Mes: marzo 2016

Carrusel.

El día a día es como dar vueltas en un carrusel, una montaña rusa llena de subidas y bajadas hasta que nos vemos obligados a detenernos y vomitar todo lo que pensamos con más o menos acierto, con mejor o peor ortografía. Y en ese rumbo medio perdido, dejamos que un corazón ebrio y lleno de dudas vaya por donde quiere. Que donde debería gobernar nuestro cerebro siempre acaba mandando él, el tipo solitario del local, el que mira de lejos y suspira al ver cómo disfrutan los demás.

Caminamos malheridos, sin amor, y sin tener ni puta idea de leer un mapa, sin entender todavía qué son los meridianos, ni distinguir aquella canción de David Bowie que todo el mundo tararea ahora que ya está muerto. Caminamos arrastrando los pies, agotados, con las conciencias muertas, inertes, ante las tragedias del resto.

Egoístas, monoteístas, dejamos de lado el De Revolutionibus Orbium Coelestium para ser el eterno centro de nuestro propio universo. Y nos miramos al espejo cada mañana entre la risa y el llanto, sin saber si seguimos siendo, sin saber si respirar es lo mismo que existir, sin querer ver que deberíamos dejar de lavarnos las manos y todo es cuestión de pedir perdón -humano-, y de concederlo.

La nostalgia tiene las alas lo suficientemente grandes como arroparnos con ellas y mecernos a su antojo, hacer que sangremos poco a poco y anemizarnos con el paso del tiempo. Y nos preguntamos cómo sería poder saltar por la ventana sin rompernos el alma mientras tanto.

Nos gusta la adrenalina, el azar, el estirar de la cuerda hasta romperla, el jugar con nuestros corazones hasta pisotearlos sin querer. Nos gusta hacernos daño para poder compadecernos de nosotros mismos, para poder tener excusas y revolcarnos en nuestro propio estiércol. Nos gusta doler y que nos duelan, porque ser felices se nos da mal, no sabemos disfrutar de las horas sin más.

No nos enseñaron a ser felices, nos dijeron que la vida es dura, que todo es difícil, que hay que sacar las garras para sobrevivir. Nos obligaron a encadenarnos a una rutina, a un matrimonio de conveniencia, a vivir por nuestros hijos, a un mundo en el que ser diferente es pecado y castigo.

Y pasamos por alto el aroma de un café humeante, el sonido de la espuma de una cerveza fría, tu ropa cayendo sobre el suelo, el soplo de aire a primera hora de la mañana, la sensación del agua tibia en la ducha, una sonrisa que no veías desde hace tiempo, tu canción favorita sonando mientras desaparece el sol.

El día a día es como un carrusel, y yo lo miro girar desde fuera, me doy cuenta del error y de que me sigue faltando tu mano.

Molinos de viento.

A pesar del sol, de que el día va alargando y de que se acerca el verano yo sigo luchando contra los paisajes fríos y azules del invierno, las nubes grises, y las noches de temblar bajo las mantas.

Vamos ahogando nuestras penas a ratos, con pequeñas dosis de ficción que apenas nos sirven para nada, para dejarnos en el prólogo de una historia que se puede desvanecer en cualquier momento.

Ya he dejado de esperar besos y abrazos, y he vuelto a esconderme en la tormenta y me fallan de nuevo las fuerzas. Flaqueo como antes y vuelven a darse mis rodillas contra las piedras de la senda.

Estamos viviendo en la frontera y te has encargado siempre de marcar el límite, aunque te tiemble el corazón y no quieras admitirlo. Supongo que sí, que el error fue mío, por creer a sabiendas que no debo hacerlo, por dejarme llevar sin mirar en qué dirección soplaba el viento. El error fue mío, porque temblé por tu culpa desde el primer momento.

Y, al final, me doy cuenta de que sólo soy otro Quijote lleno de delirios, que ve gigantes donde sólo hay molinos de viento, que cree que un elefante podría caminar sobre un alambre y que piensa que el hombre no llego jamás a la luna.

Se me da bien inventar historias, permíteme empezar la nuestra, déjame salir de esta jaula que me asfixia sin piedad.

Puta realidad.

Sangre (en Bruselas).

