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Escandinavia.

Los domingos son parecidos a bailar un bolero con el reloj, y nos van rasgando un poco el corazón aunque no nos demos cuenta.

Es momento para detestar los lunes por encima de todas las cosas, para ver los huecos en la mesa, en la cama y el sofá.

Los domingos se visita el cementerio.

Se encienden velas.

Se pasea por la plaza.

Se toma vermú.

Se come en familia.

Se dejan sin respuesta muchas preguntas lanzadas al viento.

Se extraña más que se echa de menos.

Duele todo y no da tiempo a pensar en Escandinavia.

Los domingos tienen ese tinte de final agónico, de resaca, de afonía culpa del alcohol, el tabaco y los gritos de la madrugada del sábado.

Los domingos se puede planear una huida, una estampida o seguir dudando de todo.

Repican las campanas y la calma invade las calles a la hora del café.

El tren se escucha a los lejos.

La gente prepara las maletas y se despide con besos.

Entiendes lo que significa la palabra saudade.

Algunos fuegos dejan de quemar.

Y otros se encienden sin saber que se apagarán algún día.

Confesaré que siempre detesto los domingos por la tarde, menos cuando estoy contigo y pisamos el mismo suelo.

Un latido fuerte.

He dejado de prometer nada.

Porque no me crees, aunque siga arañándome la piel cada día, aunque siga dejando atrás la armadura, el mal humor y el ceño fruncido que normalmente me acompañan cuando no estoy contigo.

No me crees aunque mis manos estén abiertas y me brillen los ojos cuando te miro.

Llega un punto en el que automatizamos todo, hasta aquello que no deberíamos, y empezamos a dar por hechas ciertas cosas que habría que seguir ganándose en el día a día. Yo creo que, a estas alturas, seguimos en pie de guerra, mirándonos a los ojos desafiantes sin saber muy bien qué hacer, como dos principiantes en una clase de baile que no saben cuál es el próximo paso.

El otoño ha vuelto hacer conmigo igual que hace con las nubes y las hojas, desordenarme por completo, dejarme por el suelo, arrancarme los botones de la camisa.

Mientras todo cambia fuera dentro siento el tiempo detenido, pasando lento, y escucho en mis entrañas el exasperante sonido de las manecillas del reloj que pesan tanto como bolas de cañón.

Y el mundo que no avanza.

Y yo tampoco.

Por eso me rindo, ahora sólo miro al cielo y espero a que caiga la lluvia para calarme hasta los huesos, para olvidarte, para olvidarme de la idea casi surrealista de un futuro en el que caminamos juntos y no hay miedo, ni malos recuerdos, sólo un latido fuerte que en mi cabeza suena parecido a lo que para el resto debe ser la felicidad.

Un sol de justicia.

El mundo se para en algunas fotografías y en algunos besos, como en el de esa pareja de chicas que se despide en el andén de la estación ajenas a la mirada de desaprobación de un par de ancianas y de un señor con bigote.

Todos luchamos contra todos de uno u otro modo, tenemos estigmas y muros con más años que el muro de Adriano. No es suficiente con intentar abrirnos camino entre los demás como para enfrentarnos a nosotros mismos de costillas para dentro. Arrastramos cargas tan grandes y en tales cantidades sin querer apoyarnos en nadie, sin querer dejar las cajas en el suelo un momento para mirar al frente y decidir el mejor camino.

Parece que hoy en día debemos seguir la estela del más rápido y tratar de no quedarnos atrás, no hay tiempo para pensar ni para decidir.

No hay tiempo para nada.

Y mucho menos para intentar cambiarlo todo y hacer las cosas mejor.

No hay tiempo y yo quiero tenerlo todo para gastarlo contigo.

Si pudiera darle un golpe al reloj y dejarlo parado por un rato, si fuera capaz de detener el transcurso de los días en ese preciso instante en el que sigues sosteniendo mi mano créeme que lo haría.

Estoy ya harto de las historias en las que hay víctimas y culpables, buenos y malos, vencedores y vencidos, bandos contrarios, como si no saliéramos todos heridos y llenos de culpa de cada historia, como si lo único válido fuera la visión y la percepción propia del mundo.

Lo único que puedo hacer ahora es abrazarte más fuerte y con más ganas, aunque nos derritamos bajo un sol de justicia.

Y quererte sin hacerte más daño.

Y perdonarme cuando me miro en el espejo.

Maldita fortuna.

Los caprichos del corazón, esa lucha interna entre razón y sentimientos que no se puede ganar y acaba reportando dolor. Un dolor profundo, interno, que no se va con la risa cotidiana, ni con cerveza y amigos.

Piensa que es mejor sentir que estar muerto, pero a veces me gustaría sentir la anestesia adormeciendo mi piel, colapsándome las ideas, haciéndome implosionar para empezar de cero.

