Mes: junio 2020

Sigue siendo primavera.

Había más secretos que en esas novelas de misterio e intriga que tanto te gustaba leer.

Había más silencios que en las canciones que ponías para que retumbaran con fuerza en tus altavoces.

Había más caminos de los que nombrabas en voz alta.

Había más amaneceres sin mí que conmigo.

Me perdí entre los mapas de tus dedos y tu piel, y no encontré más tesoros que todos los que quise imaginar cuando rozaba tu lengua con la mía.

Me perdí entre las nubes de los días grises y viento de poniente, sin ser capaz de hallar consuelo en los recuerdos de los dos.

Algunos venenos son de efecto lento, y empiezan a notarse sus síntomas después de mucho tiempo. Comienzan a caerse las uñas, el pelo y los dientes mientras me deshago bajo la lluvia ácida que azota mi malograda conciencia.

Creí que sería más fácil encontrar la salida cuando ya no quedara nada, y todavía sigo atrapado, y acaricio los barrotes de esta cárcel en la que he aprendido a no vivir mientras actúa la suerte.

Por inercia.

Todo lo hago por inercia.

Y porque no queda otro remedio.

Combatir la tristeza, ponerme las zapatillas, tomarme el café de las mañanas, quejarme de todo.

Desde la distancia y la extraña paz que me proporciona la soledad observo la pista de baile mientras se va llenando y veo cómo los demás disfrutan de la compañía pero yo sigo sin ser capaz de hacerlo.

Desde la distancia prefiero cerrar la puerta sin hacer mucho ruido y esperar a que nadie repare en mi ausencia, ascender sin prisa a la colina, apoyarme en el tronco del único árbol que la habita y observar todas las constelaciones que abarca mi vista. Todas esas constelaciones que volverán a susurrarme tu nombre para sentir que todavía quedan latidos en el centro de mi pecho.

Para sentir que sigue siendo primavera.

Paella los domingos.

Los domingos de buen tiempo siempre recuerdan a esos días en familia, de aperitivo a mediodía, con las gotas resbalando por los botellines marrones de la cerveza fría recién puesta sobre la mesa, el mantel de cuadros que se va salpicando de manchas de unos y de otros y acabará en la lavadora cuando acabe la tarde.

Y es imposible no recordar a tu abuela preparándolo todo para hacer paella. La valenciana, no uno de esos otros inventos modernos.

Esa imagen va ligada a la sensación de bienestar y tranquilidad de pasar tiempo con los tuyos, de saber que todo va bien aunque vaya mal, de reír, de contar anécdotas e ir creando otras nuevas.

La nostalgia que evoca la imponente imagen de estar todos alrededor de la mesa grande, de ver quién come directamente de la paella y a quién le toca hoy comer en plato, de preguntar quién quiere vino del barral, quién cerveza y qué refresco querrán hoy los más pequeños de la casa. Junto a las ensaladas debe haber almendras fritas con sal que llegan casi directas de los almendros del abuelo, y ajo arriero.

De pronto necesito, quemarme la espalda después de haber estado más tiempo al sol del que debería y pasarme la noche quejándome del roce de las sábanas.

Necesito escuchar que no puedo bañarme en la piscina sin haber hecho la digestión y tirarme de cabeza cuando nadie me vea.

Necesito un vaso de leche fría para merendar y coger la pelota para marcar un gol por la escuadra mientras todavía llevo el pelo mojado y me roza el bañador.

Y ahora, de pronto, pensándolo bien, me siento diminuto viendo cómo entra el sol de soslayo en mi salón.

Sin vino de casa, sin nadie más que la música de los vecinos que resuena entre mis paredes.

Sin paella los domingos.

El fin de todo.

Dicen que la historia se repite pero yo no estoy tan seguro, lo único que se repite a lo largo de los siglos y milenios es la estupidez humana.

No sé si las cosas me van ahora peor que antes, tampoco sé si me irán mejor mañana. Lo único que siento es que el tiempo se mueve distinto entre mis manos, que se va escapando sin que apenas me de cuenta y se desliza hasta las rendijas de las alcantarillas perdiéndose en las profundidades para siempre.

Hambre.

Sueño.

Placer.

Las noches van cargadas de necesidades básicas, y el cielo de deseos ocultos entre las sábanas.

Estoy tan cansado de mirar a la oscuridad y seguir escuchando las voces de los demonios riéndose de mí, tan cansado de que la existencia me oculte numerosas verdades que todavía he de descubrir.

Algunos días siento que tendrán que pasar más de cien años para que pueda descansar tranquilo, para que mis átomos se alineen con los astros y la normalidad pueda entrar en el salón de mi casa asiendo un libro viejo en una mano y un café humeante en la otra.

Quizá no estoy hecho para eso, quizá tengo que vivir siempre envuelto en el desastre y la incertidumbre, tambalearme sobre el alambre y mirar con una sonrisa a los leones que afilan sus garras y sus dientes esperando mi caída. Pero no importa, el equilibrio es uno de los sentidos que más he conseguido desarrollar, junto al del peligro.

(Las derrotas sirven para algo).

Y ahora se enciende un piloto rojo en mi sien, que no deja de parpadear, cada vez que se acerca alguien nuevo y desconocido.

Y salta la alarma antirrobo.

Y me cierro por dentro,

para que nadie vuelva a hacerme daño.

Como si tú hubieras sido el fin de todo.

 

 

Caballo de guerra.

Ha cambiado la luz de la tarde porque vienen las tormentas y me golpean en el pecho los truenos que crujen contra las ramas de los árboles. El mundo no ha dejado de dar vueltas cada vez más rápido desde que te fuiste y menos mal, porque pensaba que el tiempo se había detenido, y sólo era que estabas sujetando fuerte mis riendas como si yo fuera tu caballo de guerra, permaneciendo siempre fiel y a la espera de la batalla junto a ti.

Pero algunas batallas no las debemos luchar.

A veces tenemos que volvernos a casa para poder sobrevivir, aunque nos cueste un tiempo lo de dejar de enrollarnos en las sábanas y llorar contra la almohada.

A veces nada sana más que el calendario y las canciones.

Y un café helado en la terraza sin esperarlo.

He paseado por la playa con la mente en blanco y las nubes cada vez más negras.

La vida se ha vuelto caótica e impredecible, y yo he decidido regalarme un poco de paz en medio de tanto ruido externo, he aprendido a ir curándome desde dentro a base de agua salada y escozor.

El dolor tampoco dura para siempre, se va difuminando y deja hueco para nuevas aventuras. Abre caminos dentro del pecho para poder ir tomando direcciones distintas, para ir buscando la salida del laberinto de puro músculo que llevamos bailando tras el esternón.

Y ya no vuelvo atrás.

Porque hay caminos que no quieres mirar de nuevo, sólo necesitas quemarlos con Napalm para que nadie pueda sufrir lo mismo que sufriste tú.

Y seguir caminando.

Y dejar que la lluvia te moje y te desdibuje con la noche como mejor aliada.

Y acabar sonriendo como si no hubieras mirado nunca a los ojos del abismo mientras en el cielo, entre los edificios malgastados de la ciudad, un relámpago te da las buenas noches.