Sangre, siguen llenándose las calles de sangre inocente. Y nuestras conciencias y manos siguen intactas ante la tragedia.

Hemos creado un mundo que se derrumba demasiado fácil como para creer que es definitivo, como para querer pensar que es de verdad. Jugamos con vidas, con leyes, con armas desde la seguridad que nos da la distancia. Cada vez el ruido de las bombas está más cerca y la orquesta más lejos.

A mí me duele la carne, me duele la memoria y me obligo a pensar en que no estamos a salvo, que cada una de esas víctimas podría haber sido yo, podrías haber sido tú. Algo hemos hecho mal, de nuevo, y la historia se repite por vigésimo tercera vez.

Se han cruzado ya todas las líneas y entre tanto interrogante yo no encuentro solución.

En un par de días volveremos a reír, dejaremos atrás Bruselas, como dejamos atrás París, Londres, Madrid o Nueva York. Y la hipocresía occidental se colgará otra medalla, y los niños seguirán muriendo en las costas de Grecia, y construiremos vallas e inventaremos pactos por si los malos se cuelan entre tanto refugiado.

Sangre, siguen llenándose los mares de sangre inocente. Y nuestras conciencias y manos siguen intactas ante la tragedia.

Que no paren las televisiones de intoxicarnos con noticias sin contrastar, que no paren de recordarnos la crueldad de los autores, que no dejen de enseñarnos fotografías sacadas con un iPhone 6s del lugar de los hechos. Que no paren, por favor. No quiero que dejemos de dar asco.

A mí me duele la piel, me duelen los ojos y me duele este circo que siempre necesita más leña para ir creciendo.

Somos la vida inteligente de este planeta, y lo único que hemos aprendido es a odiarnos los unos a los otros, a matar, a herir, a doler.

inteligencia1

Del lat.intelligentia.

1. f.Capacidad de entender o comprender.
2. f.Capacidad de resolver problemas.
3. f. Conocimiento, comprensión, acto de entender.

 

Hay días que preferiría cerrar los ojos y despertar lejos de esta mierda a la que llamamos civilización. De seres humanos, ya ni hablamos.

Que nada importe.

Casi llega el mes de Abril y nos da igual que el frío nos haya dejado hechos pedazos, seguimos aquí tratando de encajar las miles de piezas de este puzzle sin principio, seguimos tejiendo cuerdas cada vez más largas de las que podernos sujetar cuando tropecemos con el acantilado.

Me he convertido en un extraño ente de barro y sangre, cenizas de otros convertidas en materia viva. Soy el peor francotirador de este ejército de muertos vivientes, enfermo terminal que camina con el cerebro en la mano. Soy como ese pueblo que se queda incomunicado con la primera nevada del año, y tengo que encender la hoguera y calentarme las manos en unos bolsillos llenos de miserias.

Todo esto es ley de vida. Amor y odio, alegría y tristeza, vida y muerte, y también las despedidas.

Las despedidas son tristes, sobre todo cuando no te quieres marchar y, sin embargo, sabes que es lo mejor. Tenemos esa puta manía de anticiparnos a los hechos y de predecir catástrofes con una facilidad pasmosa. Yo, por el contrario, nunca veo venir los golpes, será por eso que ya no me quedan huesos intactos, que sangran todas mis noches, que lloran cada una de mis madrugadas.

Debí aprender hace tiempo a enterrar las ilusiones, a no hacer caso a un corazón defectuoso y con mala puntería. Debí retirarme de la partida antes de mostrar todas mis cartas y volver a perder.

No sé cómo decirte que no me necesitas, que cualquier otro te cuidará más y te querrá mejor que yo, sin que me quiera arrancar la lengua. Trata de no sufrir por mí, después de todo lo normal es que nada me salga bien. Trata de no mirar atrás aunque te grite desde aquí desde el rincón en el que siempre escribo, con poca luz y dolor de sobra.

Lo seguiré intentando, aunque ya no tenga sueños, ni crea en la esperanza. Lo seguiré intentando aunque no pueda remontar nunca en este juego inútil. Lo seguiré intentando porque me dijiste que nunca debía rendirme aunque no quisiera luchar.

