Mes: febrero 2018

Un mundo en el que ya no me mires.

La ciudad ya no duerme, ni la gente, porque tenemos miedo de cerrar los ojos y que el mundo conocido desaparezca bajo nuestros pies cuando despunte el día, tenemos miedo de que todo cambie de golpe sin habernos dado cuenta, sin haber formado parte. Tenemos un miedo ensordecedor a abrir los ojos y no reconocernos, a sentirnos fuera de lugar, como cuando la persona que duerme contigo es de pronto, con tan sólo una vuelta del minutero a la esfera del reloj, un completo desconocido.

Me gustaría escupir como lo hace Chinaski, con palabras certeras y verdades incontestables a pesar de que pasen los años y las páginas en las que están escritas su vida y milagros comiencen a parecer las hojas de algunos árboles en otoño, justo cuando están a punto de caer. Me gustaría que mis frases y mis besos fueran para ti también como tiros a quemarropa directos al corazón de los que no poder escapar.

Entre letras y pensamientos sigo siendo un viejo luchador, ya lejos del ring y de las apuestas, de los focos y los flashes de las cámaras. Sigo siendo un luchador que ya no espera nada, por eso todo es diferente, por eso todo ha cambiado y los mapas, los caminos y las señales ya no me parecen los mismos de antes.

Te sujeto ahora después de las tormentas, los temblores de tierra y de piernas, como se sujeta a cualquier pájaro, sólo con la palma de la mano, para que si te quedas o te vas sea porque es lo que quieres, lo que sientes en ese pequeño rincón inaccesible que todos tenemos guardado entre la carne. Supongo que el amor también es eso, que el otro tenga la libertad de decidir siempre aunque te pueda doler, y sobre todo creo que se trata de nunca intentar apretar las manos para que alguien se quede a tu lado.

No tengo muy claro lo que quiero en esta vida, ni lo que espero del futuro, lo que sé con certeza es que no quiero despertarme un día y sentir el vacío de tu existencia palpitándome en las manos, latiéndome en el pecho.

Lo que nunca quiero es pisar un mundo en el que sólo pueda encontrarme contigo por casualidad.

Un mundo en el que ya no me mires como lo haces ahora.

¿Dónde?

En el fondo (y en la superficie) son muchos más mis defectos que mis virtudes y apenas hay un débil rastro en mi interior de esa imagen que trato de proyectar hacia los demás. Soy en realidad tan inseguro, cabezota, cobarde, complaciente y descreído, tengo tan asumido que las cosas en la vida no acaban bien salvo cuando te conformas.

Y yo nunca me conformo.

Y siempre querré más de ti, del postre, del mundo.

Siempre tendré sed, hambre, sueño y la cabeza llena de miedos que dejar perder en cualquier retrete; por eso he aceptado y asumido ya que es imposible lo de llegar a ser feliz, si es que la felicidad finalmente es una meta y no el camino.

Ya no puedo camuflarme, ya no puedo mantener el pecho sellado para que no quede a la vista la verdad que ha estado ahogándome todo este tiempo. Ahora estoy tan expuesto que me siento desnudo en plena calle, como si cualquiera pudiera juzgarme a la primera de cambio. Justo cuando he logrado quitarme las escamas, alejarme del suelo, comenzar a caminar sobre mis dos piernas.

Me he acostumbrado al dolor, a las heridas, a sangrar sin que nadie lo vea.

Me he acostumbrado a sonreír, asentir y fingir que todo va bien, que nada pasa, que puedo controlarlo todo.

Afuera ladran los perros y el sol aguanta un rato más que ayer, y la pólvora me inunda las fosas nasales. Ahora siento esta tristeza removiéndolo todo por dentro y no lo acabo de entender, ni siquiera ahora que marzo asoma por la ventana y el paso de los meses comienza a darme vértigo y a provocarme náuseas.

Has visto que estoy cerrando la puerta y ni siquiera te has levantado para impedir que me vaya para siempre.

