El otoño llega cambiándolo todo: el color de las hojas, la temperatura, el ánimo de la gente, la ropa de calle y de cama, los besos, la luz de la ciudad; y todo se reduce a caminar con las manos en los bolsillos de los vaqueros, la espalda ligeramente agarrotada y la mirada perdida deambulando por el barrio.
Y sigo con dolor de cabeza y no so soy capaz de distinguir si es resaca, una contractura cervical o la vida diciéndome que me muera.
He tachado otro día del calendario sin sentirme orgulloso por nada, sin ganas, sin que me importe demasiado lo que pasará mañana o la semana que viene, sin tener un futuro planificado, sin saber si algún día conseguiré que mi cerebro se calle y se apiade de mí.
No tengo ningún clavo ardiendo al que agarrarme, ni la honestidad necesaria conmigo mismo para dejarme ayudar, ni abrazar, ni entender. Prefiero seguir dentro de esta nube tóxica que son mis pensamientos, mi visión gris del mundo y las personas.
Prefiero seguir entre las ruinas de mí mismo sin poder reconstruirme, jugar a esta versión difícil del día a día, hundirme en los charcos y en el pozo, volver a la cueva desnuda de la que vengo y dejar que caigan las ramas y llegue la nieve, y el frío que no se va ni con hogueras, ni tus sonrisas más tiernas.
Algunos días escucho una risa cínica antes de dormir que me susurra:
Que el diablo te acompañe.
Y sé que no puedo hacerte feliz, y que estoy perdido.
Y vuelvo a entrar en las tinieblas y en mis pesadillas más oscuras.