¿Cómo vas a querer sujetar mi mano si sigo temblando?

¿Cómo vas a querer vivir junto a un hombre hecho de óxido?

¿Cómo vas a soportar el olor a café cada cinco minutos?

¿Cómo vas a soportar que quiera besarte a todas horas?

Las despedidas siempre son tristes, como lo es levantarse solo cada mañana, como lo son los domingos por la tarde, como lo es fumarse un cigarro sin el sexo previo, como lo son esas calles olvidadas del puerto.

Me despediré de ti antes de romperme por completo. La solución final pasa, creo, por mirar a Medusa a los ojos, convertirme en un gigante de piedra y que pasen los años, que pase el duelo, dejar de sentir y que nada importe.

Que nada importe, ni siquiera yo, ni siquiera tú.

 

Enemigo público.

La noche era demasiado oscura y brumosa como para que estuviera seguro de que seguía solo, por eso corría, por eso su respiración le quemaba en el esófago y le resonaba en los oídos, como lo hacían las últimas palabras de ella antes de irse para siempre. Sentía el corazón bombeando la sangre a todas sus extremidades y el frío en las orejas. Sus músculos fatigados viniendo poco a poco a menos, el cansancio saludando en su cerebro, molestando, evitando que pueda concentrarse en esa huida que probablemente no salga bien.

Otra carrera a contrarreloj de la que no va a salir vivo. Otra huida que se va a quedar en vano intento.

Apenas tuvo tiempo tras una esquina para ver el muro que se elevaba ante él y le cortaba el paso. Golpeó con su puño derecho los ladrillos, con rabia, blasfemando en voz alta porque estaba perdido. De pronto sabía que no había nada que hacer y que no podría salir ileso de aquel combate.

La taquicardia de reconocer su propio rostro en el enemigo.

La bocanada de aire de después de abrir los ojos empapado en sudor, observando el techo blanco de la habitación. El miedo a verte convertido en el malo de esta historia, el temor a no poder vencerse nunca a uno mismo. Nos arrastramos, arrastramos nuestras vidas pasadas, nuestras relaciones, los vicios y tics de nuestros padres. Arrastramos mochilas llenas de piedras que nos parten la espalda y nos dejan tumbados en medio del camino.

Y entre tanta carga, tanta responsabilidad, tanta conciencia muerta, giras el rostro y ves un tímido rayo de sol queriendo colarse por la persiana, y te ves obligado a preguntarte si algún día todo va a cambiar. Y preguntas en voz baja porque nunca se sabe.

Encadenados a nuestros propios y desesperados pensamientos, inmóviles entre la corriente, viendo cómo poco a poco el siglo XX queda cada vez más lejos y nada ha cambiado tanto como decían.

Abres los ojos otro día y te ves incapaz de transformar tu vida e ideas, prefieres dejar las ventanas cerradas y seguir oliendo a humedad y miedo añejo. Prefieres mirarte al espejo y seguir lamentándote porque las cadenas pesan demasiado.

No sé tú pero yo voy a dejarme caer esta vez, con algo de suerte, por fin, se abrirán las alas.

Sueño eterno.

El recuerdo de tus labios ha vuelto a hacer de despertador y sigo sin querer moverme de la cama. Soy fiel seguidor del Principio de Arquímedes desde que entré en tu vida y pude observar cómo sólo querías verme salir. El problema de vivir es que nunca llegamos a tiempo a los hechos, que nuestras acciones siempre llegan tarde y las palabras se acaban borrando incluso hasta de nuestra memoria y acaban siendo inservibles. Somos un compendio de errores, víctimas de nuestros propios actos.

Desde que me crucé con tus ojos no me gustan las promesas, lo hice tantas veces antes sin que sirviera para nada que no pienso volver a intentarlo. Desde que dije aquel adiós tengo una lista de palabras prohibidas que no quiero volver a pronunciar.