He estado con los brazos abiertos siempre para evitarte la caída, atento a los posibles daños, a los efectos colaterales de esta historia, siempre tan alerta que estoy agotado y me duele la cabeza de pensar en decisiones, opciones y resultados.

He estado tan al pie del cañón que ahora me deshago contra el suelo, como aquel cubito de hielo que rozó tus labios.

¿Dónde estás tú cuando más te necesito?

Hoy que flaquea la esperanza.

¿Dónde?

Hoy que no me quedan fuerzas para esperar.

¿Dónde?

Hoy que quiero escuchar tu voz, tocar tu pelo y dormir tranquilo.

Y siempre querré más de ti, del postre, del mundo.

[No me arrepiento.

Ni de ti, ni de mí, ni de nosotros.]

 

 

Alma.

Debe existir algo más en la vida que moléculas, física teórica y neurotransmisores que expliquen todo el mundo que nos rodea y nuestros comportamientos como seres vivos, algo más allá, menos lógico, menos tangible que justifique por qué actuamos de determinada manera.

Debe existir un ente invisible que no se puede buscar ni en resonancias magnéticas ni en análisis de sangre, eso que algunos llaman alma pero sin que tengamos que darle ningún componente religioso o místico. Debe ser esa parte de nosotros mismos que nos permite analizar nuestros actos, decidir si actúamos de una u otra forma. Ese centro en el que se conjugan todos los sentidos y nos hacen vibrar, esa pequeña cueva en la que se acumulan las sensaciones, los sentimientos y nos proporciona el lujo de saber apreciar las letras, las notas de una canción, o la luz exacta del amanecer entre las ramas de los árboles. Eso que nos hace abrir la puerta de nuestro pecho a algunos desconocidos para que se acurruquen sin miedo contra nosotros, que nos concede el privilegio de ponernos a temblar al sentir una caricia, que nos saca una lágrima efímera al ver por primera ver la cúpula de Brunelleschi, que nos ata un nudo en el estómago al leer sobre los crímenes de guerra.

Algo que hace que sólo quiera mirarte a los ojos, besarte hasta quedarme sin aliento, cuidarte hasta que se acabe el tiempo.

Algo tan primitivo, tan etéreo, tan volátil como un te quiero pronunciado a oscuras en una fría habitación después del sexo.

Si fuera tú.

Ya no había champagne en casa con el que llenar las copas altas de cristal, tampoco había nadie a quien alzarle la voz entre aquellas cuatro paredes que ya estaban vacías por completo. Sin los cuadros que antes adornaban los muros y que ahora habían dejado un hueco y un clavo como único testigo al que poder interrogar sobre lo sucedido en aquel piso.

La lluvia jugaba afuera con el humor de la gente, cayendo en poca cantidad pero impidiendo el desarrollo normal de las personas de espíritu mediterráneo. Las nubes grises se alternaban en un cielo azul claro y un fugaz arco iris se había dejado fotografiar durante un momento. De todas formas, a mí no había conseguido sacarme una sonrisa, hacía tiempo que las fingía todas cuando estaba en compañía.

Por dentro estaba tan lleno de agujeros que ya nunca fui capaz de volver a ser el mismo.

El piso era un segundo sin ascensor, en el centro histórico de la ciudad, que había visto el ir y venir de un amor joven de gente que ya se cree adulta sólo por rondar los treinta años. Las personas somos tan ilusas que pensamos que lo tenemos todo controlado cuando no podemos controlar nada. Yo no pude hacer mucho más, la fui perdiendo sin darme cuenta de que se estaba yendo sin avisar. Debí abrir los ojos ante las tardes de domingo en silencio compartiendo el mismo sofá pero con la cabeza en dos mundos diferentes, yo leyendo los grupos de whatsapp con los amigos, ella aprovechando la suscripción a Netflix para ver todas esas películas a las que no había querido acompañarla para verlas en el cine, ni siquiera por comer palomitas y hacer algo diferente.