Y volver a equivocarme, acertar de lleno a tu lado.

Elegirte de nuevo como mi error favorito, y agradecerlo sin más.

Cortarme las alas para, en lugar de volar lejos, quedarme contigo.

Volver a mover los peones, las torres y los alfiles en las mismas jugadas, llegar al mismo punto.

Sin retorno.

Porque ambos sabemos que no hay vuelta atrás, que los pasos siempre van hacia adelante, y tenemos dos opciones, o anudar la soga al cuello y dejarnos morir lentamente, o seguir respirando juntos.

Y a mí, a pesar de todo, me gusta el aire fresco entrando en mis pulmones y sentirme vivo a mi manera.

Entre postales, fotografías y recuerdos.

Entre tus manos, tus miedos y los besos.

Aún quiero ver cómo se desliza el tirante sobre tus hombros, cómo se pierden tus bragas bajo las sábanas, cómo se queda tu pintalabios manchando la almohada, pintando los vasos. Escucharte suplicar bajo mis manos, tu lengua contra mi oído, tu saliva enfriándome el cuello, las pulsaciones contra el techo.

Sé que hay vida más allá de ti pero yo quiero la vida contigo.

Escucha el reloj, quédate conmigo.

Maldita fortuna tenerte, sin tenernos.

Maldita fortuna querernos.

Un mundo en el que ya no me mires.

La ciudad ya no duerme, ni la gente, porque tenemos miedo de cerrar los ojos y que el mundo conocido desaparezca bajo nuestros pies cuando despunte el día, tenemos miedo de que todo cambie de golpe sin habernos dado cuenta, sin haber formado parte. Tenemos un miedo ensordecedor a abrir los ojos y no reconocernos, a sentirnos fuera de lugar, como cuando la persona que duerme contigo es de pronto, con tan sólo una vuelta del minutero a la esfera del reloj, un completo desconocido.

Me gustaría escupir como lo hace Chinaski, con palabras certeras y verdades incontestables a pesar de que pasen los años y las páginas en las que están escritas su vida y milagros comiencen a parecer las hojas de algunos árboles en otoño, justo cuando están a punto de caer. Me gustaría que mis frases y mis besos fueran para ti también como tiros a quemarropa directos al corazón de los que no poder escapar.

Entre letras y pensamientos sigo siendo un viejo luchador, ya lejos del ring y de las apuestas, de los focos y los flashes de las cámaras. Sigo siendo un luchador que ya no espera nada, por eso todo es diferente, por eso todo ha cambiado y los mapas, los caminos y las señales ya no me parecen los mismos de antes.

Te sujeto ahora después de las tormentas, los temblores de tierra y de piernas, como se sujeta a cualquier pájaro, sólo con la palma de la mano, para que si te quedas o te vas sea porque es lo que quieres, lo que sientes en ese pequeño rincón inaccesible que todos tenemos guardado entre la carne. Supongo que el amor también es eso, que el otro tenga la libertad de decidir siempre aunque te pueda doler, y sobre todo creo que se trata de nunca intentar apretar las manos para que alguien se quede a tu lado.

No tengo muy claro lo que quiero en esta vida, ni lo que espero del futuro, lo que sé con certeza es que no quiero despertarme un día y sentir el vacío de tu existencia palpitándome en las manos, latiéndome en el pecho.

Lo que nunca quiero es pisar un mundo en el que sólo pueda encontrarme contigo por casualidad.

Un mundo en el que ya no me mires como lo haces ahora.

La búsqueda y la esperanza.

Buscar.

Nos pasamos toda la vida buscando sin llegar a encontrar lo que realmente queremos.

Buscar.

El sol del litoral nos indica el camino algunos días otros, sin embargo, nos dejamos guiar por las nubes grises que nos llenan la cabeza.

Yo comencé a caminar sin nada entra las manos y he ido poco a poco llenando la maleta, de recuerdos, fotografías, conversaciones, libros, canciones y personas que vienen siempre conmigo. También hay un hueco siempre en la maleta, acompañando a los calcetines y la ropa interior, para las mentiras, lo malo, los miedos, el odio, la rabia.

Y sigo buscando.

Supongo que la búsqueda es algo innato, algo intrínseco al ser humano, algo que va tan ligado a nuestra genética que no nos podemos desprender de ello por mucho que lo intentemos. Somos envoltorios llenos de intenciones y curiosidad. Somos niños tratando de aprender el por qué de todo lo que nos rodea.

Trato de indagar siempre en los rostros, en los ojos, en las manos, intentando averiguar si tras el negro de la pupila hay un alma que anhela lo mismo que anhelo yo.

