Mes: enero 2018

La hora del último te quiero.

¿Te acuerdas?

Aquella noche fuimos dejando el amor por todas partes, haciéndolo mundano, haciéndolo nuestro. Lo alejamos de la divinidad y lo platónico para hacerlo cotidiano, real; para hacerlo verdad.

Lo fuimos rompiendo a pequeños trozos y lo dispersamos.

Quedó un poco sobre la barra de aquel bar en el que colocaste tu mano sobre mi rodilla por primera vez, y en aquella farola en la que nos sujetamos borrachos sin atrevernos a darnos un beso. También en el colchón que vio juntos en primer lugar nuestros cuerpos, nuestros versos, nuestros nombres. Perdimos un poco en los asientos del coche, y en el ascensor en el que parecíamos fieras buscándonos las grietas.

Nos olvidamos un poco en plazas anónimas que se acuerdan de nosotros aunque tú y yo las hayamos olvidado. Se nos cayó en la acera en la que tropezamos un día de lluvia por no soltarnos de la mano.

Lo dejamos un día en la última fila de la línea 6 de camino al centro, también en los taxis, y encontramos algo más que droga en los baños de una discoteca.

Lo alimentamos como se alimentan las buenas historias, sin querer, o queriendo más de lo que nos podíamos permitir sin darnos cuenta. Y creció como hacen los monstruos en la oscuridad, rápido y dando miedo.

Porque el amor, a veces, da más miedo que Mefistófeles tratando de engañarnos.

También dejamos parte en lugares que sólo tú y yo sabemos, habitaciones de puertas cerradas y luces apagadas en las que conteníamos la respiración para que nadie nos escuchara. Perdimos un poco en algunos conciertos junto con la voz, y la ilusión, y los saltos bañados en cerveza.

En los libros que llevan nuestras firmas.

Los bares que nos han visto sonreír.

Las ciudades que nos dejaron ver sus puestas de sol.

Las canciones que nos han dejado cantarlas.

Hemos ido dejando tantos pedazos en todo lo que hemos vivido que sólo queda uno, y lo tengo guardado en un cajón junto a un reloj que todavía marca la hora del último te quiero que escuché en tu boca.

Sujétame fuerte, yo no quiero irme.

Dos minutos.

Más basura, más sangre, más mierda en las manos, y siempre mirando hacia otro lado. No somos conscientes del vertedero en el que estamos convirtiendo el planeta y la humanidad, de lo mucho que vamos a lamentarlo todo que estamos haciendo sin pensar y reflexionar sobre ello.

Hemos dejado el mundo en manos de dos locos que juegan con el dedo sobre el botón rojo y el tiempo corre, el reloj avanza sin que nosotros cambiemos nada de nuestro día a día.

Hemos creado una sociedad que pase lo que pase permanece inamovible, la rueda no se detiene, nunca deja de girar. Seguimos levantándonos, mirando nuestro whatsapp a los cinco minutos de abrir los ojos, escuchando las noticias en la radio para ir a trabajar, criticando, opinando sin hacer, sin formar parte activa del cambio que tanto buscamos. Se nos dan bien los discursos, la fachada, mantener la imagen y la sonrisa intactas mientras somos como esas manzanas que llevan semanas en el cuenco de la fruta.

Hemos aparcado las cosas que deberían importarnos de verdad.

Hemos olvidado que no hay futuro sin gente, y que no hay personas sin derechos.

Y ya no luchamos por nada.

Nos quedamos idiotizados viendo la televisión desde el sofá, sin levantarnos más de dos o tres veces al día. Nos quedamos mirando el teléfono durante horas, viviendo a través de pantallas que no nos transmiten realidad.

El Reloj del Apocalipsis marca desde hace unos días que quedan dos minutos para el Juicio Final, que la extinción de la raza humana está más cerca que nunca por culpa de todo lo que hemos creado y destruido. Importa poco que se trate sólo de algo simbólico, pero debería hacernos reaccionar de algún modo.

Deberíamos replantearnos la evolución, la revolución, el cambio.

Deberíamos mandarlo todo a la mierda, abrazarnos, besarnos, dejar de preocuparnos por lo que no es fundamental.

