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Madurar.

Se nos va la juventud perdiendo el tiempo, llenos de miedo, y dejamos cada día que los rayos de luz asomen por la ventana sin saber apreciarlo. No todos han tenido suerte de poder taparse esta noche, de que alguien se preocupe por ellos, de que alguien les haya preguntado qué tal ha ido el día, de recibir un abrazo.

Estoy harto de dar un paso hacia adelante y retroceder tres, de ir siempre aprendiendo a base de golpes indeseables.

Y me planto.

Voy a dejar de mirar hacia atrás, dejar de recordar, de llorar, de lamentar.

Voy a blandir la espada y tumbar a todos los gigantes y molinos que se crucen en mi camino.

Voy a dejar que todo arda, que se quemen todos los libros llenos de palabras absurdas, vacías, sin sentido.

Voy a escupir a los pies de quien lo merezca y dejar de morderme la lengua.

Nos toca hacer del mundo un lugar mejor desde las trincheras, sin controlar las emociones, buscando puertos que nos quieran acoger.

Va a tocar compartir cama, sudor y humedad entre los dedos.

Dejarse de gilipolleces.

Debemos golpear la ignorancia con un derechazo a la mandíbula.

Cuidar del bosque y los secretos.

Empaparnos con la lluvia.

Apreciar el jazmín, las violetas y una buena botella de vino.

Y olvidarnos de quien no se acuerda de nosotros.

Supongo, que sí, que todo eso significa madurar.

Día de suerte.

Cuando crees que has ganado a tus demonios, te saluda la sombra en el espejo.

Y tienes que volver a empezar.

Como si las pequeñas victorias del día a día no sirvieran de nada, como si esos logros que nos llevamos a la cama se desvanecieran mientras hemos tenido la oportunidad de soñar el uno con el otro y encontrarnos en el limbo que permiten las nubes esponjosas de la nada. He vuelto a verte y he sentido ganas de abrazarte sin rencor, de poder mirarte a los ojos sabiendo que somos los mismos que se escribieron en un papel arrugado que estarían siempre el uno junto al otro. Todo porque tengo el recuerdo de tus manos en mi nuca atragantado sin que me deje apenas respirar, el deslizar de tus uñas sobre mi pelo, el movimiento de caderas sin compás por culpa de las ganas.

El día a día es una especie de guerra en la que morimos y salimos ilesos dependiendo de la hora.

Matamos y morimos a partes iguales.

Nos hieren y herimos, algunas veces a propósito, otras sin darnos cuenta, sin tener intención.

No caemos en la cuenta del poder de los gestos, las palabras, las miradas, y cuando lo analizamos todo siempre es tarde.

No llegamos a tiempo para las disculpas, ni para los besos desde el perdón, ni para los abrazos reconfortantes.

Es tan complicado poner a los demás por delante, tratar de cuidar por encima de nuestros sentimientos.

Es tan difícil proteger a quien más queremos sin hacer daño.

Vamos todos sangrando por el camino, dejando rastro, limpiándonos con páginas de libros antiguos, con sábanas deshechas, con trapos sucios de cocina.

Y ahora estoy sentando en el banco del parque mirando al cielo caprichoso de septiembre que juguetea con la luz, los pájaros y las hojas de los árboles. Estoy esperando que sea mi día de suerte y te sientes conmigo, y me cojas de la mano y lleguemos juntos a cruzar la meta.

Y caiga el telón y empiece nuestra obra favorita.

La mala suerte.

Quizá es mala suerte, quizá es esta capa de lodo que me recubre siempre, la que no me deja sonreír a diario, sentirme tranquilo, mirarme al espejo y dejar de tener miedo.

Quizá es la mala suerte, o sólo soy yo mismo golpeándome el pecho a diario para permitir que mi corazón siga latiendo.

Voy lleno de vendas que me cubren los ojos, lleno de mentiras que me han dejado cráteres en la piel donde ahora intentan crecer flores pálidas.

Voy lleno de historias que no interesan a nadie, de formas de hablar que no se entienden, de sufrimiento que todo el mundo toma por superficial, sin importancia y exagerado.

No sé si tú también vas enamorándote de ojos que hablan sin despegar los labios, de gente sin modales pero de alma gigante, de la justicia justa, de detalles inconcretos, de canciones habladas, de un rayo de sol inesperado colándose en la habitación.

