Y desde entonces nadie puede poner un pie en aquel lugar sin sentir escalofríos, sin sentir la enorme desesperanza de contemplar con sus propios ojos la clase de crueldad de la que es capaz el ser humano. Y caminas entre los barracones y sientes la dicotomía de valorar la belleza de aquel campo y el olor a muerte que todavía se respira. Y miras a cada paso el camino por el que otros cargaban sus castigos hasta desfallecer, y se te encoge el corazón, y se te corta la respiración.
A día de hoy sólo quiero pensar que no volveremos nunca a dar ese paso atrás, que no volveremos a hablar de superioridad entre razas. Pero, a veces, leo los periódicos y siento ese mismo escalofrío que me producen las imágenes de los campos de concentración.