Respirar, vibrar y crecer.

Y aunque realmente faltaran sólo dos minutos para la medianoche, para que todo el mundo conocido se acabara, seguiría tendiéndote la mano esperando a que llegaras.

 

El coleccionista de fracasos.

Un chico tras las gafas, con la mirada perdida desde la vista decadente que le brinda la ciudad desde su ventana.

Uno detrás de otro voy coleccionando fracasos, como si fueran las bolas de dragón, y ningún objetivo alcanzado me parece suficiente. Como si llegar a la zona de guardado no fuera un éxito en este juego de la vida, como si conseguir dormir por las noches no fuera a lo único a lo que aspiro últimamente.

La insatisfacción permanente, la incapacidad para sentirme realizado, el hecho de que nada sea nunca suficiente, y que no haya nada que esté bien si no es perfecto.

Estoy tan jodido de la cabeza que siempre me siento por debajo de los demás, que nunca me creo suficiente para nada ni nadie, que vivo sin saber enfrentarme a la luz si no es con los ojos cerrados y las mejillas ardiendo por culpa de la vergüenza.

Me cuestiono si algún día llegaré a estar tranquilo, a no tener que castigarme por cada error, a no dar por hecho que soy un perdedor al que nunca le sale bien la jugada.

Hay veces que me pregunto cómo es posible que siga vivo si apenas hago nada para estar aquí, si soy un desagradecido que no aprovecha las oportunidades que se le cruzan en el camino, si soy un miedica que se oculta entre palabras que suenan bien y hace alarde de conocimientos que no le importan a nadie.

Me he convertido en lo que no quería, en alguien a quien detestar.

Soy el que siempre espera.

El que siempre se rompe.

El que nunca muestra sus descosidos.

Acorde menor de guitarra acústica, soldadito de hierro.

Isla en el desierto, piel entre las rocas.

Pintura en tu pelo.

Voy a seguir coleccionando fracasos con nombre y apellidos pero si quieres, mientras tanto, puedes darme la mano.

Sin pentagrama.

Era cuestión de bailar al mismo compás, de dejarnos llevar por los acordes hasta la siguiente melodía, y de pronto nos quedamos sin pentagrama, y las notas llenaron el suelo del salón como los trozos de vidrio de una copa de vino que se rompe en medio de una discusión.

Dejamos de mirarnos a los ojos y de hablarnos a la cara.

Dejamos de querernos en la cama y fuera de ella.

Dejamos de sujetarnos la cintura y ponernos el paracaídas.

Lo dejamos todo.

Y nos perdimos.

Lo único que siempre dijimos que no dejaríamos que sucediera.

Yo te prometí que siempre estaría, pero no me quedo nunca en los lugares en los que no soy bien recibido. No quiero pisar baldosas que no sean amarillas, ni tener llaves de un corazón que no me quiere de huésped.

Al final va a crecer la indiferencia, como lo hace la mala hierba en un jardín que no se cuida, como la podredumbre entre la fruta que no se come.

Espero que no llegue el odio, porque de ahí sí que no se sale.

El odio lo hace todo más horrible, echar la culpa al otro, tomar una distancia insana, permitirte el lujo de hablar mal de la persona a la que quieres o has querido. No me gustaría formar parte de esa rueda, entrar en ese círculo vicioso y que acabes siendo sólo un punto insignificante. Tú que lo has sido todo sin saberlo, que has llenado todos mis huecos como nadie lo había hecho antes, que me habías devuelto las ganas de respirar sobre la superficie.

Tú que te habías convertido en el sol que lo bañaba todo, en objetivo y en medio, en la lente a través de la cual poder ver.

Tú que te habías convertido en el eje, en la columna sobre la que apoyarme, en el bastón al que sujetarme cuando perdía el equilibrio, en mi sexto sentido.

Yo que sólo quería ser tu amigo, tu amante, tu alivio.

Ahora soy tu olvido.

A pesar de todo, entre este dolor, esta ansiedad, este no saber qué va a pasar conmigo, estoy tranquilo porque he sido de verdad estando a tu lado.

