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Calor.

A ver si este calor va a ser culpa de que estemos tan cerca.

A ver si este calor va a ser culpa de las ganas que te tengo.

O no.

Quizá es solo que llega el verano otra vez.

Y a las estaciones les sigue dando igual si nosotros nos queremos o es todo otra mentira más.

Cuentos chinos.

Mentira, incomprensión y calor en las calles.

Hay desiertos sin oasis en nuestros corazones.

Estamos en ese tiempo en el que lo del vive y deja vivir no se lleva demasiado bien. Nos molestamos a todas horas y bailamos con los codos abiertos para joder al de al lado si es posible.

Tenemos que indignarnos por todo, quejarnos hasta de nosotros mismos y no asumir las consecuencias de nuestros actos.

Hemos vuelto a la infancia con cuerpos de adulto y damos más pena que asco.

Para estar en verano sólo veo días grises por delante. La suerte siempre acaba marchitándose, como esas flores delicadas que necesitan de la sombra y el agua para crecer.

Voy a admitir que la esperanza me dura menos que la mayoría de suspiros, y que las noches de silencio no hacen más que alargar mi sufrimiento.

Hay tantos reproches, tantas situaciones, tantas palabras que no me valen la pena. Hay tantas noches en vela sin llegar a nada.

He vuelto a no poder dormir, a ver tus ojos grabados en mi memoria, a no tenerte. Ha vuelto a darme igual que llueva o que haga sol, que cierren los bares, que griten los vecinos, que me visite el pasado y me seduzcan las sirenas con sus cantos.

Acabo por pensar que voy a desaparecer antes de tiempo, que voy a enrolarme en el primer barco que zarpe del puerto más cercano para no tener que afrontar la realidad y su risa estridente.

Creo que es tiempo de ir recolectando recuerdos para que me acompañen allá donde vaya, donde no sepan tu nombre, donde no sepan tu historia, donde yo sólo sea un grano de arena más en medio de una playa donde van los viejos navíos a morir.

Cuando me busques puede que yo ya no esté, voy a ser tan sólo una huella a punto de desaparecer en medio del camino.

¿Seré tan sólo otro más de tus cuentos chinos?

Estamos a tiempo.

Llega el verano, las flores se están marchitando y todo ha dejado de tener sentido.

El miedo nunca se va, tiene la estúpida manía de quedarse arrinconado y ensombrecerme la existencia, asomarse cada tarde a ese rincón de mis ojos en el que no puedo atraparlo.

No he dejado de tener ojeras desde el día que te fuiste.

O me fui yo.

Hay cosas que ya no recuerdo, memorias que nuestra cabeza decide bloquear para inventar una historia menos dolorosa. Supongo que fui yo el que lo acabó haciendo todo mal, el que sin darse cuenta desaprendió a quererte como había que hacerlo y caímos en una espiral carente de sentido. Se apagaron las miradas y buscamos fuera de casa el cariño que creíamos merecer en lugar de hacer las cosas bien, en lugar de decirnos adiós antes de meter la pata y sentirnos culpables.

Nos destrozamos tan bien que todavía no hemos podido curarnos por completo.

Cada vez lo tengo más claro, no hay truco en el amor. Existe o no, y aunque exista, no tiene por qué durar para siempre, aunque nos hayan vendido en las películas que sí.

Os lo prometo.

En toda relación pasa el tiempo, los días y sólo deberían quedar abrazos sinceros y sonrisas, y besos que llenen la casa y maten el silencio; aunque haya muerto la pasión y la ganas de tirar la ropa en cada esquina con tal de beberte la vida y el sudor del otro.

Cuando lo bueno acaba deberíamos tener la suficiente fuerza de voluntad como para dar un paso al frente en el pelotón y desafiar a lo cotidiano, a soportar lo insoportable, y que nos disparen entre ceja y ceja si es necesario. Soldados del día a día, con armaduras de papel higiénico y tenedores en las manos.

Siempre estamos a tiempo de pedir perdón, rectificar, dejarnos llevar, soñar, volverla a cagar.

Siempre estamos a tiempo de empezar de cero, querer más, pero sobre todo, queda mucho tiempo para querer mejor.

 

Los periódicos no hablaron de nosotros.

Ni yo recuerdo tu nombre, ni tú recuerdas el mío.

Probablemente.

Sólo sé que era verano y que el agua nos había mojado hasta las neuronas, y que con la ventana de la habitación abierta escuchábamos los truenos castigando las afueras de la ciudad sin tregua.

Nos recorrimos por completo, varias veces, mientras cualquier canción sonaba de fondo entre las cuatro paredes que nos acogían. Sin percibir ninguna señal de aviso, sin leer los carteles luminosos que nos advertían que nos acabaríamos perdiendo.

