Mes: diciembre 2021

Luces parpadeantes.

Hay calma y paz, y luces parpadeantes dentro de casa.

Y una extraña calidez en la cama y en las tripas.

Siento hogar esta casa sin chimenea desde que ella empezó a compartir estas cuatro paredes y el centro de mi pecho.

Flotan el espíritu navideño y las ganas de celebrar, y por eso le concedo esta victoria, una victoria que se suma a muchas otras.

Ahora observo el viento extrañamente cálido que golpea las ventanas y sólo siento ganas de escuchar su arrullo, de mecernos en brazos y acariciarnos las ganas y los defectos, y de secarnos las lágrimas que algunos días se deslizan amargas por nuestras mejillas. Y pienso que no quiero fallarle nunca, y que me da miedo llegar al final del camino de la vida por si no hay nada más allá.

Por primera vez en años siento que estoy en el rumbo correcto, que por fin he aprendido a leer mapas y sé guiarme con la brújula, que soy capaz de orientarme mirando al cielo en una noche estrellada, que podría seguir su rastro hasta el centro de la Tierra sólo por su perfume.

Los armarios están llenos de amor y paciencia, y las estanterías repletas de lecturas aplazadas.

Hay largos paseos y futuro.

Y brillo en los ojos.

Y sonrisas radiantes.

A pesar de los escollos, de esas piedras que la vida te obliga a sortear de vez en cuando, esta cueva es segura y aullamos juntos noche tras noche, y siempre hay fuego del que da cobijo pero no quema.

Estoy aprendiendo, a tenerlo todo a su debido tiempo, y a que todo llega cuando debe hacerlo; por suerte, por destino, o por una concatenación de sucesos que nos llevan al presente.

No tengo ni idea de cómo funciona el Universo, sinceramente, pero ahora tampoco me interesa saberlo.

Hay calma y paz, y luces parpadeantes dentro de casa.

Y besos flotando en el aire.

Una larga mañana.

La vida debería ser una larga mañana sentado al sol de invierno.

Y nada más.

Esa sensación de calidez y paz que te permite dejar la mente en blanco, mientras el balanceo de las olas a lo lejos te llena el oído. Esa sensación de que el tiempo no pasa porque apenas importa. Esa sensación de que todo está bien y lo estará.

La vida debería ser tantas cosas que no es.

Los días pasan demasiado rápido, de verdad que pasan demasiado rápido. Como destellos, como llamaradas fugaces que se pierden en un parpadeo, en el batir de unas alas. Los días se van veloces, sin que le demos a la reflexión el espacio que merece, sin que seamos conscientes de lo que nos sucede ni de cómo nos sentimos. Sabemos más de millonarios que viven al otro lado del mundo que de nuestras propias vidas, porque ya todo es superficial, y los vínculos flotan en el aire como todos esos mensajes sin responder que se acumulan en nuestros teléfonos día tras día.

No sé cómo hacerlo, ni cómo debe hacerse, ni cuál es la mejor forma de conseguirlo, pero necesitamos cuidarnos, mantenernos a salvo, juntos.

Un día nos aplastará el tren del mañana sin que nos hayamos dado cuenta y nos lamentaremos por tanta ausencia sin remedio.

Un día no serán suficientes las canciones que nos mueven el corazón.

Un día ya no habrá nadie al otro lado y quedará el llanto.

Un día será tarde y no habremos hecho nada.

La Dama Blanca (III).

Patrick no era consciente de que llevaba encamado casi un mes, por ese motivo cuando trató de incorporarse no encontró fuerzas para hacerlo. Había sufrido un traumatismo craneoencefálico importante como consecuencia del atropello que le había obligado a ser trasladado al hospital, y había estado ingresado durante todo aquel tiempo, mientras se encontraba en coma. Días y noches sin saber lo que sucedía a su alrededor, sin ser consciente de que al amanecer las enfermeras hacían sus rondas para comprobar el estado de los pacientes y dar parte a los médicos antes del pase de sala. De algún modo seguía allí, mientras su mente viajaba de recuerdo en recuerdo, saltando de un momento vital a otro.

