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Ruinas.

Las luces de las farolas parpadean tras los cristales, el silencio nos asfixia, el diablo sonríe, la lluvia débil cayendo me recuerda a mi pulso y el frío te agarrota el corazón. Podría ser esto el Berlín más gris de una novela negra y nosotros tan sólo un par de espías soviéticos que se miran en la distancia, que tras compartirlo todo se dicen adiós.

En algún momento te das cuenta de que ya te han destrozado, o te has destrozado tú mismo. Sabes que has aceptado las propinas, que has buscado el amor seguro con sexo inseguro, que te has conformado con cualquier resquicio de cariño sin tener por qué hacerlo.

Tienes claro que tu piel va a congelarse de nuevo, que duelen los huesos, que sangran los labios por culpa del viento. Y que ella se va a ir una y otra vez, y tú vas a estar buscándola siempre.

Todo son saltos, piedras en los zapatos y equivocaciones.

Todo son agujeros en el pecho, lágrimas recorriendo las mejillas y sonrisas que duelen.

Todo son jodidos problemas, resacas y canciones de Iván Ferreiro. 

Parece que no podemos acertar, que estamos destinados a equivocarnos una y otra vez. Parece que se nos va a acabar para siempre la cerveza fría.

Querer a alguien es más difícil que enhebrar una aguja a la primera.

Me has susurrado al oído y he querido ponerme la capa, ser tu héroe de las cosas pequeñas. He querido salvarte de los malos finales, colarme en tu cama en una noche de invierno para aislarte del frío, darte todas mis vidas en abrazos, y vencer al cruel villano de los cómics con uno de nuestros besos.

Al parecer, me encontré con el único verso que no podía rimar. Qué zorra es la vida.

Voy a permitirme perder ya la esperanza.

Si ya soy todo ruinas, qué más da.

Metamorfosis.

De gusano a mariposa, de óvulo y espermatozoide a ser humano. O algo parecido. Organismos vivos que deambulan por el mundo sin ningún objetivo aparente. Somos la especie que destruye la especie.

Cambiamos a diario, nos transformamos. Convertimos sueños en realidad, paz en tragedia y la calma en tempestades. Palacios en ruinas, sal en alimento y amor en migajas. Capaces de lo más grande y lo más ruin. Lo tenemos todo en nuestras manos y estamos perdiendo el tiempo, se nos escapan los minutos a cada vuelta de las manecillas por la esfera del reloj y seguimos contemplando el paisaje como si nada.

Somos incapaces de reaccionar y dar un paso más.

Somos incapaces de cogernos de la mano y perdernos por la vida.

Somos incapaces de quedarnos sin voz, mirar más allá de nuestro ombligo, respetar al disidente.

Intransigentes para con todo.

Y es que es tan trágico todo esto que nos pasa, lo de no poder ver la realidad si no hay alguien que nos abra los ojos antes. Es tan trágico lo de ceder ante el fracaso en lugar de levantarnos y seguir luchando. Es tan trágico lo de no poder decir lo que quieres en voz alta por miedo, porque te tiembla el corazón, porque va a llegar la nada de nuevo a cantarnos antes de dormir.

Yo sólo sé que ya tenía frío antes de quedarme solo.

Por eso ahora tengo que abrazarla con fuerza, porque protegerla a ella es protegerme a mí mismo.

Y, no sé, supongo que con el paso del tiempo nos quedaremos en los huesos, y ya se habrán acabado los besos húmedos entre risas.

Pero nos tendremos, a un golpe de vista, a un aliento de distancia, a una caricia temblorosa por culpa del Parkinson.

Nos tendremos y no creo que haya nada más importante que eso.

Por mucho que cambiemos, y evolucionemos por el medio.

Por mucha metamorfosis.

Acabaremos siendo algo bonito, por ejemplo, cenizas.

Monstruo.

Miras tu rostro en un espejo roto cada mañana y hay días que no te reconoces, la mayoría de ellos, y te preguntas quién eres y qué haces allí parado. Respiras hondo y no hay nadie poniendo una mano sobre tu hombro, nadie que diga que todo irá bien porque no será así. Te lavas los dientes, te peinas un poco, te vistes sin ganas y vuelves a mirar afuera, por una pequeña ventana.

Pocas veces el cielo llama mi atención, está ahí arriba con sus nubes o sin ellas porque es su lugar, porque tiene que estar ahí, sin más. Ni siquiera le presto atención cuando ruge y el sonido de los misiles debería romperme el alma y hacerme llorar.

Me he acostumbrado a llenarme las manos y los ojos de barro y sangre que no es mía, a caminar entre ruinas y caer sobre escombros. Ya no sé mi nombre, ni qué era de mi vida antes de todo este caos. Sólo soy un saco de carne y huesos que todavía es capaz de moverse entre cuerpos sin vida sin sentir náuseas.

Desconexión.

Me queda poco más en la vida que fumar cada quince minutos y gruñir cuando quiero hablar.

Aún hay quien me llama persona, yo prefiero que me digan monstruo.