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Algún día.

¿Qué estamos haciendo?

Ha pasado otro año sin que pase nada y mientras pasa todo.

La decepción dentro de mí sólo hace que crecer y crecer, y el desgaste emocional es tan intenso, tan grande, que he llegado al momento crítico, a ese en el que se abren las compuertas del embalse porque va a desbordarse de un instante a otro por culpa de las lluvias torrenciales de otro frente del norte.

Y me quedo en silencio como mecanismo de protección.

Y me quedo parado para no hacer(nos) más daño.

Ni me gusta la Navidad ni las sonrisas postizas, ni los abrazos que la gente guarda durante el resto del tiempo para desempolvarlos justo ahora que hay que desenvolver regalos y abrir sobres.

Sólo hago que repetir una serie de preguntas en mi cabeza pero ya sé todas las respuestas de antemano, porque tengo ese defecto, el de saber que todo lo malo que pienso sucede, el de saber que todo aquello que va en mi contra acabará pasando, porque la suerte siempre es para los demás antes que para mí.

Estoy tan desubicado, tan fuera de lugar en todas partes, ni siquiera soy capaz de encontrarme estando conmigo mismo. Y ya no sé qué me queda, si sucumbir a este ruido infernal que hay en mi cabeza o acallarlo a golpes. Y ya no sé cómo hacer para salir del Averno, para arrepentirme de todo y buscar la absolución.

Vivimos en este tren de sentimientos lleno de paradas en las que sube y baja gente, lleno de retrasos, de cambios de horario, de descarrilamientos. Vivimos parando en estaciones en las que no queremos detenernos, obligados a seguir unos raíles que no queremos seguir. La libertad suena a otra cruel mentira, como suena el amor, la magia y la bondad de las personas.

Yo que había leído en braïlle tus cicatrices ahora tengo que conformarme con recuerdos, con versos, con canciones que siguen y seguirán hablando de nosotros.

Por ponerte a salvo me he puesto ante el peor de los peligros.

Por ti me he convertido en niebla, bruma y brisa estival; en guerrero, rey y bufón; en tablero, pieza y jugador.

Ojalá algún día sonría de verdad contigo.

Ojalá algún día tú, pero sobre todo también yo.

Los pequeños detalles.

No es lo mismo querer para siempre que no dejar de querer nunca.

La cuestión es que no todo el mundo es capaz de darse cuenta de lo que implican cada una de esas dos expresiones. Un ligero matiz que se acaba volviendo importante con el paso del tiempo, como la mayoría de las cosas en esto del amor.

Hoy he vuelto a ver nubes grises sobre mi cabeza, a sentir que caía en picado, que el agua me llegaba al cuello.

Y no sé por qué.

Si la vida es un tren quiero que pare, que se detenga de una vez en alguna estación, que me permita llenar de aire los pulmones durante un minuto, pensar con calma, sentir que la tierra se mueve por debajo de mis pies, apreciar de nuevo tu sabor en mi boca.

No es que lo quiera, es que lo necesito, porque las manillas del reloj continúan con su movimiento a expensas de mis deseos, y todo avanza sin que nada cambie.

Va a explotarme la vena de la sien, va a reventarme el corazón en el latido menos inesperado de todos. Otra vez se me han ido las cosas de las manos, otra vez me atrapan las montañas de sentimientos y de libros sin demasiada compasión, otra vez me entierra tu indiferencia en lo más profundo.

Ya he caído en la cuenta de que el orden de las cosas no varía demasiado, que vas a seguir atada a la misma piedra el resto de tus días. Lo que pasa con las piedras es que te hunden hasta el fondo, y sólo se sale a flote si se corta la cuerda.

Te quedarás en la otra orilla mientras yo me marcho, y ni tan solo estoy seguro de si veré brotar algunas lágrimas de tus ojos, de si realmente eras sincera, de si cada beso en los suburbios tenía para ti sentido.

No es lo mismo recordar que no olvidar, también existe una diferencia que hay que saber entender.

Y esos pequeños detalles, eso que quizá para otros pasa desapercibido, todo eso y más es lo que a mí me pasa contigo.

Sálvate tú.

Sálvate tú, me dijo. Todavía tuvo fuerzas para mandarme lejos de casa, para tratar de que lo olvidara todo y empezara de nuevo en otro lugar. Cambiar de aires, borrón y cuenta nueva. Suena fácil pero no lo es. Decidir de un día para otro que te vas, que tu vida rutinaria se queda en el pasado y que vas a cambiar de hábitos. Apenas había un par de personas en la estación de tren, un matrimonio de ancianos que hablaban con ese tono bajo de quien apenas puede alzar la voz porque los años lo han consumido por dentro.

Los miraba con cierta envidia, sonriéndose con la mirada llena de arrugas, sujetando un par de bolsas de ropa con las manos frías. El invierno era duro en el interior, y supongo que como ellos, yo iba en busca de un lugar en el que calentarme las entrañas hasta la llegada del buen tiempo. Los miraba, sin poder evitarlo, ellos todavía se tenían, habían aguantado el paso de los años y las discusiones, y los besos raros.

Miré el reloj y suspiré para mí mismo. Diez minutos de retraso y un corazón que latía despacio, a pedales, como podía después de que se rompiera por pena, por pura tristeza.

Sálvate tú, me dijo. Y lo dijo llena de serenidad, desde su cama de hospital, mientras yo trataba de aguantarme las lágrimas y apretaba su mano. Su carta de despedida la había leído después, después de que sus cenizas formaran parte de un reloj de bolsillo que siempre llevaba en el pantalón, enganchado con su cadena de plata vieja. Eva me pedía que dejara nuestro hogar, que lo dejara todo atrás, que volviera a mis raíces, que regresara y tratara de seguir viviendo como había hecho hasta ahora. Lo único malo de todo aquello es que sin ella vivir se me antojaba la peor broma que me podía gastar el Universo.

Sálvate tú, me dijo. Y yo no quise.