Cuando abrió los ojos lo hizo sin saber dónde estaba, sin comprender cómo había llegado allí, y sin sospechar que su cuerpo se parecía más al de un anciano cerca del cementerio que al de una persona de su edad.

-Tenga paciencia, señor Barker, va a necesitarla para recuperarse por completo. -Le indicó la enfermera de sala que llevaba una carpeta en la que anotaba cómo se encontraba cada uno de los pacientes allí ingresados. El detective la miró alzando un poco ambas cejas, pensando que tenía cierto parecido a su madre, o al menos al aspecto que él creía que su madre habría tenido si hubiese podido cumplir los sesenta años. El cabello moreno, ligeramente iluminado por canas que nacían en la frente y los laterales de la cara, unas arrugas suaves que cincelaban sus mejillas y la frente, y un par de ojos agudos y de color verde oscuros que anunciaban que ya habían visto demasiado.

-Necesito volver al trabajo. – El búho, la Dama blanca, los doscientos dólares. Todo se agolpaba en ese cerebro que acababa de ser conectado de nuevo.

-Necesita estar bien. -dijo con un tono entre la ternura y la autoridad que le daba el blanco de su uniforme.

Y bueno, el detective no se vio capaz de responder con una réplica a aquella frase, ¿quién no necesita estar bien en la vida? Decidió callar, resignarse, respirar hondo y volver a apoyar la cabeza sobre la almohada mirando al techo.

-La doctora vendrá a verlo en un rato. Le hará algunas preguntas. -La enfermera dejó la carpeta a los pies de la cama de Patrick y siguió con el siguiente paciente. Era raro, o curioso, eso de los hospitales desde el punto de vista del detective. Tener que entender y conocer cualquier cosa que le sucediera a un enfermo y tratar de ponerle solución, lo mismo les doliera un dedo del pie que el estómago, tuvieran tuberculosis, gonorrea o un brazo roto.

Debía intentar ponerse en contacto con Oliver Johnson hijo, sobre todo para informarle de que seguía vivo y de que una vez fuera del hospital continuaría con las pesquisas para dar con la joya, si es que todavía necesitaban de sus servicios después de tanto tiempo sin noticias suyas. Aquello no iría bien para su reputación, Barker ya navegaba en un río de aguas turbulentas como para permitirse desaparecer por culpa de un accidente que casi acaba con su vida. Con la mirada fija en el techo, y el reflejo del sol entrando por la ventana e iluminando los azulejos blancos de las paredes volvió a cerrar los ojos y se quedó dormido.

-Patrick Thomas Barker. -La forma en la que habían pronunciado de su nombre le resultó familiar mientras trataba de volver a un estado de vigilia aceptable. 

-El mismo. -dijo mirando a la doctora, reconociendo al instante aquellos ojos color trigo, sabiendo en ese mismo momento que el golpe en la cabeza no le había afectado a la memoria. Aunque por otra parte, ¿quién habría podido olvidar esos ojos? Algunas miradas se clavan a fuego en el pecho y las reconoces a pesar del inexorable paso del tiempo, a través de los siglos y las vidas. -Raina. -La hija del viejo y gruñón Otto Friedrich.

-La última vez que nos vimos estabas algo mejor. -sonrió, anotando un par de palabras en el informe.

-Eso es lo que parecía. – La última vez que se encontraron lo hicieron sin saber que sería la última vez. Raina y su padre fueron a visitar a su familia en Dresde y cuando acabó el verano nunca volvió a verlos. El cambio de destino a una comisaría a las afueras le obligó a mudarse de casa antes de que pudieran encontrarse de nuevo. De aquello hacía más de veinte años.

-Mi padre enfermó y nos vimos obligados a alargar la estancia varios meses. No podía viajar en las condiciones en las que se encontraba y finalmente decidimos quedarnos en Alemania. Falleció hace ocho años.

Un breve silencio se instaló entre los dos, Patrick nunca tuvo especial cariño por aquel hombre pero sabía bien lo que era quedarse solo en el mundo, por eso alargó su mano hasta el brazo de Raina y la observó callado. En determinadas ocasiones lo mejor para expresar las condolencias es mantener los labios en reposo.