[Fragmento entre Esa paz sobre la que muchos hablan y Algún hueso entero.]
Daniel Egea no tiene muy claro si va borracho, aunque juraría que sí. Si pudiera pincharse la vena y sacarse algo de sangre para llenar un tubo, los resultados le confirmarían sus sospechas. Y está conduciendo. Él que ha visto tantas muertes provocadas por mezclar la conducción con más alcohol en sangre del que está permitido. Él que ha tenido que ver a gente demasiado joven en la fría mesa de autopsias por no saber pedir un taxi o ahorrarse los dos últimos cubatas. Toma aire mientras el vehículo avanza casi en solitario por las calles de la ciudad y suena Losing my religion de REM en la radio. El destino se ríe en ocasiones de nosotros en nuestras narices y a él la letra de la canción del grupo de Athens le parece casi una broma en este momento de su vida.
La visita de Díaz de pronto le parece algo raro, total no han sacado nada en claro. Nada que no supieran ya gracias a la autopsia. Pero tampoco le apetece pensar en eso ahora, otro homicidio que supone un largo informe que redactar y la espera de los resultados de toxicología e histopatología para completar el estudio de vitalidad. Se lleva la mano derecha a la frente, siente un peso en la cabeza que no se disipa con el paso de los minutos.
No sabe si es buena idea encontrarse con Mónica en las circunstancias en las que se encuentra, incluso ella puede pensar que él sólo busca un poco de cariño, carne que mate el hambre y humedades en la entrepierna que le quiten años de encima, pero Egea sabe que no es así. Habría hecho hace tiempo la locura de dejar a su mujer y ver dónde los arrimaban los vientos a ellos dos, si podían ser felices, si se entendían igual de bien de lo que eran capaces de entender a los muertos.
El hombre siente los ojos rojos y el alma cansada justo cuando va a aparcar enfrente del edificio en el que vive Mónica. Un momento de miedo se apodera de él, mira el volante del vehículo y traga saliva. Subir es un error. Elisa estará dormida ya, con el ceño fruncido de cuando se duerme enfadada con él. No quiere tener que verla más, no quiere tener que meterse a dormir en la misma cama, ni tocar su cuerpo de gimnasio y dieta fitness. Hace tiempo que le genera un rechazo que no es capaz de explicar, y luchar a diario contra eso es algo agotador hasta para el más pintado. Daniel no aguanta más y hoy explota. Es el día. El día D, el jodido desembarco de Normandía en su cabeza en forma de ideas, palabras, sentimientos.
El fin y el inicio de algo siempre van de la mano. El puto alfa y el omega de los cojones.
Se rasca la nuca un par de veces antes de decidir de una vez bajar del coche y tocar el timbre, esperar que le abra y ver qué pasa. Ni siquiera sabe cómo la tiene que saludar, ahora se le enturbia la mirada, le inundan las dudas, como si fueran un tsunami que puede llevárselo lejos.
Mónica.
Se abre la puerta y parece que el tiempo se va a la mierda, y todo lo que ha pasado esa noche se difumina en sus retinas por culpa de la imagen de la mujer.
—Pensaba que eras de las personas normales, de las que suelen dormir a estas horas. —sonríe, no puede evitarlo y besa su mejilla derecha en lugar de abalanzarse sobre sus labios que es, en realidad, lo único que le apetece hacer en aquel momento. El alcohol le atonta un poco, le deja una sonrisa algo bobalicona en el rostro.
Egea observa el piso, ese aire moderno que rodea a Acosta lo impregna todo. Ella siempre ha sido un alma algo más libre que él, más clásico, más anclado en lo de siempre. Trabajo, familia, poca vida social más allá de los cuatro matrimonios con los que se relacionan un par de veces a la semana, gimnasio, lecturas. Lo único que le distrae del mundo es esa pasión suya por el piano. Hace días que no desliza sus dedos por las teclas blancas y negras y se deja mecer entre los compases de algo de Listz o Chopin.
