Somos hijos del destino.
Porque si no, yo no entiendo cómo estamos los dos aquí de pie sujetándonos todavía la vida con las manos.
Asumamos que el azar lo ha elegido así, que en medio de este caos sin control, de toda esta nube tóxica, nos hemos encontrado en el momento menos esperado, de la forma menos esperada. Con la misma suavidad con la que se deslizan unos patines por el hielo, o resbala una lágrima por cualquier mejilla. Con la misma facilidad con la que los buenos ganan en las películas o se roba un caramelo a un niño.
Las sombras están de nuestro lado y esa forma de actuar sacada de los libros de espías británicos, con el gris de campaña de fondo, con los encuentros furtivos, con el pintalabios manchando el cuello de la camisa.
Hemos conseguido aguantar después de un desastre tras otro, tras sufrir una lluvia de relámpagos rompiendo el cielo, tras mojarnos los pies y todas las vértebras pisando charcos sin querer.
Y supongo que todo eso debe significar algo, aunque no queramos darnos cuenta.
Si después de todo no tiramos la toalla.
Y resistimos en el ring.
Y aguantamos los golpes.
Y nos negamos a perder sin oponer resistencia.
A estas alturas no dejamos que nadie nos diga cómo hacer el equipaje, ni que nos paren los pies. Es hora de subir a la cima y de cavar el túnel, de romper el hielo y hacer fuego, de ser alma y carne, de perdernos y volver a encontrarnos, de mirar atrás y sonreír porque a partir de ahora todo será mejor.
Yo ya sé que soy su pasatiempo favorito, quizá por eso duele tanto.
Aún así me repito sin parar que ella no puede darme más, y prometo en voz baja que me gustaría olvidarla.
Pero es que besar otros labios no va a ser la solución.
Piénsalo bien.