Había más secretos que en esas novelas de misterio e intriga que tanto te gustaba leer.
Había más silencios que en las canciones que ponías para que retumbaran con fuerza en tus altavoces.
Había más caminos de los que nombrabas en voz alta.
Había más amaneceres sin mí que conmigo.
Me perdí entre los mapas de tus dedos y tu piel, y no encontré más tesoros que todos los que quise imaginar cuando rozaba tu lengua con la mía.
Me perdí entre las nubes de los días grises y viento de poniente, sin ser capaz de hallar consuelo en los recuerdos de los dos.
Algunos venenos son de efecto lento, y empiezan a notarse sus síntomas después de mucho tiempo. Comienzan a caerse las uñas, el pelo y los dientes mientras me deshago bajo la lluvia ácida que azota mi malograda conciencia.
Creí que sería más fácil encontrar la salida cuando ya no quedara nada, y todavía sigo atrapado, y acaricio los barrotes de esta cárcel en la que he aprendido a no vivir mientras actúa la suerte.
Por inercia.
Todo lo hago por inercia.
Y porque no queda otro remedio.
Combatir la tristeza, ponerme las zapatillas, tomarme el café de las mañanas, quejarme de todo.
Desde la distancia y la extraña paz que me proporciona la soledad observo la pista de baile mientras se va llenando y veo cómo los demás disfrutan de la compañía pero yo sigo sin ser capaz de hacerlo.
Desde la distancia prefiero cerrar la puerta sin hacer mucho ruido y esperar a que nadie repare en mi ausencia, ascender sin prisa a la colina, apoyarme en el tronco del único árbol que la habita y observar todas las constelaciones que abarca mi vista. Todas esas constelaciones que volverán a susurrarme tu nombre para sentir que todavía quedan latidos en el centro de mi pecho.
Para sentir que sigue siendo primavera.