Aunque ahora me toque volver a bailar solo.

[He vuelto al lugar que me corresponde.]

Cerveza fría.

Miras hacia abajo y sientes vértigo, a mí me pasa lo mismo cuando miro hacia atrás o cuando miro hacia adelante sin distinguir tu silueta entre la multitud.

Hoy me duele la garganta de gritar tu nombre al vacío.

Sé desde el primer día que no eres como los demás, que te pasa como a La mujer de verde en la tercera estrofa de la canción.

Yo sé desde que decidiste abrirme tu puerta que sólo buscas libertad y poder volar sin que nadie intente atraparte, no tener que dar explicaciones, ni preocuparte demasiado por nada que no te importe de verdad.

Escucho todavía el eco de tu voz dándome esperanzas, haciendo que mi pulso se mantenga rítmico, aunque débil entre la lucha y el abandono.

Tengo clavados a estas alturas tus ojos observándome en la penumbra, mientras estabas recubierta de miedos e inseguridades incendiarias que no he sabido apagar, que quizá sólo he alimentado por no saber hacer las cosas bien.

Lo que no sé es cómo evitar esto de estar convirtiéndome en una sombra de lo que era o he llegado a ser alguna vez, de qué manera puedo evitar la debacle de este amor en el que no tengo la decisión final.

Me siento como un artesano sin manos, sin herramientas, sin armas; y hasta sin lo que creía que no perdería nunca por ti, las ganas. Porque creo que he demostrado, dicho y hecho todo lo que podía.

Ya no guardo ningún truco bajo la manga, has visto mi realidad sin máscaras.

Hay cerveza fría esperándote en mi nevera y tengo café para hacer por la mañana.

Siempre, por si quieres venir.

Imposibles.

He visto un termómetro marcar veintiocho grados un veintiuno de enero.

He visto a gente levantarse tras recibir un K.O sobre la lona.

He visto resistir tras el huracán de tu mirada.

He visto personas que dan todo sin esperar recibir nada.

He visto principios que no tienen final.

Los imposibles son muchas veces esos sueños que pensamos que nunca llegarán a cumplirse y los dejamos ahí, en la lista de «cosas que queremos que sucedan pero por las que no vamos a luchar lo suficiente» que todos tenemos guardada en el cajón de la mesita de noche.

Los imposibles en ocasiones se transforman, como lo hace todo en esta vida, los ríos, los huesos, las fronteras.

Y se acaban convirtiendo en realidades palpables.

Un día soñamos que podríamos tocar el cielo y lo hicimos, volamos juntos con los ojos cerrados sin ningún miedo a caer.

Un día soñamos que podríamos ser protagonistas y lo hicimos, nos besamos delante de cientos de ojos sin sentirnos pequeños, ni extraños, ni idiotas; porque uno no puede sentirse idiota queriendo a otra persona, elevando lo de cuidar a alguien al cuadrado. Uno no puede sentirse idiota mientras recuerda el color de sus ojos y le empieza un terremoto en el pecho sólo de pensar en su primer beso, y en todos los que vinieron después de aquel menos tímidos, más largos, más profundos, más húmedos.

Como todo lo demás.

Pero me quitas el privilegio y te conviertes en sombra inalcanzable, te conviertes en un borrón al que no puedo abrazar por mucho que camine.

Y me quedo en la orilla, siendo la Penélope de esta historia, esperando a que vengas, o a que vuelvas si es que alguna vez has estado aquí, ocupando el mismo espacio-tiempo-amor que yo.

Pero da igual, al final todo da igual.

Porque creo en ti como imposible y como carne.

Como trampa y música.

Como misterio y verdad.

Como tormenta y eclipse.

Como crimen sin castigo.

Yo sigo creyendo que algún día despertaré siempre a tu lado, y no necesito más para mantenerme vivo.

Dos bandos.

Al final el mundo acaba dividiéndose en dos. Resulta, la mayor parte de las veces, extremadamente complicado quedarse neutral, impasible, ser el gris entre un magma alterado de negro y blanco.

Equilibrar la balanza parece cosa de magia o ciencia-ficción.

