Mes: mayo 2018

El perdón y la física cuántica.

Mi vida está llena de café, cicatrices por curar, despertares sin ti.

Y caos.

La tuya también está llena de caos, un caos que desconozco casi por completo. Sigues siendo un misterio a pesar de que pasa el tiempo y hemos ido conociendo las fibras de las que estamos compuestos casi sin saberlo.

En el mundo casi todo acabamos conociéndolo de ese modo, un día te encuentras con una persona de la que no sabes nada y a los meses te descubres recordando su fecha de nacimiento, sus canciones favoritas, su escritor de cabecera y su lugar preferido de la infancia. Sin saber muy bien cómo lo has conseguido de pronto estás mirándole a los ojos, buceando en su boca, meciéndote en sus caderas.

Un día todo cambia, se cruza el muro, dejas atrás los límites y sólo tienes ganas de respirar al unísono con las luces apagadas.

Te pido perdón ahora que no me queda otra, es lo único que está en mi mano ya. Te pido perdón porque no sé hacer las cosas de un modo mejor, no he podido pararme los pies ni he sabido detenerme a tiempo. Perdóname por ser incapaz de quedarme quieto cuando te veo, incapaz de hacer como si no pasara nada, de disimular, de decir en voz alta que no me quedan fuerzas pero seguir siempre luchando por los dos.

Soy, algunos días, como esos peces que el mar arrastra hasta la orilla y buscan oxígeno sin que llegue a sus pulmones y al final la espuma acaba brotando por mi boca. Lo sigo intentando hasta el final pero intuyo que este está tan cerca que me recuerda a esas veces que un maratonista no puede alcanzar la meta por culpa del cansancio, aunque sólo le falten unos metros para conseguir su objetivo.

Lo teníamos tan fácil, al alcance de la mano, estábamos rozándolo todo ya con la yema de los dedos. Estaba oliendo tu pelo al salir de la ducha, buscando el hueco de tu cuello para intuir tus pulsaciones.

Yo siempre estoy esperando y nunca acabas de llegar, es una sensación extraña, como si lo nuestro fuera el gato de Schrödinger de las relaciones. Estamos en un estado de vida y muerte permanente, metidos en nuestra caja con nuestro veneno y nuestra partícula radioactiva.

Juntos y separados al mismo tiempo, cincuenta por ciento.

Pero no me hagas caso, no acabo de tener claro que la física sea la ciencia que mejor explica lo que pasa en el amor.

 

Inmarcesible.

Sin voz, quieren dejarnos sin voz, asegurarse de que no podemos quejarnos ni gritar por todo lo que nos hacen. Primero nos colocaron una mordaza y ahora quieren que apaguemos la radio y que sólo haya canciones en la Iglesia.

Pretenden que no se pueda protestar, que el miedo nos cale tan profundo que dejemos de creer que podemos hacer algo para que caigan del poder. Se han reído tanto en nuestra cara, con tanta prepotencia, con esa seguridad que da el pensar que eres intocable. Llegamos a pensar que la censura había acabado, que sonaba a polvo y a blanco y negro en este país, a los tiempos del nodo.

Están los vientos tan revueltos, las caras tan ilegibles, los pensamientos tan turbulentos. Vivimos en un contexto que lejos de ayudar nos obliga a estar enfadados la mayor parte del día y a permanecer alerta. Estamos de manera casi constante preparados para la lucha o la huida.

Convertidos en herejes por culpa de la ley y del gobierno.

La actualidad nos arrolla y los problemas diarios, y todos los otros que nosotros solos nos buscamos. No tenemos tiempo para pararnos a reflexionar, concentrarnos y recapacitar, ni siquiera para disfrutar.

Estamos tan pendientes siempre del reloj, del trabajo, de las obligaciones; que se nos ha olvidado lo que hay detrás de todo eso, hemos dejado de lado a las personas y a nosotros mismos. En el metro sólo hay gente mirando sus teléfonos, apenas hay sonrisas al cruzarse en los semáforos y cualquier mínimo gesto de ayuda nos parece digno de admirar.

Nos han quitado la paz de poder llegar a fin de mes sin sentirnos asfixiados y de no tener que redondear siempre al alza. Nos han hecho preocuparnos por el IBEX 35, el BCE y la política alemana. Nos atonta el fútbol y cualquier premio internacional. Han conseguido anestesiarnos ante el dolor ajeno: la Siria destrozada, las pateras que no llegan a su destino, la injusticia en los tribunales,  el despotismo de la televisión basura, los grandes líderes que nos llevan a la ruina.

Y a mí al final del día nada me importa porque sigo sin poder dormir pensando en ti, continúo agitándome en las sombras intranquilo, como les pasa a esos perros que saben que se acerca un terremoto, prediciendo la catástrofe.