—Sabes de sobra que me cuesta dormir. —Ella se encoge de hombros. Su cabeza es ahora mismo un torbellino y no entiende por qué le va el pulso algo más rápido de lo habitual. Los dos saben que va a pasar algo pero no cómo.
Daniel se sienta, observa el té sobre la mesa, la mira a ella un segundo y sonríe para sí mismo. Se da un poco de esperanza, el punto es que huele a recién duchada y eso le gusta, le acaba de despertar los sentidos.
—Díaz me ha hecho salir de casa para volver a ver el cadáver de esta mañana. —comenta, en realidad Acosta ya tiene bastante con sus muertos como para estar pendiente de los suyos pero, a veces, comentan algunos casos. Le gusta coincidir con ella en la sala de autopsias. Tiene buen criterio, es meticulosa y siempre se mantiene cauta a la hora de lanzar las hipótesis.
Egea sabe de sobra que no es perfecta pero a veces se le olvida, va a ser verdad que el corazón le late de otra forma cuando la tiene tan cerca.
—¿Quieres tomar algo? —le pregunta ella.
—Un café. De alcohol voy servido, nos hemos tomado un par de copas después de salir del Instituto. —lo confiesa, sabe que Mónica se habrá dado cuenta nada más responderle al teléfono.
—Díaz es insistente. —dice ella, Egea frunce un poco el ceño y la observa mientras prepara el café sobre la barra de la cocina. Se pregunta si habrá pasado algo entre ellos en algún momento. Acosta llama la atención a todo el que entra por allí, eso no hay quien lo dude, aunque ella siempre le resta importancia.
—Estás de guardia el fin de semana, ¿no? —pregunta Daniel, intentando fijarse en los detalles que llenan la casa. Parece uno de esos pisos de revista de decoración actual, sin estar recargado, como cuando vas a IKEA y todo está perfectamente colocado fuera de su sitio.
—Sí, sábado y domingo. Y, además, adivina quién está también. —Su tono no deja dudas.
—González. —Suelta una risa sin poder evitarlo.
González es el forense que ha hecho la autopsia del homicidio con él. Le quedan cinco años para jubilarse y ya no tiene ganas ni de mirarse al espejo, al menos en lo que al trabajo se refiere. Los informes se apilan en su mesa y su forma de trabajar está lejos de lo que se dice actualizada. Sin embargo, nadie le ha llamado la atención todavía. Bajito, pelo canoso, barba y mil historias de cuando las cosas eran diferentes y el forense era el dios allá donde iba.
—Ya no nos respeta nadie, Egea. —le decía muchos días. —Nadie. Se limpian el culo con nuestros informes. —Y suspiraba, siempre suspiraba. No era difícil encontrárselo caminando por el pasillo rumbo a su despacho con paso lento y pocas ganas de vivir.
Mónica vuelve con un café y se sienta junto a él. La música suena de fondo, sin molestar, y ella sonríe.
—Es la primera vez que vienes por aquí.
—Espero que no sea la última. —coge la taza y da un sorbo. —La verdad es que lo tienes bien montado.
Piensa en lo diferente que es su hogar. Dúplex a las afueras, una decoración algo más clásica. De eso se encargó Elisa, como de casi todo. Le pasó igual con la boda, con el coche, con el nombre de la niña. Lo mismo cuando dejaron de ir al pueblo de su padre y no le dejó seguir en el equipo de fútbol con los compañeros de facultad. Un puto calzonazos, algo amargado. Al final, ha llevado la vida que ella quería, no la que él deseaba tener y ahora le pesa. A los cuarenta y cinco años ya no le gusta sentir que no vive como siempre ha querido hacerlo.
—No tiene por qué ser la última. —Ella lo mira, con esa mirada que le cala como lo hacen las lluvias torrenciales de principios de otoño cuando no lleva paraguas.
Egea aparta la taza, la deja sobre la mesa y la besa. Claro que lo hace, porque lleva tiempo muriéndose de ganas. Y ella le desliza sus manos por la nuca y enreda su lengua contra la de él.
Después de todo tampoco tienen mucho más que hablar.