Nos convertimos en un par de ángeles caídos que se movían como unas manos cuando tocan un riff de guitarra que conocen de memoria, que se arañaban las espaldas y que se mordían el labio a cada rato que podían. Sin ritmo fijo, sin saber si estábamos en la cama o golpeando las caderas contra el suelo, porque daba igual, porque las circunstancias son lo de menos cuando la sangre no te llega al cerebro durante un buen rato. Subidos a un tren e incapaces de ponerle freno.

Hay veces que todo es sexo.

Sudor, saliva y nuestras pieles pegadas entre sí.

Y lo hicimos tan sucio, tan elegante, tan clandestino que era imposible que algo saliera mal. Lo hicimos tan jodidamente bonito que el hecho de que la ciudad fuera un río turbulento de gente y agua era secundario, y que vinieran las siete plagas de Egipto y el puto Apocalipsis eran tan sólo un par de minucias mientras tenía tus labios respirando con los míos.

Sólo recuerdo tus gemidos, tus manos en mi pelo y las ráfagas de viento trayendo gotas de lluvia para tratar de apagar el incendio entre los dos, encargados de convertir aquella habitación en el más dulce infierno. Destruimos sobre unas sábanas empapadas todas las fronteras, y encontré caminos en la curva de tu cintura que no salen en los mapas.

Los periódicos no hablaron de nosotros, pero dicen que aquel día hubo atascos y accidentes, y que mientras nosotros sumábamos orgasmos otros los restaban.

[Y ahora escucho truenos, y quiero tenerte, y amanecer contigo mientras la ciudad duerme y huele a tierra mojada.]

Jazz tremens.

Nueva York se lavaba el rostro cada verano y aquel año, en plena crisis económica, las calles olían a gente a punto de morir. La ciudad se había convertido en un basurero descomunal, donde el alcohol seguía corriendo por las alcantarillas y las avenidas se llenaban de pólvora, sangre y sirenas de policía.

La manzana podrida de Norteamérica.

Bix Beiderbecke estaba tumbado en el sofá de su casa sin ser capaz de levantarse. El calor y la escasez de whisky se lo impedían. Sonaba en su tocadiscos At the Jazz Band Ball y parecía una especie de broma del destino dada la situación en la que se encontraba. El contraste alegre de las notas de su trompeta y el clarinete de Don Murray con sus ojos inyectados en sangre pendientes del techo.

La mueca de terror en la cara del artista, el miedo inundando sus pulmones como si fueran notas sobreagudas de  un acorde de séptima disminuida al sentir que su cuerpo era enterrado por insectos, que cientos de hormigas le reptaban por la piel hasta entrar por sus oídos. Y sus gritos ahogados, su grito de ayuda sin respuesta.

Las botellas de alcohol vacías tiradas por el suelo claro de aquel piso, y las trompetas apoyadas sobre la funda. Algunas decenas de partituras esparcidas por la mesa del salón y las ventanas abiertas, dejando que el sol neoyorkino se colara en el interior del domicilio.

El cuerpo del de Davenport temblaba sin control, hasta caer al suelo. El sudor del trompetista empapaba la ropa, la sangre de su boca fruto de aquel corte en la lengua provocado por sus incisivos hizo que el líquido rojizo cayera por la comisura de sus labios. La visión borrosa, y su incapacidad para tomar aire a pesar de las múltiples bocanadas. La angustia, el dolor, el miedo.

El corazón acelerado y el mundo dando vueltas a su alrededor.

La desesperación en una mirada que apenas había podido ver mundo en 28 años.

La muerte entró aquel día en otra casa permitiendo que su guadaña se lo llevara todo por delante. La Parca vestida con su siniestra sonrisa arrancó de este mundo el último solo de corneta del chico de Iowa. Y le dio exactamente igual, porque en eso consiste su cruel tarea.

Y Bix se fue, culpa del jazz y el delirium tremens.

Nueva York no lloró aquel 6 de Agosto de 1931, porque Nueva York no llora por nadie.

Leon Bismarck Beiderbecke, Bix, gracias por tu Dixieland.

Llega el verano.

Llega el verano, las tardes en terrazas, las cervezas frías que resbalan por las manos entre amigos, las sonrisas y el sonido de las chicharras en medio de la noche. Llega el verano y se supone que tenemos que ser felices, que debe ser una buena época, que hay que llenar los días de planes, que cada minuto debe ser vivido con intensidad.

Llega el verano y yo miro hacia atrás, hacia esos días en los que hay que caminar protegido del frío con abrigo y bufanda. Días en los que estar a refugio significa quedarse en casa y mirar por la ventana. Llega el verano y yo echo de menos el invierno, las tardes de Diciembre y ducharme con agua tibia.

Llega el verano y pienso en todos estos meses, en esta angustia clavada en medio del pecho, en las lágrimas que han llenado vasos enteros. Llega el verano y yo quiero perderme de nuevo en el frío, volver a la cueva y taparme contigo.

Llega el verano, y qué quieres que te diga, yo sólo quiero que se vaya.