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Todo se soluciona.

Algunas veces todo se soluciona cantando mal la letra de cualquier canción de Varry Brava.

Algunas veces todo se soluciona dejando las ventanas abiertas para que se paseen las moscas de un lado a otro de la casa.

Algunas veces todo se soluciona con un esguince mal curado.

Algunas veces todo se soluciona echando a perder una botella de buen vino.

Algunas veces todo se soluciona cerrando los ojos y caminando con las manos por delante.

Algunas veces todo se soluciona tirando la basura por la mañana.

Algunas veces todo se soluciona sin mirar el teléfono móvil.

Algunas veces todo se soluciona cortando un trozo de queso, comiendo un poco de chocolate, comprando unos calcetines nuevos.

Algunas veces todo se soluciona en la barra de un bar.

Algunas veces todo se soluciona acercándose al mar en pleno invierno, dejando que caigan estatuas de sal, viendo llover sin necesitar paragüas.

Algunas veces todo se soluciona cenando sobras del día anterior.

Algunas veces todo se soluciona olvidando algo.

Algunas veces todo se soluciona leyendo libros de autores sin nombre.

Algunas veces todo se soluciona resolviendo mal una ecuación o cuando cae una manzana del cuenco de la fruta, o cambiando las sábanas, o tirando de la cadena.

Algunas veces todo se soluciona cuando cae la noche.

Algunas veces todo se soluciona en los lavabos de una discoteca, en la parte trasera de un coche, en un cuarto oscuro.

Algunas veces todo se soluciona yendo despacio o muy muy rápido.

Algunas veces todo se soluciona huyendo o volviendo a casa.

Algunas veces todo se soluciona en solitario o con compañía.

Algunas veces todo se soluciona en la imaginación.

Algunas veces todo se soluciona, aunque parezca una auténtica estupidez.

 

Bienvenida a mi otoño.

Debemos dejar atrás esas épocas de sentirnos envoltorios vacíos, de pensar que sólo somos otro fraude, de imaginar que las personas están mejor sin nosotros.

Porque rara vez es cierto.

Todo esos pensamientos de inferioridad, de creernos menos, de sentirnos diminutos frente al resto están dentro de nuestra cabeza y la mayor parte del tiempo los demás no lo comparten. Digo la mayor parte del tiempo por no decir nunca.

Pero qué puedo hacer cuando me siento tan poca cosa, cuando no puedo dejar de compararme, cuando pienso que en realidad soy lo último que necesitas a tu lado. Qué hago cuando todavía no me quiero lo suficiente como para hablar de verdad y sin miedo de todo lo que estoy guardando para ti.

Tengo tan marcado a fuego que no merezco nada, que puedo conformarme con poco, que debe ser suficiente con lo que los demás quieran darme.

Llevo tan adentro la culpabilidad, el castigo, y esa sensación de que no puedo ser feliz, de que tengo que contentar siempre a los demás antes que a mí mismo.

Y ahora empieza a estar todo lleno de hojas secas por el suelo, de viento en las calles, de faldas al vuelo, de cabellos despeinados, de corazones temblando. Y todo parece un problema. Se hace antes de noche, nos sentimos más solos y no hay nadie para consolarnos. Ni palmadas en la espalda, ni palabras de ánimo, ni sonrisas que te tranquilicen durante más de veinticuatro horas seguidas.

Nos toca volver a preguntarnos dónde están aquellos primeros días del verano donde todo parecía ir bien, aunque fuera más una sensación que una realidad frente a nuestros ojos.

Nos toca volver a dejar que se enfríe el café mientras pasa el vendaval y volvemos poco a poco a nuestro sitio.

Quizá estamos así porque aún no te has dado cuenta de cuáles son mis verdaderas intenciones.

Quizá es que no crees que todo lo que digo que siento pueda ser real.

Quizá es que estás viéndolo todo con el prisma equivocado.

Quizá te quieres tan poco a ti misma como me quiero yo.

Quizá es que aún no entiendes que soy solución y no problema en tu vida.

¿Sabes qué pasa?

¿Sabes qué pasa?

Porque yo no. No entiendo nada de un tiempo a esta parte, no te entiendo a ti, ya no me dejas hacerlo.

Estoy lleno de esa rabia que sólo se quita con tus besos, mordiendo tu carne, gimiendo en tu oído.

¿Sabes qué pasa, vida?

Que me niego a tirar la toalla, a desistir, a olvidar este intento. Quizá es que para ti es más sencillo rendirte, pero yo no tengo nada que perder. No es ganador el que nunca pierde, sino el que nunca deja de intentarlo.

Ya está bien de lamentarse en lugar de seguir escalando mirando hacia el cielo. A veces, veo tus ojos en medio de miles de constelaciones, escucho tu voz entre los estribillos de mis canciones favoritas, siento tus manos acariciarme en forma de brisa estival.

¿Sabes qué pasa?

Que no es el momento de sentirse abatido, que quiero seguir convirtiéndome en cenizas de tu mano, que espero las lluvias de otoño mojando tu pelo.