Han empezado a gustarme ahora las tardes en solitario, de paseos sin coger a nadie de la mano, de cafés solos y lecturas largas. He aprendido, al fin, a soportarme en silencio, a gritar por la ventana canciones de Sigur Rós que ni siquiera entiendo, a recordar tu nombre sin que se me encoja el estómago, a abrir los ojos sin sentirme culpable. Cambian tanto los tiempos, las mentes, la gente. Hemos cambiado tanto nosotros, desde aquel día que bajaste de un tren y me besaste sin que me diera tiempo a preguntar qué tal estabas. Y estoy muerto por dentro desde que he olvidado cómo suena tu voz, o quizá es que estoy más vivo que nunca y ni siquiera sé reconocerlo.

Dejar de pensar, sentir de más, la urgencia, la necesidad, y esta sensación de estar dentro de una espiral que nunca me acaba de abandonar. Ya no me interesan todas esas cosas que me puedan hacer daño, bastantes agujeros de bala tengo ya en el pecho como para afrontar alguno más.

Aquí estamos haciendo de buenos y malos, hipnotizados, sin saber qué señales debemos seguir para llegar a algún lugar donde sentirnos seguros. Desorientados otra vez, desconectados el uno del otro cada vez que dejamos de hablarnos. Que ya no sé separar la rutina de la ficción y sólo hago que tachar frases de páginas en blanco porque no puedo dejar de autorretratarme en cada historia sin darme cuenta.

La rueda nunca ha dejado de girar y aquí estoy, el primero del pelotón, pero no puedo pelear de nuevo. Es tiempo de bandera blanca.

Y ahora sólo quiero volver a leer a James Joyce, escuchar a Gershwin, ver Metrópolis en bucle. Y ahora sólo quiero perderme entre las páginas de El sueño eterno, cerrar los ojos con Copenhague y  volver a disfrutar de Nuestro último verano en Escocia con la boca llena de palomitas.

Quiero otro café, taparme hasta las orejas y que caiga la noche, que la estoy esperando igual que te espero a ti, con un libro entre las manos.

«Nos despedimos. Vi cómo el taxi se perdía de vista. Subí de nuevo, entré en el dormitorio, deshice la cama y volví a hacerla. Había un largo cabello oscuro en una de las almohadas y a mí se me había puesto un trozo de plomo en la boca del estómago. Los franceses tiene una frase para eso. Los muy cabrones tienen una frase para todo y siempre aciertan. Decir adiós es morir un poco.». El sueño eterno (1939)

Océanos.

Civilización extraña la nuestra, que ya no recuerda a los viejos, que detesta la noche y lo llena todo de luces para no ver las estrellas. Civilización extraña nosotros.

Atlántico entre los dos, y yo ando loco perdido. Vagar por tu cuerpo cansado de pensar, soñar sin sueño, abrir los ojos después de cerrar la puerta, hacer paracaidismo entre fuegos artificiales.

Pacífico de aguas claras, que baña las playas de tus piernas, marinero sin hogar, Hemingway post-moderno, malhechor desterrado por tocarte a deshoras. Y te das cuenta de que también quema el sol cuando ella no está, y que sigue habiendo oxígeno y sangre en el día a día.

Índico con archipiélagos que son como tus risas y nombres tan raros como todo eso que te gusta y desconozco. Estamos en la orilla y nos salpican las olas en forma de verdades eternas y tenemos que apartar la vista, obligados a no mirar el mañana por si duele más de lo que nos gustaría y llega el fin.

Antártico bravo, de atardeceres infinitos, de esplendor dorado, tan lejos de los dos como ese frío corazón que habita nuestra piel. Barcos hundidos, intentos fallidos de huida, valentía arrinconada en el último confín del mundo.

Ártico, frío y solo, de hielo roto, de blanco imperfecto. La muerte del intrépido, el grito del cobarde perdiéndose en la nada. El iceberg entre tanto azul oscuro, entre tanto viento levantando faldas y velas.

Ártico soy yo, sin ti. Océano infinito.

Todo fue culpa del rock.

Todo fue culpa del rock, y de las ganas.

Todo fue culpa de recomendarnos canciones cada domingo por la tarde, de hablar desde la nada, de mirarnos desde la distancia de un ahora y hasta siempre.

Nos dejamos llevar por la gravedad del momento, dejamos que el paso del tiempo se diera contra el colchón y que la música acabara por enganchar nuestras caderas. Dejamos fuera de la puerta los relojes y el cartel de «no molestar» en nuestras vidas.

