No sé qué pasa los domingos que el tiempo parece ralentizarse, todo parece moverse lento como hace un perezoso subiendo por el tronco de un árbol. Pasar solo los domingos me parece a estas alturas asfixiante e innecesario mientras veo cómo con el paso de las horas el sol va cayendo y las ventanas se quedan apagadas, igual que la mayoría de las miradas con las que me cruzo a diario.
Trabajadores sin elección en un mundo que gira sólo con billetes en los bolsillos. Organismos sin ilusión obligados a ponerse el despertador antes de que salga el sol.
Hemos creado una realidad tan horrible entre todos que esto parece una ficción escrita por Orwell. Un mundo en el que enfrentar solo los problemas porque nadie te entiende ni está dispuesto a ayudarte.
Se amontonan las cajas frente a mis ojos, la ropa sin planchar está tirada sobre la cama, los platos sin fregar se acumulan en el pila de la cocina. Se avecina otro cambio importante en la vida, otros cambios importantes, alguno de ellos aparentemente bueno, otros demasiado dolorosos como para poder cerrar los ojos sin pensar en ellos a diario y quedarme indiferente. Es como una herida que me va desangrando poco a poco, sin que me de cuenta, sin que sea capaz tampoco de taparla para evitarlo.
Dicen que a las personas nos gusta el dolor, que buscamos aquello que nos hace daño para sentirnos vivos.
Dicen que nos gustan las cosas complicadas y que no tienen lógica ni explicación aparente.
Preferiría que los dos decidiéramos dejar de dolernos y empezar a abrazarnos a diario, no hacernos más daño y besarnos en silencio, no quejarnos tan fuerte y quitarnos más la ropa.
Preferiría que nos atreviéramos, que dejáramos las habladurías y las fachadas atrás, que no hicieran falta espejos en nuestra casa porque siempre nos sintiéramos guapos y queridos simplemente por tenernos.
Pero ya sé que mis deseos nunca se cumplen.
Que la suerte nunca me sonríe.