Cuando estás con alguien durante mucho tiempo das por hecho que las cosas no pueden cambiar, que la situación es la que es y los baches vienen y se van; pero algunas veces se cava tan profundo que no hay manera de volver. Al principio nos acomodamos a una rutina que nos gustaba, que nos ayudaba a organizar el tiempo. Tú trabajas por las tardes, yo por las mañanas, por eso yo siempre hacía la cena y ella me dejaba el plato de comida listo para que lo calentara en el microondas, y los viernes siempre salíamos con los amigos y cenábamos fuera de casa.

Pasara lo que pasara.

Y éramos, según nuestro entorno la pareja perfecta. Nos complementábamos, nos gustaban las mismas series, compartíamos intereses, ideologías, motivaciones, el gusto de viajar por Europa cada vez que nos lo permitía el bolsillo, Terry Pratchet y El Señor de los Anillos. Yo dejaba que sonaran en casa Los 40 Principales y ella me permitía a Foo Fighters, Kasabian y Arcade Fire mientras limpiábamos los sábados por la mañana.

No sé si siempre andaba demasiado metido en mí mismo, en leer por encima de mis posibilidades, en observar a los demás para escribir pero no en observarla a ella, no lo sé pero la fui perdiendo. Sentí cómo se diluía entre mis dedos como si fuera azúcar en un vaso de agua y no la pude recuperar ni cuando intenté con todas mis ganas demostrarle que era yo con quien tenía que pasar el resto de sus días, porque no habría nadie que la quisiera como yo. Creo que esa expresión es cierta aunque sea basura destructiva porque ningún amor se repite, ni las circunstancias, ni las personas, ni el momento vital. Es cada detalle lo que hace que una relación sea irrepetible, no por eso mejor ni peor, sólo diferente.

Vi que de pronto hablaba más por teléfono de lo que lo había hecho nunca y que se encerraba en el estudio y en el baño mientras se mantenía en línea. Vi que los viernes salía con gente del trabajo en lugar de salir con los de siempre y que los sábados se iba a casa de alguna amiga, y no quise darme cuenta de que todo se iba por el retrete, y que mis miedos no hacían más que crecer. Y los celos, esas semillas que van creciendo hasta hacerse raíces que te agrietan por dentro y te tiñen la esclerótica de rojo.

Me fui consumiendo en silencio sin saber cómo hacerla volver a nuestra historia de dos, pero supongo que cuando uno decide que algo está perdido y emprende el vuelo ya nunca vuelve a plegar las alas y a encerrarse en la jaula.

Suena estúpido, ¿verdad?

Además, el sexo había desaparecido. Para mí es el vínculo carnal que mantiene el equilibrio en cualquier relación sana que se precie. Todo el mundo sabe que cuando en una relación no existe el sexo se busca fuera, porque al fin y al cabo también es una necesidad fisiológica para la mayoría de seres humanos.

Yo, que al principio me creí víctima, acabé siendo también culpable, cómplice del crimen que estábamos perpetrando. Comencé a tontear de manera inocente al principio, descaradamente después, con cualquiera que mostrara el suficiente interés por mi palabrería y mis gafas de pasta.

Y de lo nuestro sólo quedaba la fachada, los andamios de la calle, porque por dentro todo estaba vacío. Me molestaba compartir la cama, tener que esperarla para cenar, ir a hacer la compra con ella por lo que cada día más hacíamos las cosas por separado, compartiendo una casa sin compartir nada más, compartiendo una casa que ya no era hogar.

Rompimos. Tuvimos que hacerlo antes de acabar destruyéndonos por completo, antes de anularnos el uno al otro, antes de perdernos todavía más el respeto.

