La vida debería ser una larga mañana sentado al sol de invierno.
Y nada más.
Esa sensación de calidez y paz que te permite dejar la mente en blanco, mientras el balanceo de las olas a lo lejos te llena el oído. Esa sensación de que el tiempo no pasa porque apenas importa. Esa sensación de que todo está bien y lo estará.
La vida debería ser tantas cosas que no es.
Los días pasan demasiado rápido, de verdad que pasan demasiado rápido. Como destellos, como llamaradas fugaces que se pierden en un parpadeo, en el batir de unas alas. Los días se van veloces, sin que le demos a la reflexión el espacio que merece, sin que seamos conscientes de lo que nos sucede ni de cómo nos sentimos. Sabemos más de millonarios que viven al otro lado del mundo que de nuestras propias vidas, porque ya todo es superficial, y los vínculos flotan en el aire como todos esos mensajes sin responder que se acumulan en nuestros teléfonos día tras día.
No sé cómo hacerlo, ni cómo debe hacerse, ni cuál es la mejor forma de conseguirlo, pero necesitamos cuidarnos, mantenernos a salvo, juntos.
Un día nos aplastará el tren del mañana sin que nos hayamos dado cuenta y nos lamentaremos por tanta ausencia sin remedio.
Un día no serán suficientes las canciones que nos mueven el corazón.
Un día ya no habrá nadie al otro lado y quedará el llanto.
Un día será tarde y no habremos hecho nada.