Sobre la tierra la división es entre personas de gatos y otras de perros.

Personas a las que les gusta beber café y otras que prefieren el té.

Los que beben o vino o cerveza.

A favor del Imperio o de la República.

También hay zurdos y diestros.

Policías y ladrones.

Músicos y oyentes.

Ciegos y aquellos que pueden ver.

Los que sienten y los insensibles.

Los que tienen nombre y los sin nombre.

Los que aman y los que hacen como que aman.

Ganadores y perdedores.

Nos gusta simplificar, explicar las situaciones a grandes rasgos, generalizar.

Y también banalizar prácticamente todo.

O estás conmigo o contra mí.

Damos poca opción a elegir, y en realidad lo entiendo, facilita las cosas, es más sencillo saber si alguien es compatible contigo sólo conociendo si está de tu lado o está en el lado contrario.

Tan fácil como eso.

Hoy es de esos días en los que el cinismo me sale por los dedos y sonrío para mí mismo viendo la mierda en la que se ha convertido todo mientras me retuerzo de dolor, sin saber canalizarlo demasiado bien.

Yo sólo sé que un día nos miramos a los ojos y ahora ya no creo en nada, que tumbé muros por tocarte y ahora estoy solo en medio de la inmensidad de una ciudad que no arropa como arropan tus brazos.

No me hacen falta armas para morir, tengo la más mortífera de todas entre los huesos del cráneo.

Y es que es cierto que al final todo se reduce, todo es mínimo.

Era más sencillo de lo que parece, era cuestión de decidir.

Yo aposté sin que me temblara el pulso de la mano que llevo siempre en el bolsillo, y tú mirabas desde lejos, asomando sólo de vez en cuando la cabeza para ver cómo iba la partida.

No quisiste hablar en voz alta más de lo necesario, ni mantenerme la mirada, ni tocarme cuando había luz.

Pregúntate ahora tú en qué bando estás, ¿entre los valientes o entre los que luchan y hablan sólo en su imaginación?

Yo lo tengo claro.

Sólo quiero.

Debe ser ya abril en París porque no estoy entendiendo lo que me pasa dentro del pecho, aunque fuera el frío siga congelando pestañas y las olas rompan con más fuerza que nunca contra las playas del norte.

El tiempo ya ha demostrado que es frágil, escurridizo, que le gusta escaparse entre los dedos igual que se escapan los mechones de tu pelo entre los míos mientras veo cómo vuela la noche más oscura sobre mis hombros para llenarme de miedo y viejos temores.

El tiempo es, al menos, tan caprichoso como lo somos nosotros, que algunos días lo queremos todo y al día siguiente lo tiramos a la basura, sin preocuparnos demasiado, y después nos arrepentimos sin que podamos remediarlo.

Algunas veces tomamos decisiones sin pensar y otras pensamos tanto que nunca llegamos a decidir nada, que nos quedamos pisando el alambre sin atrevernos a comenzar a caminar sobre él.

Somos animales de costumbres, que prefieren quedarse en su cueva a salir a encontrar algo nuevo por si no es mejor de lo que tienen. El «por si» delante de un no sale bien es casi tan mortal como el «pero» después de un te quiero.

Somos animales racionales muy irracionales, que se dejan llevar por los instintos, por la atracción de unos labios, por el magnetismo de una mirada, por la sonoridad de las palabras, por la canción adecuada en el momento justo.

Sólo quiero abrazarla y que todas las piezas vuelvan a su sitio.

Sólo quiero que nada le duela.

Sólo quiero estar cuando más le haga falta, y no puedo.

Realmente sólo quiero hacerle la vida fácil.

Sólo eso.

Todo eso.

[Siempre serás mi desastre preferido.]

 

En mitad del sombrío invierno.

Nos creemos los héroes cuando quizá no seamos más que los villanos.

Yo sólo sé que soy como un soldado que en plena guerra tiene el brazo roto y no puede sujetar el fusil, y por eso ya no sirve para nada, por eso me mandan a las trincheras y de vuelta a casa en mitad del sombrío invierno (in the bleak midwinter*). Soy a ese al que mandaron en primer lugar a dar la cara, a recibir las balas, los golpes y a llenarse de barro las botas porque mi pérdida no supone nada, porque no soy tan valioso, porque sólo sirvo para sentirme halagado con lo que me toque por fortuna.