No sé si tú también tiras los dados y sumas un uno, si siempre que miras al cielo buscando la luna encuentras un eclipse, si quieres disfrutar del camino sin haber empezado el viaje.

Quizá es mala suerte querer ser Ártico junto al mar Mediterráneo, donde los días pasan tan lentos cuando sopla el poniente.

Quizá es mala suerte quererte sin que sirva de nada, quedarme sin respiración cuando el dolor da otra punzada.

Quizá es mala suerte, o la vida haciendo de las suyas demostrando una vez más que nada importa, que todo sigue, aunque duela, aunque pese, aunque nunca podamos olvidar.

Ha caído al suelo mi torre de naipes.

No queda ni rastro de tus caricias en mi espalda.

Ya es tarde.

Ya es tarde, probablemente para todo.

Es tarde para que vuelvas a abrirme la puerta, para que se arregle el mundo, para remediar algunos de los errores que hemos cometido.

Es tarde para olvidar algunas cartas, cafés y tantos besos.

No sé qué voy a hacer a partir de ahora que todos los caminos me parecen oscuros y sin fin, desde que sé que no vas a estar al otro lado el destino ya no tiene sentido. Supongo que voy a dedicarme a vagar por el Universo, a hacer y deshacer sin que nada permanezca mucho tiempo, a tener amores fugaces de esos que no dejan la huella que has dejado tú con tal de mantener la mente y el cuerpo ocupado. Y es que si consiguiéramos encapsular los sentimientos, guardarlos para siempre y que así alguien pudiera encontrarlos dentro de miles de años mi corazón sería como un fósil en el que podrían leer tu nombre sin problema, sólo quitándole el polvo de un soplido.

Algunos días creo que ya no tengo miedo a perderte, porque siendo sinceros nunca te he tenido, y otros me quedo callado mirando al vacío esperando a que algo cambie, a que algo me salga bien de una jodida vez.

Podrían haberme avisado de que la vida era así de injusta, de que uno nunca tiene lo que se merece, de que hay otros siempre con más suerte, de que crecer sólo iba a servir para destruirme lentamente.

Podrías haberme avisado de que romperme en dos no iba a ser suficiente, ni cuidarte más de lo que me he cuidado nunca a mí mismo, ni querer sólo lo mejor para ti, y de que arriesgarse es un espejismo para la mayoría de la gente.

Es tarde para que sonría como hacía antes.

Es tarde para hacer las maletas.

Ya es tarde, probablemente para todo, también para huir de ti.

Uno.

El nuevo año significa oportunidad, es una ocasión para rehacer, deshacer y empezar o retomar objetivos.

El día uno de enero nos brinda la oportunidad de empezar de cero en una cuenta imaginaria y de ir sumando día tras día. Dejar atrás los recuerdos dolorosos, pisar todo aquello que no nos ha servido más que para hacernos daño y poner los pies en un camino nuevo, esperando que esta vez nos lleve a un destino mejor. Es asombrosa esa capacidad nuestra de no perder la esperanza, de renovar los deseos después de trescientos sesenta y cinco días como si no supiéramos que la vida nos la va a jugar de nuevo. Pero ahí estamos, después de las doce de la noche, abrazándonos, sonriendo, deseándonos todo lo bueno que se nos ocurre como si la suerte, como si la magia, fuera a estar de nuestra parte esta vez.

Siempre llegamos reflexionando, haciendo balance, cayendo en la cuenta de lo que fue bien y lo que fue mal, y pensando en todo aquello que quisimos que pasara y nunca pasó, en todo aquello que quisimos hacer y no pudimos, en todos aquellos besos que se quedaron en el arcén, en todas aquellas palabras que se perdieron en los andenes, en las puertas, en las calles desiertas.

El tiempo siempre nos deja huecos en el alma y en la mesa, nos va dejando más tristes y más solos.

Ahora que hemos puesto los relojes y los calendarios a contar desde el principio es cuando tenemos que darnos cuenta de que la vida pasa, y lo que hagamos en medio depende sólo de nosotros, que está en nuestra mano arrepentirnos o sentirnos satisfechos, que algunas decisiones sólo dependen de uno mismo aunque parezca egoísta.

