Hay calma y paz, y luces parpadeantes dentro de casa.
Y una extraña calidez en la cama y en las tripas.
Siento hogar esta casa sin chimenea desde que ella empezó a compartir estas cuatro paredes y el centro de mi pecho.
Flotan el espíritu navideño y las ganas de celebrar, y por eso le concedo esta victoria, una victoria que se suma a muchas otras.
Ahora observo el viento extrañamente cálido que golpea las ventanas y sólo siento ganas de escuchar su arrullo, de mecernos en brazos y acariciarnos las ganas y los defectos, y de secarnos las lágrimas que algunos días se deslizan amargas por nuestras mejillas. Y pienso que no quiero fallarle nunca, y que me da miedo llegar al final del camino de la vida por si no hay nada más allá.
Por primera vez en años siento que estoy en el rumbo correcto, que por fin he aprendido a leer mapas y sé guiarme con la brújula, que soy capaz de orientarme mirando al cielo en una noche estrellada, que podría seguir su rastro hasta el centro de la Tierra sólo por su perfume.
Los armarios están llenos de amor y paciencia, y las estanterías repletas de lecturas aplazadas.
Hay largos paseos y futuro.
Y brillo en los ojos.
Y sonrisas radiantes.
A pesar de los escollos, de esas piedras que la vida te obliga a sortear de vez en cuando, esta cueva es segura y aullamos juntos noche tras noche, y siempre hay fuego del que da cobijo pero no quema.
Estoy aprendiendo, a tenerlo todo a su debido tiempo, y a que todo llega cuando debe hacerlo; por suerte, por destino, o por una concatenación de sucesos que nos llevan al presente.
No tengo ni idea de cómo funciona el Universo, sinceramente, pero ahora tampoco me interesa saberlo.
Hay calma y paz, y luces parpadeantes dentro de casa.
Y besos flotando en el aire.