Me siento ya en retirada, caminando silencioso entre la bruma y el humo de tabaco, deseando que la lluvia deje de calarme las entrañas para llegar a casa y que alguien, que probablemente no lleve tu nombre, me cure las heridas y me cuide el corazón.

Sabemos que el mundo va a consumirse a sí mismo, que nosotros estamos ayudando a que todo se desintegre más rápido de lo que debía hacerlo. Pero imagina, imagina por un instante que existe una cuenta atrás, imagina que hay un plazo, que tenemos una fecha exacta en la que todo se destruirá.

Imagina que eso va a suceder en cinco años, que entonces el mundo ya no será mundo y tú no serás tú, y tus manos no serán manos. Y todo se habrá acabado, de un instante a otro, todo desaparece y no hay conciencia, ni cultura, ni ricos, ni pobres, ni historia, ni facturas, ni peleas, tampoco miradas cómplices, ni caricias, ni la tristeza de un domingo por la tarde.

Imagina que el mundo tiene fecha de caducidad y que tú tienes un temporizador marcando una cuenta atrás que llegará a cero y lo destruirá todo. Piensa bien a quién querrías dar el último abrazo, el último beso, a quién hablarías por última vez, qué canción escucharías antes de ser parte de alguna estrella, qué comerías la última noche, qué dirías para despedirte.

De verdad, para un segundo.

Un minuto.

Dos.

Tres.

Los que sean necesarios para que pienses un poco.

Mira a tu alrededor, mira tus manos, tus pies, tu cara en el espejo del pasillo.

Mira tus libros en las estanterías, las últimas conversaciones en tu teléfono.

Mira tu vida y piensa si estás haciendo con ella lo que realmente quieres.

Y si la respuesta es no.

Si la respuesta es no, cámbiala porque quizá el mundo no acabe tan pronto, pero el tiempo pasa rápido, y entonces respirar no te habrá servido para otra cosa que para doler, y estoy convencido de que no hemos venido al mundo para eso.

Si la respuesta es no: sal de casa, búscale, llama a su puerta para quedarte, y aprovecha el tiempo hasta la muerte o hasta el fin del mundo, lo que llegue antes.

*In the Bleak Midwinter, es un poema de la poetisa inglesa Christina Rossetti. Fue una frase popular entre los soldados de la Primera Guerra Mundial. Aparece en varios capítulos de la serie de la BBC Peaky Blinders.

Nuestro Big Bang.

Todo comenzó hace millones de años.

En el espacio.

La unión de partículas básicas comenzó a crear elementos, elementos que se atraían entre ellos y en algún momento que no acabamos de conocer demasiado bien surgió la vida, en medio de un caldo mágico. Vida microscópica que poblaba el planeta, que comenzaba a llenar de movimiento la tierra, el agua y el aire.

La física y la química jugando a ser Dios.

Células procariotas y eucariotas llenando cada centímetro del nuevo planeta vivo.

Más tarde, mucho más tarde, óvulos y espermatozoides se unieron, transformándose el uno al otro, evolucionando hacia un nuevo ser. Y los continentes se rompieron, y vagaron hasta quedarse en su sitio.

Un latido cardíaco.

Sangre en movimiento.

Oxígeno entrando en el cerebro.

Dinosaurios, extinciones, meteoritos y fuego en las cavernas. Volcanes en erupción, frío glacial, supervivencia extrema. Rugidos lejanos, magia con sangre en las manos, pirámides de piedra y emociones. Filosofía en el foro, ejércitos con afán conquistador y derecho romano. Médicos árabes, la Ruta de la Seda y la Gran Muralla China. Mazmorras, princesas sin apuros, reyes sin reino. Ángeles sin sexo y demonios con mucho. Guerras injustas, cuadros colgados en iglesias, música de trovadores, revoluciones en la sombra y a la luz. Mentiras en boca de charlatanes, drogas para quitar el dolor, televisión en blanco y negro, el tren bala y el wifi.