Lo único que me alivia realmente es saber que respiras y no te duele, que no te avergüenzas de cogerme de la mano, que aún hay perdón para los dos si nos atrevemos a tenerlo.

A estas alturas sé que todo lo que me remueve por dentro y tiene que ver contigo es inmarcesible.

No hay remedio, estoy perdido.

Todas las calles llevan tu nombre.

La soledad es una jodida alimaña que se te agarra al pecho y no quiere soltarse. Un día, de pronto, la sientes instalada por completo, tomando tu café sin haber pedido permiso con una sonrisa amplia y no sabes qué hacer. Da igual lo que suceda a mi alrededor, da igual quién me arrope por las noches o me plante un beso en cualquier portal, da igual que llegue el que puede ser el peor verano de mi vida.

Sigo acumulando miedos por momentos en lugar de quitármelos todos de golpe. Sigo mirando al cielo buscando algo de ayuda aunque nunca sé de qué forma puede llegar ya.

Quizá por eso te convertiste en mi centro de gravedad sin que yo tomara parte de una decisión que mis vísceras quisieron adoptar sin consultarme. Me pareciste la estrella que más brilla por la cual un planeta sólo puede girar a su alrededor y no pude evitarlo. Desde que apareciste todas las calles llevan tu nombre, y no hablan de nadie más las canciones. No pude obviar las señales, los mensajes, las fuerzas de la física que me empujaban de manera irremediable hacia ti. Tus labios, tus manos, esa manera incorregible de mantenerme en vilo con la respiración entrecortada, con las pulsaciones siempre al borde de la taquicardia insana.

Quizá fuiste tú el alcohol que tenía que quemarme y curarme desde dentro, la tentación en la que tengo que caer una y otra vez sin ser capaz de oponer resistencia, el poema con el que que poder dormir con la conciencia tranquila.

Yo no sé si a ti te pasa lo mismo pero cierro los ojos sin darme cuenta, sin tener que luchar contra el insomnio, sin pensar de más ni lamentarme por todo cuando estás cerca.

La verdad es que quiero soñar despacio a tu lado sin más prisa que la que pueda marcar el ritmo de nuestro latidos, sin tener miedo a apagar la luz porque ya no existen enemigos a los que combatir, sin que me tiemblen las piernas cada vez que me besas en la mejilla por no decirme adiós.

Sólo quiero que me lleves lejos, que seas tú quien me salve esta vez porque estoy cansado de intentar redimir a los demás, de olvidarme constantemente de mí.

No pido nada nunca pero esto sí lo necesito.

Un rincón entre las nubes.

He vuelto a encontrarte en un bar sentada al otro lado de la puerta, justo donde nunca llega nadie, en esa mesa cuadrada y pequeña junto a la esquina en la que la luz es más tenue y la música se escucha mejor.

Se me han caído las llaves al suelo.

Creo que la última vez llevabas exactamente la misma ropa, diría que también el mismo color de pintalabios, el mismo peinado. Puede que también estuviera sonando la misma canción y que también estuvieras tarareándola mientras me observas.

Quizá es sólo un recuerdo.

Quizá es sólo mi memoria jugándome una mala pasada.

Quizá es que sigo viéndote en todas partes aunque hace tiempo que diga que no lo hago.

El camarero me saluda y me sirve lo de siempre, me conoce tanto como yo a él, somos dos perros que se han lamido alguna que otra noche las heridas. No hablamos siempre, sabemos el día en el que queremos que alguien nos eche una mano con la vida y el día que queremos que los murmullos suban de volumen para no tener que escucharnos ni a nosotros mismos. Diría que somos dos árboles caídos que se han quedado descomponiéndose en medio del bosque, devolviendo con el ciclo de la materia lo que un día les fue dado.

Doy un trago y vuelvo a mirar a la mesa, y está vacía pero tu risa aparece en mi cabeza y tu mano buscando la mía sobre la madera, y casi la siento.

Los recuerdos son a veces más amargos que un café solo y su efecto dura más, son capaces de dejarte destruido durante varios días seguidos, sin darte tregua, sin permitir que remontes. Los recuerdos son como esos medicamentos de liberación prolongada.

No pude poner mis dedos sobre las heridas más profundas, subirte las persianas, quitarte el dolor.

No vi venir el final del camino, no fui capaz de pararte los pies, ayudarte mejor.

No me di cuenta hasta que llegó el desastre y quisiste que el mundo dejara de ser tu hogar, quisiste cambiar tu esquina del bar por un rincón entre las nubes.

Y allí estás, en la mesa de siempre, sonriéndome otra vez y yo con el vaso vacío.

