Me gustaría tener una máquina del tiempo para volver atrás, para poder volver a ese momento concreto en el que todavía podría haber hecho las cosas bien. Trataría de mirar antes de cruzar la calle, trataría de no besarte, no tocarte y empaparme con cada centímetro de tu piel.
Dejaría la culpa atrás, volvería a conciliar el sueño y podría caminar sin bajar la vista al suelo, sin encogerme de hombros, sin rascarme la nuca sin saber qué decir, sin obligarme a esquivar tu mirada.
Y seguiría habiendo un abismo entre los dos y, sin saberlo, una jodida cuerda atada a nuestra cintura que nos seguiría obligando a permanecer unidos por alguna extraña y caprichosa razón que sé que nunca lograré entender.
El bien y el mal, y la subjetividad, y el orden que promueven unas leyes hechas por hombres y mujeres tan llenos de errores como tú y yo. Imperfectos, a medio construir, delincuentes emocionales sometidos a la pena capital.
Es entonces, cuando aprieto los dientes con rabia y me duele la mandíbula, es entonces, cuando sé que todo esto era inevitable, que volvería a caer, que volverías a caer y que abrazarnos sin ropa fue el más sincero de nuestros pecados.
Corazones al galope perdiendo todas las carreras, un par de manos torpes que nunca supieron hacer bien las manualidades del colegio, y ojos que han sido capaces de ver a través del búnker en el que te obligas a vivir.
Ya me han dicho que la esperanza tiene el color tu mirada, y yo aún no me lo quiero creer por si entonces todo empieza a doler.
Inevitable, qué mal, o qué bien.