Después estuvo el soportar a mi familia echándome la culpa de que todo se hubiera ido al traste, escuchar a mi abuela criticando que no le hubiera pedido matrimonio para poner freno al desastre, como si no hubiera sido todavía peor tener que soportar toda la parafernalia sin estar seguro de que era la mujer con la que quería compartir el resto de mi vida, como dicen en las películas. También tuve que aguantar las preguntas de amigos, conocidos y no tan conocidos sobre los motivos, como si se pudiera responder con una frase, como si hubiera una sola cosa, como si fuera sencillo resumir en un minuto la montaña de piezas rotas que habíamos ido creando hasta derrumbarla.

Tantos años tirados a la basura sin saber muy bien cómo.

Tantos años de tropiezos que acababan en accidente con múltiples heridos.

Ahora tengo su recuerdo amargo siempre en el paladar y un pinchazo en las costillas cuando escucho su nombre. No hay nada agradable por el momento, espero que el tiempo se encargue de borrar lo malo y de ir sacando a la superficie lo bueno del principio y algunos destellos de auténtica genialidad que tuvimos por el medio.

Y en ese último momento de recoger mis cajas de la mudanza, de ver un paisaje tan familiar convertido en un extraño vinieron a mi cabeza aquellas primeras palabras, aquellas que le dije cuando ella tenía dudas:

—No te preocupes, si fuera tú tampoco me elegiría.

Es cierto, espero que nadie me elija nunca, no se merece tanto sufrimiento.

Amor, feliz san Valentín.

Amor, feliz san Valentín.

A ti que quieres de manera innata, sin pensar en las obligaciones que otros te imponen, sin pretender aparentar ante los demás.

A ti que has decidido abrazar a quien cree que no lo merece, que no miras a otro lado cuando quieren darte un beso, que te dejas llevar entre las tinieblas hasta llegar a la cama.

A ti que le coges de la mano sin agachar la mirada, que le sonríes a diario sin que te cueste, que no sientes rabias, ni odio, ni envidia.

A ti que eres feliz con tal de saber que existe en la misma dimensión en la que te encuentras tú, que te basta con compartir tu tiempo, que no necesitas capturarlo todo en fotografías para Instagram.

No sé si los 14 de Febrero son un buen día para celebrar el amor o no, si hay que decir esa frase tan manida de «el amor se celebra a diario» para convencerse a uno mismo. No tengo las respuestas absolutas, no tengo certezas en esto de lo que significa o no querer a otra persona junto a ti; pero sí tengo claro lo que en abstracto significa para mí amar a alguien.

Querer realmente es algo sencillo, que surge sin buscarlo. De pronto, aparece su nombre en el centro de tu pecho y no es posible borrarlo sin que duela. Lo complicado, creo yo, es la manera en la que nos relacionamos las personas porque somos ilógicos y difíciles, y no sabemos manejar ciertas situaciones de la forma adecuada.

Nos hemos acogido a la idea de que nada es duradero, de que las personas se pueden tirar a la basura después de un par de polvos sin que importe lo que sienten, de no querer comprometernos ni complicarnos la vida más de lo necesario.

Nos agobian demasiados mensajes a la vez, vernos más de dos días seguidos, una llamada de teléfono cada noche antes de dormir. Cuando antes eso sólo significaba que le importabas, que algo estaba comenzando a flotar entre los dos, que las partículas que nos rodean empezaban a estructurarse en forma de vínculo.

Tenemos miedo, un miedo increíble a que nos conozcan, a abrirnos la coraza y que alguien pase adentro a calentarse las manos con nuestros rescoldos. Miedo de que vean lo que somos, de compartir, de ilusionarnos, de crecer junto a alguien.

Miedo de que vean nuestro miedo, la fragilidad, lo jodidamente rotos que estamos por dentro.

El amor no es soportar a quien tienes al lado porque no te queda más remedio, tampoco porque no sabes si encontrarás algo mejor, ni porque es mejor tener a alguien que enfrentarte a la soledad de la casa vacía.

El amor no es utilizar a una persona por conveniencia, ni dejar de hablarle sin dar motivos ni explicaciones, ni elegir como si fuera una pieza de ropa que se compra en rebajas.

