No soy capaz, todos esos temores eran ciertos. Ni talento, ni entrega, ni esfuerzo. No estoy bendecido con el don de la escritura, y la fluidez que un día intuí sólo era efecto de leer mucho, de la música, del dolor y de la falta de sitio en el mundo.

Ahora que se han ido colocando todas las piezas en su lugar me he dado de bruces con la vida adulta, con pocos sobresaltos, con días que distan mucho de la aventura y las expediciones soñadas. Ahora me balanceo, por suerte, en la comodidad y la rutina estable y necesaria.

Mi cerebro se ha convertido en terreno baldío, y tan solo es polvo que se mueve con el viento sin llegar a ningún puerto.

Sigo buscando la luz, la grieta por la que salir para poder volver al día en el que pasaba horas sin levantar el bolígrafo de la libreta, o podía conciliar insomnio y escritura.

Ahora no puedo.

Todavía no.

Como todo el mundo, tengo obligaciones y realidades que me impiden evadirme dejando vagar la imaginación.

O quizá es que ya se ha ido, como la inocencia, como el primer amor, y una vez se marcha no se puede recuperar jamás.

Luces parpadeantes.

Hay calma y paz, y luces parpadeantes dentro de casa.

Y una extraña calidez en la cama y en las tripas.

Siento hogar esta casa sin chimenea desde que ella empezó a compartir estas cuatro paredes y el centro de mi pecho.

Flotan el espíritu navideño y las ganas de celebrar, y por eso le concedo esta victoria, una victoria que se suma a muchas otras.

Ahora observo el viento extrañamente cálido que golpea las ventanas y sólo siento ganas de escuchar su arrullo, de mecernos en brazos y acariciarnos las ganas y los defectos, y de secarnos las lágrimas que algunos días se deslizan amargas por nuestras mejillas. Y pienso que no quiero fallarle nunca, y que me da miedo llegar al final del camino de la vida por si no hay nada más allá.

Por primera vez en años siento que estoy en el rumbo correcto, que por fin he aprendido a leer mapas y sé guiarme con la brújula, que soy capaz de orientarme mirando al cielo en una noche estrellada, que podría seguir su rastro hasta el centro de la Tierra sólo por su perfume.

Los armarios están llenos de amor y paciencia, y las estanterías repletas de lecturas aplazadas.

Hay largos paseos y futuro.

Y brillo en los ojos.

Y sonrisas radiantes.

A pesar de los escollos, de esas piedras que la vida te obliga a sortear de vez en cuando, esta cueva es segura y aullamos juntos noche tras noche, y siempre hay fuego del que da cobijo pero no quema.

Estoy aprendiendo, a tenerlo todo a su debido tiempo, y a que todo llega cuando debe hacerlo; por suerte, por destino, o por una concatenación de sucesos que nos llevan al presente.

No tengo ni idea de cómo funciona el Universo, sinceramente, pero ahora tampoco me interesa saberlo.

Hay calma y paz, y luces parpadeantes dentro de casa.

Y besos flotando en el aire.