Jugar al despiste del ahora sí, ahora no, sin saber lo que estaba por venir. Callando más de lo que era necesario, haciendo uso de una ley del silencio que nos habíamos impuesto mutuamente. Usando armas de destrucción masiva cada vez que nos quedábamos sin ropa, clavando dardos venenosos, dejando parches de liberación retardada bajo tu piel.

Perder el equilibrio con cada salto que he dado contigo, viendo la estabilidad cristalizada y a punto de romperse al borde del precipicio del mañana.

Un par de astronautas haciendo buceo, alpinistas buscando el centro de la tierra, domadores de tigres de Bengala con dedos de caramelo, budistas en las playas de Malibú.

Nos tropezamos en el infierno diario de un juego del que no conocemos las reglas, y ahora parecemos un par de piezas de ajedrez que se han quedado fuera del tablero y sólo esperan a que el resto acabe la partida. Todavía desconocemos la gravedad del asunto, el alcance de toda esta explosión.

A buen entendedor no hacen falta las palabras, ni escribir de más.

Todo fue culpa del rock, y de las ganas. Estoy seguro.

Atrévete.

Maniobras de reanimación en un corazón demasiado desestructurado como para salir ileso de tanto golpe. Agua y jabón para limpiarnos las miles de heridas que deja el día a día en nuestra piel.

Demasiada oscuridad rodeándonos como para saber con claridad qué hay al final de cualquier túnel. Demasiada cobardía como para querer averiguarlo. Se está tan bien con la venda en los ojos, caminando despacio y palpando las paredes para no caer antes de tiempo.

Ni siquiera nos atrevemos a mirarnos a los ojos más de dos segundos por si descubrimos nuevas intenciones, por si nos damos cuenta de verdad de que somos seres retorcidos, reptilianos, de sangre fría y corazón de piedra.

La fachada envuelta en poesía y caricias suaves, canciones que hablan de tu historia como si fuera única, el estado de guerra sentimental en el que vivimos, noches de benzodiacepinas y señales de humo. Pólvora y calor para recordarnos los buenos momentos, todavía veo la lluvia salpicando tu cara de sonrisas.

Y ya no hay nada. Vacío y destrucción.

Después de todo nos damos cuenta de que nadie nos entiende, nadie sabe mirarnos cómo nosotros nos vemos y están en nuestra contra. No hay buenas noticias, los periódicos sólo sirven ya para encender el fuego y nuestras manos quedan demasiado lejos como para volver a tocarse.

Y la gente dice que me atreva, que vuelva a saltar, que grite, que dispare la flecha, que abra fuego, que lance la caballería, que me permita latir contigo.

Atrévete tú, yo lo intenté una vez y mira en qué me he convertido.

Ya no sé ni lo que digo.

 

 

La calma tensa.

La calma tensa, el grito ahogado.

Futuro, pasado.

Hace tiempo que decidí convertirme en camaleón, no llamar la atención, dar un paso atrás, agachar la cabeza y mirar al suelo. Intentar siempre no ser el foco al que apuntan las cámaras, dejar el mérito para los que de verdad se lo merecen.

La mayor parte de las veces sólo soy otro ladrillo más en el muro, haciendo lo que se espera de mí, repartiendo vectores, igualando fuerzas. Cosas de la física.

Ser como ese acorde puente que pasa desapercibido en cualquier Sonata de Mozart, como ese complemento circunstancial en una oración que se puede eliminar sin que pierda el sentido, ser como un poco de ADN no codificante.

Sombra entre tanta luz, viento en una noche de verano.

Siempre, nunca.

Ni con el paso de los días parece que el año mejora, que la sensación de falta de aire y de peso en la conciencia es inevitable. La duda perenne de saber si algún día podré sentirme bien, si podré, por fin, salir a la superficie de todas estas aguas negras y coger aire, y respirar por primer vez.

Atrapado en el tiempo estoy viviendo dentro de un cuadro de Dalí.

Quizá sólo necesito seguir hibernando, que llegue la Primavera y empezar a vivir cuando comience el deshielo.

Mientras el momento de vivir llega, trataré de no ahogarme.

No prometo nada, nunca supe nadar bien.