Vida nueva sobre vieja.

Eso somos.

Sólo eso.

Cromosomas extras, alteraciones genéticas, cambios en las proteínas, disfunciones, enfermedades.

Noches y días, Copérnico, el cometa Halley, eclipses de sol, Júpiter en el cielo, constelaciones, agujeros negros y astrología barata.

Y llegamos nosotros, tal cual somos, mientras en nuestro interior la maquinaria no deja de funcionar a diario, quemando leña en nuestro motor interno, mandando señales, recogiendo información, abriendo los ojos, cerrando las manos, rezando en silencio a la nada.

Sube la serotonina, se dispara la dopamina, cae la noradrenalina, se contraen las suprarrenales, se exprimen y el sudor cae sobre la piel sin necesidad de que sea quince de Agosto.

Feedbacks negativos que regulan nuestras glándulas y órganos, que hacen subir y bajar los niveles en sangre, que nos mantienen vivos a expensas de lo que pase en el mundo exterior. Más allá de la seguridad de nuestra carne y las paredes de nuestro hogar.

Semen, bilis, sangre y lágrimas, tan básicos y tan complicados como eso. Estamos tan llenos de fluidos como de esperanzas.

Somos idas y venidas hasta que nos agotamos, hasta que se nos desgasta el cuerpo y deja de funcionar sin que tenga posibilidad de reparación. Entonces formamos parte del ciclo de un modo u otro, nos volvemos a convertir en aquello invisible, intangible y fundamental que conforma el Universo.

Pasamos de ser cenizas a hacer crecer una rosa roja en medio de la nada.

Con esa misma naturalidad con la que llega la primavera, el miedo, la lluvia o la muerte a nuestras vidas llegó ella, cambiándolo todo. Cambiándome a mí, creando cimientos fuertes sobre los cuales echar raíces, crecer sin miedo. Llegó quitándome el peso de la espalda, el dolor del pecho, la falta de aire, la migraña y la inseguridad. Llegó haciendo que hasta un día de ciclogénesis explosiva pareciera el paraíso perdido.

Me abrió la boca y me cerró las ventanas para que dejara de tener frío cuando no estaba.

Vimos juntos del blanco al negro, pasando por el resto de colores del espectro visible. Había arco iris en el cielo y en sus ojos después de la lluvia escasa de estos tiempos modernos.

La ciudad y el mundo eran secundarios al ir de la mano, cuando nos besábamos debajo del muérdago con las luces de Navidad de fondo, con la gente mirando de reojo. Todo cobraba sentido de pronto, todo tenía un motivo. Una razón para seguir latiendo y respirando.

No somos conscientes de la importancia que tiene el hecho de que exista alguien por quien vale la pena ver amanecer un día más, que nos saque una sonrisa a kilómetros de distancia, que nos haga vibrar sin necesidad de tocarnos la piel ni de mirarnos a los ojos.

La mañana significaba besos, café y risas contra el cuello; pero sobre todo futuro. Esa pequeña luz entre las ruinas que te rescata de ti mismo, esa extraña paz de saber que existe alguien que lloraría tu ausencia, que se acordaría de tu cumpleaños, que te daría un abrazo sin preguntar si lo necesitas porque sabe leer tus ojos, que te pondría el termómetro de madrugada y te cuidaría como si fueras de nuevo un niño que no sabe ni tan sólo atarse los zapatos.

Nos transformamos el uno al otro, con las manos, con los labios, con las miradas, con el silencio. Evolucionamos en el mejor o en el peor sentido de la palabra. Nos susurramos verdades al oído, nos escuchamos latir, nos vimos arder sujetándonos las muñecas contra la almohada.

La mayor fuerza de creación y destrucción de la naturaleza debe ser el amor o, al menos, eso creo. Del amor surge nueva vida, de amor se puede morir; y dicen que también comenzar de cero.

