Al final del día se me amontonan las preguntas, sigue habiendo demasiadas cosas que no me atrevo a decir en voz alta y cuando llega la medianoche tengo que taparme la cara con la almohada y gritar, gritarme a mí mismo por volver a equivocarme.
Al parecer he decidido de manera inconsciente hacerme amigo de cada una de las piedras con las que tropiezo, y convertirme así en un obstáculo para los demás. Ahora soy yo el que está en medio del camino y no deja avanzar al resto. Será porque siempre llego tarde, porque nunca es mi momento, porque tengo demasiadas cicatrices que sangran sin que lo pueda evitar.
Estoy desubicado, y ningún sitio es casa, es refugio, es hogar. Vivo en coordenadas poco precisas, en bosques perdidos que no salen en los mapas. Vivo en el margen de un volcán a punto de entrar en erupción y volveré a ser lava y cenizas cuando no vuelva a verte, cuando el adiós salga de tus labios.
En este punto muerto, en el tiempo de descanso de este partido que no acaba, ni siquiera puedo aferrarme a una mano que me ayude a trepar el muro y salir del pozo. Y las normas son estrictas, no hay sonrisas cuando pasan las tres de la tarde.
Sigo viviendo a oscuras, y no sé cómo escapar de esta cárcel, no tengo ni idea de cómo voy a romper tanto puto barrote, tanta cadena, tanta camisa de fuerza. No tengo ni puta idea de cómo voy a devolver tanto golpe bajo, tantos puñetazos en la boca del estómago, tanto revés que me ha dejado sin dientes.
Sólo tengo ganas de correr y perderme en cualquier bar donde beber hasta quedarme inconsciente, y olvidarme de tu nombre y del mío, y de todos estos latidos. Sólo tengo ganas de convertirme en polvo y que soples, para poder irme lejos.
La de hoy sólo es otra noche que acaba en Réquiem, otra noche en la que el muerto soy yo.