Desde el principio.

Hablamos tanto sin hacer nada, se nos llena la boca con te quieros que se quedan flotando en el aire igual que flota el polvo, igual que flotan las ganas cuando yo te miro.

Nos enseñan desde pequeños a hablar bien pero se entretienen poco a decirnos que las palabras se acompañan con actos, que no podemos pensar de una manera y actuar de otra porque eso tiene un nombre que recoge el diccionario.

Nos enseñan ortografía, gramática, sintaxis, adecuación, cohesión y coherencia, y no tenemos ni idea de manejar las emociones, de explicar cómo nos sentimos, de bautizar con sustantivos todo eso que nos pasa por dentro y nos remueve desde la primera costilla hasta el bazo y la vesícula.

Incapaces, ineptos emocionales, androides a los que destruir después de que hayan sido útiles durante un tiempo. Nos late el corazón sin saber muy bien por quién ni durante cuánto tiempo. Cogemos aire sin saber cómo hablarnos con sinceridad. Nos abrazamos sin tener muy claro cómo usar la compasión, ni qué significa eso de la resiliencia, la perseverancia, la tolerancia, la abnegación.

(No sé si es casualidad que de las virtudes se hable en femenino.)

No es suficiente con escribir en un papel o en una pantalla, no es suficiente con gritar palabras que el viento se lleva cada vez más lejos, no basta con besar si por dentro no se te despiertan los demonios y tienes que guardarlos para no morderle el cuello.

No es adecuado, ni conveniente, ni aceptable arrepentirse de sentir, creerse un loco por querer cuando los elementos están en contra y el teléfono suena sin respuesta.

Deberíamos tocarnos más la piel.

Acariciarnos los párpados cuando cerramos los ojos, besarnos detrás de la oreja, rozarnos el dorso de la mano, palparnos a oscuras.

Y hablar menos.

Porque las palabras se malinterpretan, pierden su significado, pero quitarse la ropa lo deja todo claro.

Desde el principio.

El momento exacto.

No está claro si ya ha llegado el calor del verano porque aún asoman vientos tímidos del mes de marzo que apenas se atreven a pasar porque llegan tarde.

Es tan importante lo de llegar a tiempo.

Llegar justo en el momento exacto.

Cuando llegas antes a un sitio te toca esperar, y esperar es algo que las personas pacientes podemos hacer durante más tiempo que la mayor parte de la gente pero también tenemos un límite. Siempre llega ese momento en el que el reloj se ha parado, se ha quedado sin pila y decides marcharte porque ya no puedes hacer nada, porque a quien esperas nunca llega.

Hay quienes siempre llegan pronto y quienes siempre lo hacen tarde.

Cuando llegas tarde a un sitio ves que ya no queda nadie, y el espacio está vacío con las luces apagadas, con restos de una fiesta que te has perdido.

Llegar fuera de tiempo es frustrante porque siempre te preguntas qué habría pasado si hubieras llegado cuando debías. Entonces tu vida se desdibuja, comienzas a imaginar todo aquello que deseas para ti pero no tienes en tu día a día y lo idealizas. Comienzas a vivir sobre esos sueños que nunca puedes tocar y los comparas con la realidad en la que andas metido y te arrancas la piel cuando te acuestas porque todo es una mierda.

Y te acostumbras a vivir de esa manera, soñando sin tener lo que realmente quieres, porque no decidiste, porque llegaste pronto o tarde al que era tu destino. Te importa poco lo que diga la gente, que lo dejes pasar, que te olvides, que hay otras personas que te pueden hacer feliz.

Te da igual todo, porque tú lo tienes claro.

Me da igual todo, porque yo lo tengo claro.

Siempre será el momento exacto, ese en el que el corazón decide detenerse por alguien pase lo que pase.

Sol y silencio.

Hay sol y silencio.

Y no sé cómo encajarlo.

Siento el hormigueo en la piel, los pensamientos intentando abrirse paso en mi mente a golpe de gritos y el miedo cogiendo fuerza por momentos.

Hay sol y silencio pero aquí dentro siempre llueve, se me empañan los ojos sin que pueda evitarlo. La mayor parte del tiempo soy capaz de controlar las emociones ante la gente, pero eso se acaba cada vez que pongo los pies sobre el sofá y me derrumbo. Nunca hay consuelo, ni tranquilidad, ni paz interior que me permita dormir cuando el reloj marca la medianoche.

Vivimos tan rodeados de mentiras que nos pesan en los hombros, tan acostumbrados a engañar y sonreír, vivimos tan pendientes de lo que dicen, opinan y piensan los demás que nos hemos dejado en la carretera lo que realmente importaba. Vivir según dicen es un acto más de violencia contra uno mismo, pretender seguir el camino marcado, no salirse de las guías, olvidar los propios sueños por el bienestar de otros.