Amor no es aguantar porque es lo que siempre te han dicho que debes hacer, ni tratar de sacar a flote lo que ya está tan muerto que no puede volver a la vida.

Yo sólo entiendo de cerrar los ojos y verla a ella, de querer abrazarla sin motivo, de quitarle las piedras del camino para que no tenga que tropezar y arañarse las rodillas, de dar besos sin esperarlos de vuelta, de entregarle mis manos en la madrugada, de pedir perdón sin que haga falta, de intentar no herir sus sentimientos aunque no siempre me salga bien.

Yo sólo entiendo de amor desde el día en que me crucé con tus ojos y tuve que tragar saliva porque no podía articular palabra.

Amor, feliz san Valentín.

Pearl Harbor.

He perdido la ilusión, las ganas de soñar, la fuerza para intentar darle la vuelta a todo. Eché la pelota a tu tejado y la sigo esperando, como un perro que espera permanentemente la vuelta de su dueño cuando este ya ha muerto. Tiré pequeñas piedras a tu ventana esperando a que te asomaras en algún momento y veo la luz encendida pero nunca sales a por mí.

El futuro hace tiempo que no existe ni me interesa lo más mínimo, desde que sé con certeza que no vas a despertarme por las mañanas porque quiero quedarme cinco minutos más con los ojos cerrados abrazado a tu cuerpo, calentando mis manos.

Ya no creo en lo que está por venir, ni tengo expectativas más allá de levantarme de la cama por inercia para pasarme el resto del día sentado con la mirada perdida entre letras.

Me siento tan idiota, porque todo me ha pillado tan desprevenido como a los americanos el ataque sobre Pearl Harbor. Creía que éramos otra cosa, que habíamos sido verdad, que había algo más allá del entretenimiento momentáneo entre los dos.

Juro que vi cosas en sus ojos antes de besarla, y quise creer que eran tan reales como la piel que habitamos.

Ahora tengo las manos en alto, soy culpable de todo lo que quieras: de intentarlo, de creer, de luchar, de quererlo, de cuidarlo, de protegernos.

Dime en qué esquina decidiste no volver la vista atrás.

O no, quedémonos callados eternamente, podemos mirarnos siempre sin ser claros, dejarlo todo en el aire, que la herida no se pueda curar, que siga doliendo tanto que no pueda respirar nunca más sin recordarte.

Me está pasando, eso de que todo me recuerde a ti, de que sea superior a mis fuerzas, de no poder evitarlo.

No sé ya si me va a tocar rezar para que alguien me libre de este mal.

Has llegado tan lejos como una bala en campo abierto, como la longitud de onda, como la música en medio del silencio, y nunca nadie llega tan lejos para dejar marchar.

Porque no tiene sentido hacerlo bonito para dejarlo a medias, para que se acabe sin saber por qué, para no ser felices pudiendo serlo.

No tiene sentido dejarlo morir pudiendo salvarnos.

Yo te dije que era para siempre y lo estoy cumpliendo.

La búsqueda y la esperanza.

Buscar.

Nos pasamos toda la vida buscando sin llegar a encontrar lo que realmente queremos.

Buscar.

El sol del litoral nos indica el camino algunos días otros, sin embargo, nos dejamos guiar por las nubes grises que nos llenan la cabeza.

Yo comencé a caminar sin nada entra las manos y he ido poco a poco llenando la maleta, de recuerdos, fotografías, conversaciones, libros, canciones y personas que vienen siempre conmigo. También hay un hueco siempre en la maleta, acompañando a los calcetines y la ropa interior, para las mentiras, lo malo, los miedos, el odio, la rabia.

Y sigo buscando.

Supongo que la búsqueda es algo innato, algo intrínseco al ser humano, algo que va tan ligado a nuestra genética que no nos podemos desprender de ello por mucho que lo intentemos. Somos envoltorios llenos de intenciones y curiosidad. Somos niños tratando de aprender el por qué de todo lo que nos rodea.