El amor debería ser un treinta y uno de diciembre permanente, con sus buenos propósitos, con sus buenas intenciones, con sus ganas de darle la vuelta a todo y remover las corrientes más profundas. El problema de los propósitos de año nuevo es que la mayoría de las veces no se cumplen, por supuesto. Pero lo intentamos con ganas al principio, después tengo la sensación de que sólo lo intenté yo.

Nos fuimos deshaciendo como dos cubitos de hielo delante del fuego y lo pusimos todo perdido de agua y ganas, de pasión y temores. Compartimos cama, lágrimas y viajes en coche. Compartimos dedos entrelazados, gemidos y botellas de vino. Compartimos un poco de vida sin necesitar de nadie más. Nos compartimos, nos partimos por la mitad, nos probamos, nos unimos, nos montamos como se hace con cualquier puzzle de más de mil piezas. Con dificultad.

Caímos al vacío después de noches de alcohol y guerras de lenguas, y cuerpos sobre el colchón de una fría habitación. Nos dejamos caer, sin impedirlo, sin intentarlo, sin apenas darnos cuenta, sin mirarnos a los ojos.

Hicimos el amor en todas sus variantes, hicimos la fotosíntesis. Conseguimos que todo fuera una nueva metamorfosis, haciéndonos heridas y sellándolas con saliva.

Nos rompimos en la mejor noche de mi vida.

Tuvimos nuestro momento de gloria.

Fuimos esa película de cine mudo que de pronto tuvo voz, esa sonata de Mozart que dio paso a la complejidad de Beethoven, esa rima de Bécquer que inspiró a Benedetti, ese río que desemboca en el mar, ese cuadro de Dalí que se derrite hasta caer, esa cumbre que está tan cerca del cielo que hace que se te olvide lo que es vivir con los pies en la tierra.

Fuimos mejores que cualquier amor de los que escribió García Márquez, y todavía lo somos. A pesar de todo, a pesar del viento contra las ventanas, del nudo en la garganta, de las noches en vela preguntándome si estarás pensando en mí, de la angustia en la boca del estómago.

La humanidad ha dejado atrás la Inquisición, las guerras mundiales, la crisis económica, la burbuja inmobiliaria, la subida del precio de la gasolina, el gol de Iniesta, las muertes del club de los 27, la estación espacial internacional. Y nosotros dejamos que pasaran los meses sin mover ninguna ficha en el tablero de ajedrez, sin tener muy claro cómo queríamos que acabara la partida en la que nos habíamos visto involucrados después del inesperado encuentro de nuestras caderas, de nuestro fuego perpetuo. Dejamos que las cartas sin leer se acumularan en el buzón de casa con tal de no saber a dónde teníamos que llegar.

Permanecemos en pie mientras el mundo sigue girando sobre sí mismo y viajando alrededor del sol a su ritmo habitual, con una cadencia constante. Hay nubes creándose y desapareciendo, lluvias torrenciales destrozando regiones, olas gigantes barriendo costas mar adentro, huracanes tragando personas, incendios cubriendo el cielo de humo.

Y siento otro beso que parece una gota de agua en medio del desierto, otra mirada que se convierte en la luz que me guía por el sendero, otra caricia que trae el olor de flores secas y pintura, otro abrazo que deshace mi roca y me convierte en arena.

No quiero soltarte las manos, ni volver a sentirme descalzo, ni tener que jugar solo, ni seguir haciéndome pequeño, ni castigarme eternamente por haberte perdido en medio de esta jungla ordinaria.

No quiero perder más asaltos en un combate a vida o muerte.

La mezcla de almas, el fuego fatuo junto al cementerio, el viento dejándonos sin ropa, ni miedos, vaciándonos de vida y sueños. Las auroras boreales esperando a que podamos verlas juntos, Lisboa guardándonos sitio en sus viejos tranvías, Santiago adelantando el verano para que vayamos a escondernos en su catedral, el Born encendiendo las farolas para que nos besemos en cada uno de sus pequeños portales.

Sólo quiero perdonarte, perdonarme, perdonarnos, olvidar el daño. Sólo quiero mirarte de nuevo mañana.

Todo comenzó hace millones de años para acabar aquí.

En el fin del mundo.

Justo aquí, donde estoy yo sin ti.