Hemos permitido que nos llamen egoístas por no sucumbir a los deseos y órdenes de aquellos con los que convivimos. Hemos dejado que nos digan que no podemos pisar sobre el cemento fresco para no dejar huellas y ahora estamos encorsetados dentro de esa jaula en la que han intentado convercernos de que se vive bien si tienes nevera, internet, ducha y cama.

He intentado desde hace tiempo quitarme las lianas de piernas y brazos, romper barrotes, bombardear los márgenes, olvidar los tabús y las religiones.

Soy la mayor parte del tiempo como el Roquentin de Sartre, no conozco muy bien el motivo de mi existencia, ni por qué motivo sigo en este mundo sin sentido.

Ya no hay lucha en mi interior, sólo resistencia, porque ya nada importa, ni tiene fruto, ni me sirve en absoluto.

Sólo espero que algún día nos dejen alzar el vuelo sin dispararnos porque queremos irnos lejos.

Sólo espero algún día cerrar los ojos, coger tu mano, morir tranquilo.

La mala suerte.

Quizá es mala suerte, quizá es esta capa de lodo que me recubre siempre, la que no me deja sonreír a diario, sentirme tranquilo, mirarme al espejo y dejar de tener miedo.

Quizá es la mala suerte, o sólo soy yo mismo golpeándome el pecho a diario para permitir que mi corazón siga latiendo.

Voy lleno de vendas que me cubren los ojos, lleno de mentiras que me han dejado cráteres en la piel donde ahora intentan crecer flores pálidas.

Voy lleno de historias que no interesan a nadie, de formas de hablar que no se entienden, de sufrimiento que todo el mundo toma por superficial, sin importancia y exagerado.

No sé si tú también vas enamorándote de ojos que hablan sin despegar los labios, de gente sin modales pero de alma gigante, de la justicia justa, de detalles inconcretos, de canciones habladas, de un rayo de sol inesperado colándose en la habitación.

No sé si tú también tiras los dados y sumas un uno, si siempre que miras al cielo buscando la luna encuentras un eclipse, si quieres disfrutar del camino sin haber empezado el viaje.

Quizá es mala suerte querer ser Ártico junto al mar Mediterráneo, donde los días pasan tan lentos cuando sopla el poniente.

Quizá es mala suerte quererte sin que sirva de nada, quedarme sin respiración cuando el dolor da otra punzada.

Quizá es mala suerte, o la vida haciendo de las suyas demostrando una vez más que nada importa, que todo sigue, aunque duela, aunque pese, aunque nunca podamos olvidar.

Ha caído al suelo mi torre de naipes.

No queda ni rastro de tus caricias en mi espalda.

No hay amanecer.

El mundo se ha convertido en una estatua de sal que se deshace por culpa de la marea, inestable, sin sentido, insoportable.

El mundo sin ti es como una ciudad sin luces, lleno de tráfico, garras afiladas que quieren herirme y caos. Un caos incontrolable que me aprieta el pecho y me golpea con ganchos de derecha directos al mentón.

Me hablas como si pudiera dejarte atrás sin romperme para siempre. Supongo que crees que para mí llegar al final no es más que olvidar un cuerpo, recomponerme un poco con el paso de los meses, acabar renaciendo en otros labios y otros ojos. Y yo veo las frías y ásperas rocas de un acantilado ante mis pies sin que me quede más remedio que saltar.

No hay amaneceres rojos, ni besos suaves, ni manos entrelazadas allá donde voy.

No hay café de cápsula, ni quedarnos dormidos en el sofá, ni cuadros de los dos en la pared.

No hay rencor, ni rabia, ni odio, sólo un dolor inmenso y habitaciones en las que no entra el verano allá donde voy.

Sólo me gustaría restaurarte, dejarte intacta y sin romper, como estabas antes de que llegara para arruinarte la vida.

Sólo me gustaría cerrar todas tus heridas para que nadie pudiera hacerlas sangrar de nuevo.

Me estoy poniendo a prueba, estoy comprobando cuánta tristeza cabe en un ser humano y, de momento, no he encontrado el límite. Esto sigue creciendo día a día, como crecían los monstruos de debajo de la cama cuando apagabas la luz y cerrabas los ojos.

Y se me queda una vida entre las manos que ya no sirve para nada, que pierde el poco sentido que tú le dabas.

Me quedaré siempre siendo un corazón errante en nuestro naufragio, entre las brasas del incendio que creamos.

Nada tiene sentido.

No puedo, no quiero, no sé sin ti.