Buscaba después de tantas turbulencias encontrar algo de calma en ti, al abrigo de tus brazos y tus piernas, y aún te busco porque echo de menos el día a día. El sólo mirarte, darte un beso suave que no lleva a ninguna parte, abrazarte sin miedo a que nos rompamos, escucharte activamente, tratar de evitar tu dolor de forma inconsciente y conscientemente elegirte siempre.

Lo bueno de ese intento nuestro de conseguir cosas es que nunca nos detenemos, ni cuando parece que estamos completamente parados. Hay un pequeño mecanismo en nuestro interior, que parece funcionar como lo hacen los engranajes de un reloj, y nunca para de moverse, mantiene la llama lo suficientemente viva para que no perdamos la esperanza.

Porque es cierto, en muchas ocasiones la esperanza es lo único que nos queda. Quizá eso es lo que realmente nos hace más fuertes, a pesar de las dudas que todo quieren destruirlo.

La hora del último te quiero.

¿Te acuerdas?

Aquella noche fuimos dejando el amor por todas partes, haciéndolo mundano, haciéndolo nuestro. Lo alejamos de la divinidad y lo platónico para hacerlo cotidiano, real; para hacerlo verdad.

Lo fuimos rompiendo a pequeños trozos y lo dispersamos.

Quedó un poco sobre la barra de aquel bar en el que colocaste tu mano sobre mi rodilla por primera vez, y en aquella farola en la que nos sujetamos borrachos sin atrevernos a darnos un beso. También en el colchón que vio juntos en primer lugar nuestros cuerpos, nuestros versos, nuestros nombres. Perdimos un poco en los asientos del coche, y en el ascensor en el que parecíamos fieras buscándonos las grietas.

Nos olvidamos un poco en plazas anónimas que se acuerdan de nosotros aunque tú y yo las hayamos olvidado. Se nos cayó en la acera en la que tropezamos un día de lluvia por no soltarnos de la mano.

Lo dejamos un día en la última fila de la línea 6 de camino al centro, también en los taxis, y encontramos algo más que droga en los baños de una discoteca.

Lo alimentamos como se alimentan las buenas historias, sin querer, o queriendo más de lo que nos podíamos permitir sin darnos cuenta. Y creció como hacen los monstruos en la oscuridad, rápido y dando miedo.

Porque el amor, a veces, da más miedo que Mefistófeles tratando de engañarnos.

También dejamos parte en lugares que sólo tú y yo sabemos, habitaciones de puertas cerradas y luces apagadas en las que conteníamos la respiración para que nadie nos escuchara. Perdimos un poco en algunos conciertos junto con la voz, y la ilusión, y los saltos bañados en cerveza.

En los libros que llevan nuestras firmas.

Los bares que nos han visto sonreír.

Las ciudades que nos dejaron ver sus puestas de sol.

Las canciones que nos han dejado cantarlas.

Hemos ido dejando tantos pedazos en todo lo que hemos vivido que sólo queda uno, y lo tengo guardado en un cajón junto a un reloj que todavía marca la hora del último te quiero que escuché en tu boca.

Sujétame fuerte, yo no quiero irme.

Se alinean los astros.

A veces se alinean los astros y se producen casualidades, pequeños golpes de suerte que estallan alrededor del mundo sin que seamos conscientes de ello, como cuando sin querer tropezamos y empecé a sonreír cuando nadie podía verlo, y empecé a hinchar el pecho y a caminar más seguro de mí mismo.

Existen momentos en los que todo el inmenso telar que es el universo se reduce a nosotros, y cuadran en un instante todos los complejos engranajes de nuestro reloj interior, y te recuerdo que eso ha pasado cuando estamos enredados en las sábanas y también fuera de ellas, con una simple mirada cómplice, con un leve roce de nuestra piel, con risas y sonrisas sin forzar.

La esperanza suele ser una virtud duradera, difícil de esquilmar, que a veces se confunde con la constancia. La esperanza es como esas plantas que no necesitan mucha agua, el cactus de los estados de ánimo. Algunas veces es punzante e incluso puede hacer daño, pero resiste y aguanta pese a todo. También es algo que nos acaba volviendo frágiles, indefensos, porque nos aferramos a ella cuando el bote se hunde en medio del océano. Como si pudiera salvarnos de algo.

Y yo sigo mirando el calendario con ojos de niño, esperando que algo cambie, que aparezcas entre la lluvia con una maleta y toques a mi puerta. Me sigue latiendo el corazón con más fuerza cuando me cruzo contigo, me duele más de lo habitual cuando te pierdo en todas esas pesadillas nocturnas que me despiertan y no me dejan, desde hace ya tiempo, dormir tranquilo.