¿Sabes qué pasa?

Que sólo somos tú y yo, y la eternidad.

O no, quizá sea algo más efímero, convertirnos en polvo o quedarnos de piedra. Quizá sólo tenemos que ser como fuegos artificiales en una noche helada.

Ojalá lo supiera, ojalá pudiera decirte que todo irá bien y que no habrá problemas. Pero hay cosas que sólo se saben si abres la boca y hablas aunque te tiemble la voz, y los labios, y todos los miedos en la cabeza.

Ojalá tuviera el poder de ver el futuro y el poder de borrar la indecisión de tu vocabulario y la distancia gélida que usas como arma, como si fuera a ser la solución a algo.

Pero no es lo importante, lo relevante es tener motivos para seguir, buscarlos, tratar de alzar el vuelo, cogernos de la mano.

Joder.

Lo importante se reduce a un beso tuyo antes de dormir.

¿Sabes qué pasa, vida?

Que sin ella me estoy muriendo.

Casualidades.

Carreras de fondo y suspiros que van a acompañarnos el resto de nuestras vidas. La montaña rusa del día a día no da tregua, igual que el cambio climático.

Y de pronto llega la filosofía budista a abrirnos los ojos y hacer que nos replanteemos las cosas. Parece que siempre tienen que venir de lejos a decirnos que lo estamos haciendo mal, que se puede actuar de otra forma, y entonces detenemos nuestros pasos, observamos a nuestro alrededor y asentimos.

Tenían razón.

Aún no hemos caído en la cuenta de que nos envuelven las casualidades desde que abrimos los ojos antes de que suene el despertador hasta que somos capaces de conciliar el sueño por puro agotamiento.

Saludamos a desconocidos, sonreímos a quien no solemos hacerlo, nos despedimos sin palabras de quien ayer nos acompañaba a beber cerveza, nos damos el primer beso con alguien que acaba de aparecer en nuestros días. También es casualidad que se nos olvide algo cuando somos los que lo recordamos todo, o que se nos rompa el vaso cuando no llevamos la etiqueta de patosos en la frente. Es casualidad que todo nos vaya bien o nos vaya mal, o quizá no es cuestión de suerte si no del cristal de nuestras gafas, de que nos han dicho que nada va a salirnos bien y hemos asumido el rol de perdedores.

Ya es hora de que nos quitemos el victimismo de encima, la estúpida idea de que todo sale mal y no va a mejorar.  Vamos a dejar de quejarnos para hacer algo, olvidar el papel de sufridores y poner soluciones. Vamos a abandonar la comodidad del sillón para alzar la voz, el puño y los corazones.

Nos gustan las quejas más que la acción.

Igual también es casualidad.

[Lo que no es casualidad, estoy convencido, es de que te cruces en mi camino cada vez que me veo perdido, que hagas de faro entre la niebla, que seas la bandera en lo alto de la cumbre, que suenes a canción de Radiohead en mi silencio, que te vea como la señal de fin de carretera.]

Será falta de autoestima.

Desde que tengo uso de razón, la mayor parte del tiempo, he querido ser otra persona. Ya no hablo de habitar otro cuerpo (eso sólo me pasa desde que cumplí los cinco años). He querido ser alguien distinto, con otra cabeza, que no piense ni actúe de la forma en la que lo hago yo.

Me sigue pasando a día de hoy, y supongo que me pasará siempre.

Yo no sé en qué momento comencé a exigírmelo todo, a tener que saber, entender y hacer más que los demás. Yo no sé por qué me obligué a estudiar hasta que me doliera la sien, a leer por las noches hasta tener los ojos rojos, a escribir hasta ser capaz de contar algo que valiera la pena. Yo no sé por qué tenía que llegar siempre el primero a todas partes y salir el último. Por qué tenía que marcar más goles, sacar más nota en los exámenes, ser el mejor músico de mi clase.

Duele tanto, duele tanto tratar de comprenderlo todo, de entenderlo todo. Dejarse en último lugar, que los demás vayan siempre por delante. Porque al final es lo que hago, porque al final me preocupo más por cualquier persona que me diga buenos días que por mí mismo, porque da igual. Porque el dolor lo arrastro desde siempre y va conmigo. Porque al final estaré bien, sobreviviré a cualquier cosa, sobreviviré a la mayoría de lo que me suceda.

Porque tienes que ayudar a los demás, no ser egoísta, ponerte en su lugar.

Y me definieron tan bien la marca que separa al bien y el mal, lo que puedo y no puedo hacer, hasta dónde puedo llegar, porque tu libertad acaba donde empieza la de los demás.

Yo creo que lo de ser así de idiota no tiene solución, que con eso nadie va a ayudarme, que no hay quien pueda hacer que cambie.

Será todo falta de autoestima, de buscar la aprobación de los demás. O que soy gilipollas directamente.

[Igual la fiebre y la falta de sueño son culpables de todo esto.]