Con pequeños esfuerzos podemos ir haciéndolo mejor, no necesitamos de grandes azañas, ni gestos heroicos. A mí me vale con cosas tan simples como un: ¿cómo ha ido el día?, un abrazo por la espalda, tener a alguien que me escuche cuando lo necesite, y poder ver las películas alemanas de domingo después de comer en casa de mi abuela.

Día uno, de todos los que quedan por delante.

[Al nuevo año esta vez le pido poco, voy a ser realista. Me conformo con estar un poco menos triste, escribir a diario, que los míos estén bien y poder seguir entrelazando mis dedos con los tuyos.]

 

 

Día de muertos.

Uno de noviembre, el mundo ríe y llora al mismo tiempo.

Como siempre.

Hay gente visitando el cementerio una vez al año, gente llorando en sus casas, gente de resaca porque anoche decidió disfrazarse y beber hasta caer rendido, gente viviendo un día normal, gente que comerá con su familia para recordar a los que se fueron, gente que mirará las fotos y pondrá unas velas, gente que comprará flores artificiales y las pondrá en una lápida, gente que mirara el hueco de la cama, gente que cerrará la puerta de la habitación mientras se le encoge el corazón.

Pero aún no nos hemos dado cuenta de que los muertos somos nosotros y no los que han seguido dando vida al ciclo natural. Nosotros que aún tenemos la suerte de poder abrir los ojos cada mañana y poner un pie en el suelo, y no hacemos nada con ello. Nos dedicamos a repetir una y otra vez las mismas acciones automatizadas: lavarnos los dientes, ponernos colonia, desayunar, cambiar de marcha, saludar por la calle. Nosotros que tenemos la fuerza necesaria para cambiar el mundo y no la aprovechamos, nos quedamos sentados en las sillas que llevan nuestro nombre, nos ceñimos al guión de nuestra vida en lugar de arriesgarnos y salirnos de la historia y comenzar a escribir nuestros propios pasos.

Somos conformistas, acomodados, revolucionarios de boquilla, indignados de sofá.

La muerte sólo nos enseña que un día nos acabamos, dejamos de pensar, de sentir, de ser, y que hasta que eso llega debemos aprovecharlo.

La muerte sólo es un aviso, una lección, para que sepamos disfrutar todo aquello que tenemos.

La muerte sólo es una señal para que nos tomemos la vida como un privilegio y tengamos la valentía de atrevernos a volar fuera del nido. Y está bien llorar, lamentarse y quejarse una y otra vez de la mala suerte que nos rodea pero el tiempo corre.

Por eso esta vez no voy a pedirte que vengas, porque eso es lo fácil, hacer que el otro haga cosas por nosotros, dejar que el resto se encargue de las responsabilidades y lavarnos las manos. Lo sencillo es dejarse querer, no preocuparse por los demás, que estén pendientes de nosotros, tener la atención.

Y yo no soy de los que tiran la piedra y esconden la mano, yo no soy de los que besan y olvidan, yo no soy de los que rompen algo y dejan los trozos por el suelo. Yo no soy de los que quieren y permiten que todo quede en el aire.

Esta vez no voy a pedirte que vengas porque si realmente (me) quisieras ya estarías aquí.

No te muevas si no quieres yo voy a vivir hasta que se apague la luz.

Se alinean los astros.

A veces se alinean los astros y se producen casualidades, pequeños golpes de suerte que estallan alrededor del mundo sin que seamos conscientes de ello, como cuando sin querer tropezamos y empecé a sonreír cuando nadie podía verlo, y empecé a hinchar el pecho y a caminar más seguro de mí mismo.

Existen momentos en los que todo el inmenso telar que es el universo se reduce a nosotros, y cuadran en un instante todos los complejos engranajes de nuestro reloj interior, y te recuerdo que eso ha pasado cuando estamos enredados en las sábanas y también fuera de ellas, con una simple mirada cómplice, con un leve roce de nuestra piel, con risas y sonrisas sin forzar.

La esperanza suele ser una virtud duradera, difícil de esquilmar, que a veces se confunde con la constancia. La esperanza es como esas plantas que no necesitan mucha agua, el cactus de los estados de ánimo. Algunas veces es punzante e incluso puede hacer daño, pero resiste y aguanta pese a todo. También es algo que nos acaba volviendo frágiles, indefensos, porque nos aferramos a ella cuando el bote se hunde en medio del océano. Como si pudiera salvarnos de algo.