A pesar de todo lo que diga o haga para ti sigo siendo el débil, el eslabón perdido de la cadena que es mejor dejar en el camino en lugar de volver a recogerlo. Entiendo que soy incómodo, que hablo mucho y pienso más, que intento entenderlo todo aunque me cueste, y racionalizarlo y volverlo tangible. Entiendo que debe ser agotador observarlo desde el otro lado, incluso aburrido.

Me disculpo contigo por quererte de la única forma que he podido hacerlo, sin barreras, sin prejuicios, sin miedo a caer en el abismo.

A veces se alinean los astros, las estrellas brillan un poco más fuerte, y te quedas conmigo para no volverte a ir.

[Tranquila, yo te espero.]

 

La ciudad de las estrellas.

Llega un punto en tu vida en el que lo pierdes todo. Empiezas por ti mismo y después le siguen la dignidad, la vergüenza e incluso el miedo. Probablemente eso último sea lo más importante porque sin miedo nos atrevemos a cualquier cosa, como los locos. Se trata de perder ese punto de conexión con la realidad y ser capaz de todo.

Y debe ser fantástico.

Creer que nado malo puede suceder, que tarde o temprano las piezas encajarán (que encajaremos), que ganaremos al póker, acertaremos siempre en el centro de la diana, nos dará igual seguir con los bolsillos vacíos, brindaremos desnudos y no se acabarán las ganas pero la distancia sí.

Nos han puesto en bandeja la oportunidad de ser correctos, perfectos, de seguir el camino marcado, pero qué basura joder. Hacer siempre lo que esperan de nosotros como si no pudiéramos decidir nuestro destino, como si tuviéramos que agachar la cabeza y obedecer al amo.

Yo creo que ya es hora de abrir las ventanas, dejar que suene la música en la calle, mirar al cielo sin que importe qué cojones marca el reloj, buscar una brisa que acaricie y que no hiera, sacudirnos el polvo y el olor a rancio, quitarnos de la piel las historias que nos han marcado.

Deberíamos enterrar los pies en la arena junto al mar, darnos la mano y desafiar al sol con nuestras risas. Deberíamos leer nuestros cuerpos bajo las sábanas, cantar en voz alta y que la casa oliera a café recién hecho. Deberíamos querernos con más ganas y pensar menos. Deberíamos luchar sin destrozar.

Que la vida sea ver las arrugas de los años y que no haya nada que nos duela.

Que la vida sea mecerse con el jazz.

Que la vida sea un musical que acaba bien.

Beber a morro, romper las hojas de ruta que ya no sirven, tirar las flores de mentira, quedarnos tirados en cualquier cuneta, besarnos las heridas, rozarnos lo que nos quede de alma.

El futuro va de no perder oportunidades.

Quiero levantar la vista contigo y ver sobre nosotros la ciudad de las estrellas, y que tus ojos brillen más que todas ellas.

[Y te prometo que cuando estés triste tocaré el piano.]

Metamorfosis.

De gusano a mariposa, de óvulo y espermatozoide a ser humano. O algo parecido. Organismos vivos que deambulan por el mundo sin ningún objetivo aparente. Somos la especie que destruye la especie.

Cambiamos a diario, nos transformamos. Convertimos sueños en realidad, paz en tragedia y la calma en tempestades. Palacios en ruinas, sal en alimento y amor en migajas. Capaces de lo más grande y lo más ruin. Lo tenemos todo en nuestras manos y estamos perdiendo el tiempo, se nos escapan los minutos a cada vuelta de las manecillas por la esfera del reloj y seguimos contemplando el paisaje como si nada.

Somos incapaces de reaccionar y dar un paso más.

Somos incapaces de cogernos de la mano y perdernos por la vida.

Somos incapaces de quedarnos sin voz, mirar más allá de nuestro ombligo, respetar al disidente.

Intransigentes para con todo.

Y es que es tan trágico todo esto que nos pasa, lo de no poder ver la realidad si no hay alguien que nos abra los ojos antes. Es tan trágico lo de ceder ante el fracaso en lugar de levantarnos y seguir luchando. Es tan trágico lo de no poder decir lo que quieres en voz alta por miedo, porque te tiembla el corazón, porque va a llegar la nada de nuevo a cantarnos antes de dormir.

Yo sólo sé que ya tenía frío antes de quedarme solo.

Por eso ahora tengo que abrazarla con fuerza, porque protegerla a ella es protegerme a mí mismo.

Y, no sé, supongo que con el paso del tiempo nos quedaremos en los huesos, y ya se habrán acabado los besos húmedos entre risas.

Pero nos tendremos, a un golpe de vista, a un aliento de distancia, a una caricia temblorosa por culpa del Parkinson.

Nos tendremos y no creo que haya nada más importante que eso.

Por mucho que cambiemos, y evolucionemos por el medio.

Por mucha metamorfosis.

Acabaremos siendo algo bonito, por ejemplo, cenizas.