Mes: agosto 2020

Retazos dorados.

¿Ves cómo cae el sol?

Esa manera lenta y cansada de irse por las tardes indica que septiembre está a las puertas. Es un mes que tiene su forma característica de presentarse ante nosotros, con un poco de aire fresco, temperaturas agradables y tardes que empiezan a ser cada vez más grises y cortas.

Y más tristes.

Aunque todavía quedan esos retazos dorados en el aire, y esa mezcla de rojos, azules y naranjas en el atardecer.

Después de un verano extraño vendrá un otoño más extraño, con las hojas de los árboles cayendo antes de tiempo y dejándonos desnudos. Expuestos.

Estoy exhausto.

Como todos.

Aunque al final siempre podemos luchar un poco más, dar una zancada, cogernos a la cuerda y seguir subiendo.

Vivimos al límite día tras día. Al límite de nuestra paciencia, de nuestras fuerzas, de nuestra tristeza, de nuestra soledad, de nuestra cordura.

Y resistimos.

Seguimos siendo esa raíz que acaba rompiendo la roca y se abre paso, como la vida en el desierto.

Septiembre es como año nuevo.

Empiezan algunos ciclos vitales, acaban los amores de verano, se vuelve al trabajo.

Y yo ya me he perdonado los errores del pasado.

Y respiro de nuevo sin el peso del mundo sobre los hombros, sin sentir la culpa quemando, sin temblores en las manos.

Lo que no se ve no existe.

Y todo se difumina, y se desvanece.

Y ahora sonrío tranquilo, mientras el sol lánguido desaparece tras los tejados.

Mediterráneo amarillo.

Diría que se nota ya el otoño en las calles, en el tono de voz de la gente, en lo apagados que están los ojos, en la música sonando a bajo volumen en las terrazas, en las copas que brindan sin fuerza, en los vacíos que van llenando las casas y todas esas personas que desaparecen de las fotos. Este año se han ido hasta las tormentas de verano y nadie sabe dónde están, tampoco sabemos si piensan volver por aquí o de ahora en adelante pasarán de largo.

Todo es raro, casi tanto como sería ver un mar Mediterráneo pintado de amarillo, lejos de esos juegos de azules marinos y celestes que chocan contra las calas y las playas cuando están vacías.

Todo es raro, casi tanto como sería despertarme contigo después de todo este tiempo, como si nada hubiera pasado, como si estos meses sólo hubiesen sido la peor de las pesadillas que podía imaginar, con amenazas invisibles y un giro brusco en el mundo de un día para otro.

Siento que tiembla el suelo por donde caminamos, que cada día la brecha es más grande y se separan los continentes como si fueran nubes en un día soleado.

Siento que la catástrofe sigue al acecho, a resguardo en cualquier esquina, esperando que todavía estemos más débiles para rematarnos para siempre.

Espero que lleguen las lluvias de septiembre y se lleven los malos augurios, como siempre hacen con las hojas de los árboles.

Y de paso que haga que se olviden todos esos recuerdos que nunca existieron.

La herida que no cierra.

Hace tanto calor en las calles que se están quedando pegajosas la piel y la esperanza, y se va derritiendo el espíritu en medio de la incertidumbre que crece desde las alcantarillas, esa que se acaba transformando en las gargantas hasta dejarte sin respiración.

Maletines a la fuga y cerebros ausentes.

Se está quedando un futuro más negro que nunca.

Pero hoy he visto el mar y he vuelto a pensar en ti.

La herida que no cierra.

Como si alguna vez te hubiera besado amparado por la espuma de las olas y la brisa, como si hubiera notado la arena mezclada con la sal al acariciar tu piel desnuda, como si hubiera visto algún día el reflejo de la marea meciéndose en tus pupilas.

Pero da igual, lo cierto es que algunas personas y sentimientos se difuminan tan bien con el paso del tiempo que es como cuando la lluvia borra las manchas de café del suelo. Otras, sin embargo, dejan marca como la sangre seca en una sábana.

Una mancha que molesta y no puedes quitar.

Y lo único que puedes hacer es tirar lo que no te sirve y comprar algo nuevo.

A veces siento que me encuentro en una eterna despedida, y que nunca acabo de cerrar la puerta, que soy incapaz de girar el pomo, dejar de mirarte y apoyar la espalda contra la madera y caer hasta el suelo con un suspiro de tranquilidad. Pero lo cierto es que estoy en una pantalla tan lejana que no entiendo por qué de vez en cuando apareces en mi mente con una imagen difusa y en la que poco queda ya de ti. Sé que sólo son mis demonios jugando conmigo, buscando de nuevo un momento para reírse de mí.

Pero ahora sólo quiero brindar con ella.

Y convertirme en aire para prender su fuego.

Y recorrer sus cicatrices como si fueran caminos que no existen en los mapas.