Trato de indagar siempre en los rostros, en los ojos, en las manos, intentando averiguar si tras el negro de la pupila hay un alma que anhela lo mismo que anhelo yo.

Buscaba después de tantas turbulencias encontrar algo de calma en ti, al abrigo de tus brazos y tus piernas, y aún te busco porque echo de menos el día a día. El sólo mirarte, darte un beso suave que no lleva a ninguna parte, abrazarte sin miedo a que nos rompamos, escucharte activamente, tratar de evitar tu dolor de forma inconsciente y conscientemente elegirte siempre.

Lo bueno de ese intento nuestro de conseguir cosas es que nunca nos detenemos, ni cuando parece que estamos completamente parados. Hay un pequeño mecanismo en nuestro interior, que parece funcionar como lo hacen los engranajes de un reloj, y nunca para de moverse, mantiene la llama lo suficientemente viva para que no perdamos la esperanza.

Porque es cierto, en muchas ocasiones la esperanza es lo único que nos queda. Quizá eso es lo que realmente nos hace más fuertes, a pesar de las dudas que todo quieren destruirlo.

De un día para otro.

[Continuación de Algún hueso entero.]

Los pies atados y un pañuelo en la boca.

El pobre muerto lleva tanta sangre en el rostro que apenas se pueden distinguir bien sus facciones, como Christian Bale al desencajar su boca en American Psycho pero todavía peor. Daniel sabe que no tiene por qué estar allí pero hace cualquier cosa con tal de no volver a casa todavía. No quiere afrontar el momento de decirle a su mujer que se va para no volver, y mucho menos quiere hacerlo delante de su hija. Se siente cobarde, pero en lugar de huir de ese sufrimiento lo asume como parte de sí mismo. Asume su responsabilidad, su culpa; en lugar de echarlo todo sobre los hombros de Elisa, sabe que el hecho de haber llegado así al momento actual es en parte culpa suya, por haber cerrado siempre la boca y haber agachado la cabeza, por no haber plantado cara, por no haber intentado hacer las cosas de una manera distinta, lo que habría desembocado irremediablemente en un final diferente.

Egea piensa que en el tema de las relaciones sentimentales todo el mundo intenta echar la culpa al otro en primer lugar, algunos nunca se dan cuenta de que ellos también juegan su papel. Él también tiene la tendencia de culpar a su esposa por todo, y sabe que en parte el que no ha querido estar nunca a su lado ha sido él. El forense se obligó a vivir una vida que distaba mucho de la que él imaginaba cuando acababa de empezar la facultad de Medicina. Se encasilló en un matrimonio perfecto, repleto de espejos y medias verdades. Se pregunta ahora si únicamente se enamoraron el uno del otro por las apariencias, por la imagen de éxito y seguridad que proyectaban cuando caminaban juntos. Si no cometieron el mayor error de su vida al ponerse un anillo ante familia y amigos.

La mente de Daniel vuelve al Instituto de Medicina Legal. Ya han visto en la radioscopia del muerto que tiene el cráneo en más trozos que un puzzle de mil piezas. Se encargaron de darle un golpe tras otro en la cabeza hasta acabar con él.

—Le han dado una buena paliza. —En ausencia de Díaz, es Navas el policía judicial que los acompaña en la autopsia. Sin duda se les está acumulando el trabajo con tanto muerto en extrañas circunstancias de un día para otro. ¿Qué cojones está pasando? se pregunta Egea mientras ve cómo Monica está anotando las ropas y objetos que lleva el fallecido.

—¿Está identificado?— pregunta el forense, alejándose unos pasos de la mesa de autopsias. No sabe mucho del cadáver ni de las circunstancias de la muerte porque no ha preguntado hasta entrar a la sala. En ocasiones hace eso de pasarse por allí en sus días libres, sobre todo cuando no se soporta a sí mismo ni a su conciencia.