Y yo sigo mirando el calendario con ojos de niño, esperando que algo cambie, que aparezcas entre la lluvia con una maleta y toques a mi puerta. Me sigue latiendo el corazón con más fuerza cuando me cruzo contigo, me duele más de lo habitual cuando te pierdo en todas esas pesadillas nocturnas que me despiertan y no me dejan, desde hace ya tiempo, dormir tranquilo.

A pesar de todo lo que diga o haga para ti sigo siendo el débil, el eslabón perdido de la cadena que es mejor dejar en el camino en lugar de volver a recogerlo. Entiendo que soy incómodo, que hablo mucho y pienso más, que intento entenderlo todo aunque me cueste, y racionalizarlo y volverlo tangible. Entiendo que debe ser agotador observarlo desde el otro lado, incluso aburrido.

Me disculpo contigo por quererte de la única forma que he podido hacerlo, sin barreras, sin prejuicios, sin miedo a caer en el abismo.

A veces se alinean los astros, las estrellas brillan un poco más fuerte, y te quedas conmigo para no volverte a ir.

[Tranquila, yo te espero.]

 

La gente quiere ser feliz.

La gente quiere ser feliz, sin tener ni idea de lo que es. Tantas definiciones diferentes, tantas maneras de entender las cosas. Como para saber quién tiene la razón, si es que no la tenemos todos.

La felicidad será una mezcla de todo y de nada a la vez, igual que nosotros dos. Un conjunto de salir con los amigos, ver un atardecer sin nervios de por medio, dormir sin preocupaciones, algo de dinero en el bolsillo, un libro por empezar, una cerveza que nunca se acabe, tener una mano a la que apretar siempre que lo necesites, un jardín floreciendo en pleno invierno, un hilo de agua saliendo de un manantial remoto, un pentagrama por escribir, el primer copo de nieve del año, alguna señal que nos permita saber que no lo hacemos todo tan mal.

Nos han prometido que seremos felices en algún momento pero parece que nunca llega, que estamos envueltos de sufrimiento y que cuando las cosas se nos ponen fáciles no las queremos. Estamos hechos de daño, del espíritu de animales en peligro de extinción, y cuando algo es sencillo nos invita a desconfiar con rapidez. Estamos hechos para resistir, aunque haya disparos a nuestro alrededor, y nos metan balas en la carne, y nos apuñalen varias veces en el pecho.

Y es que nos gusta complicar las cosas, hacerlo difícil, poner trabas para justificar por qué actuamos tan mal. Nos gusta la pelea y morder fuerte, y sentir algo de acción en nuestras vidas aburridas. Nos gusta empezar por el final y doler sin motivo. Nos gusta que muera el malo y que al final triunfe el amor, pero nunca le dejamos.

La gente quiere ser feliz, pero cuando de verdad tiene la oportunidad de serlo tiene miedo y se queda parada viendo cómo escapa otro tren, viendo caer las lágrimas por haber vuelto a fracasar.

Llevamos media vida preparándonos para encontrarnos y ahora vamos a permitir que todo se eche a perder. Que tanto abrazo, tanto beso, tanto esfuerzo quede en nada.

A estas alturas yo no sé si es mejor reiniciar el cerebro o el corazón.

Incógnita.

Cierra las ventanas, dejarlas abiertas ha hecho que el interior de ese viejo piso esté casi helado. No es un gran sitio para vivir, pero es lo de menos. Está acostumbrado a no tener muchos lujos y a vivir con poca cosa. No es que el trabajo le haya dado grandes alegrías, más bien al contrario. Mala suerte, chico.

 Era mejor esperarte en la calle. — Dice ella frotándose las manos, siempre atrevida, siempre sin un pelo en la lengua. Y no hay estufa para calentarse allí dentro. Él tira de mantas a la hora de dormir, y el resto del tiempo trata de estar en otras partes. No es que ese cuchitril al que llama casa le entusiasme realmente.

Harvey la mira en silencio mientras prepara un par de cafés, no piensa entrar al trapo, por una vez en su vida puede quedarse callado y no hablar para cagarla. No puede creer que Daphne esté ahora frente a él, no tiene ni idea de si realmente está sentada frente a su cocina o si es una mera ilusión, un juego que su cabeza quiere compartir con él. No es divertido. Le tiende una taza y deja que el tarro con el azúcar se deslice por el banco de mármol.

