De la rutina y el siglo XVIII.

Si no fuera por Esquilache saldría en estas noches de frío húmedo con capa larga y chambergo a la calle, para ocultar una daga española y un estoque, y un rostro más envejecido por la tristeza que por el hambre.

A veces me gustaría que la luz blanca de las farolas fueran sólo candiles, y que el asfalto fuera sustituido por adoquines y los coches por caballos y carros, y el sonido de las herraduras nos despertara por las mañanas en lugar del ruido del camión de la basura en la madrugada. Me gustaría que el bar chino de la esquina fuera una taberna, en la que sirvieran vino tinto en cuencos de madera gastada y tuvieran guisos calientes a diario que nos calentaran el estómago en invierno.

Y que las únicas heridas que tuvieran que dolerme fueran las cicatrices hechas por mosquetes y navajas de faja.

Lo que pasa es que la mayor parte de los días me acabo despertando de golpe en el sofá, con dolor de espalda y encogido del frío porque me he quitado la manta sin darme cuenta. Me duelen la cabeza y los ojos, el comedor huele a cerveza y un par de blisters empezados dejan pastillas desperdigadas por la mesa.

Sólo suspiro y miro al techo durante unos minutos en los que me hago consciente del mundo, de mi respiración y de la situación.

Y me resigno a prepararme un café, a darme una ducha sin ganas, y a sentarme frente a unos apuntes llenos de añadidos hechos a boli que me aburren cada vez más.

Supongo que algún día cambiaré de rutina, dejaré de estudiar por el día y de llorarte por las noches.

O no, porque sólo sigo queriendo que vengas.

 

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