El de la judicial niega un par de veces y abre su maletín para tomar las huellas dactilares del cadáver después de que le hayan limpiado las manos.

—No tenemos ni idea de quién es este tío.—dice Navas, con su marcado acento. —Pero vamos en la línea de que está relacionado con el tuyo, Egea. —dice cogiendo el tintero para marcar los dedos del fallecido.

Era lo más probable, aunque a Egea no le gusta realizar hipótesis que están fuera de su ámbito, ni de su campo de especialidad. Él tiene claro que hace el trabajo que le toca y que no interfiere en el de los demás protagonistas de la historia si no es más que imprescindible su opinión. Algunos compañeros se lo echan siempre en cara.

—Te mojas poco, Daniel.

Y a él le daba igual, la vida real no era como el CSI, ni como Mentes Criminales, ni como ninguna de esas series gracias a las cuales todo el mundo piensa que sabe algo de criminología, medicina forense, balística, antropología… Esos mismos que creen que el ADN es infalible y que puede meter a cualquiera en la cárcel. Esos mismos que no saben cómo funciona una investigación, ni una instrucción judicial.

Monica después de proceder a fotografiar la ropa y hacer el examen externo del cadáver comienza a limpiarlo, al quitar la sangre los ojos de Egea quedan fijos en las heridas inciso-contusas del cuero cabelludo. Le han dejado el cerebro como un Petit Suisse casi seguro.

Después de hacer la toma de muestras para toxicología y de describir, fotografiar y tomar muestras de todas las lesiones Egea desaparece de la sala, aprovecha para redactar un par de informes que tiene a medias.

Al acabar la autopsia espera a Monica con un café en un bar cercano. Daniel mira a un hombre que está fumando un cigarro en la terraza y lo ha mirado un par de veces, se le pasa por la cabeza que se trate de un periodista que quiera escuchar algo de lo que ha pasado abajo. El forense tiene por norma no hablar de cosas importantes si no está totalmente seguro de que nadie puede escuchar, así que desviará la conversación sobre otros temas.

Monica se sienta frente a él y sonríe. No es romántica, eso ya se ha encargado ella de decirlo a todo el mundo siempre que hay ocasión, y sin embargo, cómo se comporta con él le parece lo más romántico que ha tenido nunca. Probablemente porque es alguien a quien no le importan las apariencias ni lo superficial. Acosta se abraza a la realidad igual que se abrazaba la otra noche a sus costillas.

—Mejor que no hablemos de la autopsia.—Hace un gesto en señal al tipo de la terraza y Acosta entiende, sin más le da un trago a su café.

—¿Cuándo vas a volver a casa?—Él sabe que no se refiere a la propia, sino que ahonda en esa herida abierta, en ese conflicto matrimonial que ya no tiene solución.

—No lo sé. No tengo ganas de empezar a recogerlo todo, de dar explicaciones. Contarlo a mi familia, a los amigos, salir de esa rutina que aunque nos ha matado es a lo que estoy acostumbrado. —Se pasa una mano por el cabello soltando un suspiro. —Elisa es capaz de todo para que su vida no cambie. —Calla un momento y piensa que él también lo ha sido durante mucho tiempo. Acomodado, sin ser capaz de expresar en voz alta cómo se sentía en su matrimonio. —Pensaba que era un fracasado. —Se sincera.—Y quizá ahora empiezo a vivir de verdad.—Le regala una sonrisa triste, una de esas a las que Acosta ya está acostumbrada después de tantos años. Una sonrisa que va a a juego con esos ojos que lo esconden todo.

—Si no quieres estar solo en tu piso puedes venir al mío.—Lo mejor de aquello es que en su tono no hay nada más allá de la sinceridad y es agradable. Ella es tan transparente que Egea sólo puede asentir en silencio mientras da un sorbo a su taza y se le pone un nudo en el estómago.

La vida te cambia de un día para otro, a veces sin que te des cuenta, a veces porque te das cuenta.