La noche se reía en forma de escarcha sobre los coches y las calles. Nosotros ya nos habíamos besado en todos los portales desde el bar hasta mi casa como si fuéramos adolescentes que descubren de un momento a otro el placer de dos cuerpos dándose calor y besos en una madrugada furtiva, como si acabáramos de estrenarnos. No era la primera vez, ni la segunda, ni la tercera, habíamos adoptado con gusto la manía de querernos a escondidas.
Lo que no tenía claro del todo era si sería la última.
Con ella pocas cosas me quedaban claras.
Nos mirábamos siempre en silencio, sin atrevernos a decir nada, con el miedo comprensible del que teme hablar mucho o poco, ser inadecuado, demasiado precavido o ir más rápido de lo que las circunstancias son capaces de aguantar.
Nos dedicábamos a mantener la calma de forma aparente, a avivar la llama a diario, a no pensar más de la cuenta, a abrir las alas y dejarnos llevar con el primer soplo de aire que se colara entre los edificios del barrio.
La tibieza del hogar nos envolvió tras cruzar el dintel de la puerta sosteniendo al otro entre los brazos, clavándonos los dientes en el cuello, tanteándonos el alma todavía con la ropa puesta.
Ella tiene eso que hace que nunca se apaguen las ganas, y no hablo de sus curvas, ni de su cuerpo casi perfecto, hablo de unos labios y de todas sus miradas. Hablo de su risa calentándome las entrañas. Porque tiene eso que me hace todavía perder la cabeza como si acabara de descubrirla, y que me haría jurarle amor eterno si quisiera escucharme.
Nos enredamos una vez más bajo las sábanas, dejando los grados bajo cero muy lejos de las ventanas de la habitación.
Nos enredamos como se enredan dos amantes que no entierran el hacha de guerra por no perder la batalla.
Le diría que la quiero mientras aún respira sobre mi pecho, que estaría a su lado cada día mientras me quedaran fuerzas y años por delante, que la besaría en pleno enfado y ataque de rabia, que la abrazaría cada vez que las lágrimas quisieran asomarse a sus ojos, que la perdonaría siempre, que la entendería cada vez más.
Y probablemente mejor.
Le habría dicho todo lo que soy incapaz de decirle cada vez que la tengo entre las manos y respiramos el mismo aliento.
Pero me callé.
Me callé muchas cosas.
Opté por abrazarla después de corrernos y quedarme dormido.