— Sírvete. — Él, sin embargo, deja que unas cuantas gotas de whisky caigan sobre su taza y se sienta en una silla junto a la morena. Williams tiene tantas preguntas guardadas en la cabeza desde que la ha visto en medio de las sombras que no sabe por dónde empezar, quizá la primera que sale de sus labios no es la primera que debería pronunciar. — ¿Por qué? —Escruta la mirada de la mujer que tiene a su lado sabiendo que ésa no es la primera cuestión que espera recibir por su parte. Siempre le resultó difícil pillarla desprevenida, siempre fue una mujer que iba un paso por delante de los demás, que siempre se adelantaba a sus movimientos. Puede que esa fuera una de las cualidades que la hacían destacar entre el resto, ese aire de peligro que te atraía y te hacía mantener las distancias al mismo tiempo. Eso parece no haber cambiado mucho en todos esos años que hace que no la ve.

Daphne alza la vista para clavar sus ojos en los de él, hacía tiempo que sus miradas no se cruzaban tan de cerca. Pero ella es capaz de leer en Harvey lo mismo que leía cuando casi respiraban al compás.

— Era lo que tenía que hacer. —contesta escueta, y eso intriga e indigna por igual al hombre que bebe de su café. — Si me hubiera quedado, posiblemente estarías muerto. — Él la mira, frunce el ceño y se queda callado. Necesita saber más. — Fue la mejor opción. —La única quizá, pero Harvey no lo sabe y ella no está segura de lo que dice.

—¿Y ahora qué haces de nuevo aquí? —En una ciudad que ya no la recordaba, en un piso que ya no la echaba de menos. Cuando alguien desaparece de la noche a la mañana las personas aprenden a vivir sin esa persona, por su propio bien. La gente aprende a olvidar su nombre, el color de sus ojos y hasta el sonido de su voz.

El problema es que Harvey Williams nunca consiguió nada de eso.

Días sin suerte.

Los días se me quedan grandes, me sobran las mismas horas que me faltan para hacer nada y hacerlo todo. No hay manera de parar, de quedarme quieto, de bajarme de un tren que va demasiado rápido hacia un destino que todavía no conozco, y ¿por qué no admitirlo? Tengo miedo. Un miedo atroz a seguir avanzando, a mirar el reloj y ver que ya ha pasado un año y que ahora sí, estoy totalmente perdido, abandonado, y que sigo igual de herido. No hay manera de remediar el error, de poner parches, arreglar las velas y seguir navegando en estas aguas turbulentas.

Se nos ha ido todo a la mierda, las expectativas, los planes de futuro, el matrimonio, los hijos, el amor perfecto y eterno. La vida, de pronto, te ha dado un derechazo y te ha desencajado la mandíbula y se burla, la muy cabrona se burla desde la otra mitad de la calle, desde la esquina en la que se encuentra el bar que visitas cada viernes para intentar olvidar todas esas penas que te están arrastrando al pozo.

Tu nombre solo en el buzón, el café para uno, el lado izquierdo de la cama con las sábanas intactas, el cepillo de dientes único recibiéndote cada mañana. Qué puto es el azar que juega con nosotros, nos zarandea y nos coloca de pronto en un escenario que no controlamos en absoluto, en un traje que nos queda grande y que no tiene arreglo.

Nunca he sabido jugar al ajedrez (aunque he intentado aprender), por eso espero el siguiente movimiento de la partida sin saber muy bien qué hacer, sin tener demasiado claro si voy a ganar o a perder, sin acabar de entender si hay rey en este tablero del que formo parte. Tampoco sé jugar a las damas, ni se me dan bien los juegos de cartas, porque la suerte nunca está de mi parte.

Voy a dejar de esperar porque nunca me funciona, porque al final siempre acabo más roto, más destrozado, más animal y menos persona. Porque al final me encierro en una coraza de la que ya soy incapaz de salir y muerdo a los que andan cerca, y lo veo todo negro.

A pesar de todo, de los cambios, del vaivén de estos meses turbulentos, no he sido capaz de soltar una lágrima desde hace un tiempo y todas ellas me pesan en el centro del pecho, y duelen como si fueran disparos a quemarropa.

Necesito un susurro de los tuyos, que me tapes los ojos y me digas que puedo dormir tranquilo, aunque sea ahogado en un mar salado.

Nada más.