El paisaje iba quedándose atrás mientras el cuentakilómetros cambiaba de números. El sol caía aquella tarde poco a poco, como hace en las tardes de Septiembre. Es esa época del año en la que echamos de menos las tardes de verano en las que había cosas que hacer, en las que todavía había amigos dispuestos a compartir unas cervezas y risas. El cielo de un naranja marcado se iba apagando con lentitud, como la vida de más de un anciano aquel día en la cama de un hospital desconocido. Me marchaba de una gran ciudad para buscar otra, abandonaba el pasado para olvidarlo todo, para borrar de mi memoria todo el lastre que arrastraba sin darme cuenta. Necesitaba empezar de cero, armarme una nueva vida allá donde sea que fuera a parar.
La radio estaba encendida, como siempre que conducía largas distancias, y sonaba Hurricane de Bob Dylan. Nunca sabes del todo cuál será la banda sonora de tu vida. No imaginas que quizá sea mucho más que tus canciones favoritas. A veces están llenas de los cláxones de los coches, de los frenazos en cada semáforo, de los gritos del hijo de puta del vecino cuando estás en plena siesta. Mi banda sonora fue durante un tiempo el tintineo de los hielos mientras te observaba nadar en la piscina, el eco de tus risas entre los edificios de París, el sonido de unos tacones de una mujer dispuesta a incendiar la noche y más de un corazón a su paso. Pero desde hacía un tiempo ya no era capaz de darle al play y escucharla. No quiero recordar y clavarme más cristales en el pecho, no quiero cerrar los ojos y escuchar cada uno de esos gemidos que ya han dejado de ser míos, nuestros.
Lo bueno de todo esto es que he empezado una película nueva, sólo espero que la música me guste tanto como la que sonaba contigo.
Texto escrito para Krakens y Sirenas (publicado el 14 de Septiembre de 2015).