Hay días en los que te sientes más solo, triste y abandonado, como si de una sábana se tratara la sensación te cubre por completo, desde la cabeza hasta los pies y se mimetiza con las partes de piel que llevas descubiertas de ropa hasta ir entrando poco a poco y calando hasta los huesos. Se acurruca en tu interior como los cachorros contra sus madres, o los polluelos en el nido, y va tomando fuerza a medida que crece hasta dejarte contra las cuerdas.
El equilibrio es algo frágil, como el milagro de la vida o la supervivencia de los ecosistemas.
Un mínimo fallo y todo se va al traste.
Un espermatozoide lento que no llega a fecundar al óvulo.
Unos grados más de temperatura y desaparece el color del arrecife.
El mundo se mantiene funcionando siempre que cada actor represente el papel que le ha tocado en la obra de la manera exacta en que lo debe interpretar y yo me he quedado sin guión, sin partitura que poder seguir para llegar al final de la sinfonía.
Voy improvisando a diario, y salto entre sueños vívidos y acrobacias nocturnas.
La capacidad de adaptación a veces no es suficiente para sobrevivir.
Algunas decisiones lo truncan todo para siempre, igual que algunas lesiones destrozan carreras deportivas.
Ya no puedo ver el brillo en tus ojos porque los míos lo han perdido por completo.
Y entre tanto está el miedo a romper el silencio, a destrozar el blanco de las nubes con palabras que no van a llegar a ningún puerto, a que el whisky se salga del vaso y el libro se ponga perdido.
El miedo que se apodera de las fibras nerviosas y las manos, y hace que temblemos y se nos cierre la garganta.
Te echo tanto de menos que no me atrevo a decírtelo.