Los domingos son parecidos a bailar un bolero con el reloj, y nos van rasgando un poco el corazón aunque no nos demos cuenta.
Es momento para detestar los lunes por encima de todas las cosas, para ver los huecos en la mesa, en la cama y el sofá.
Los domingos se visita el cementerio.
Se encienden velas.
Se pasea por la plaza.
Se toma vermú.
Se come en familia.
Se dejan sin respuesta muchas preguntas lanzadas al viento.
Se extraña más que se echa de menos.
Duele todo y no da tiempo a pensar en Escandinavia.
Los domingos tienen ese tinte de final agónico, de resaca, de afonía culpa del alcohol, el tabaco y los gritos de la madrugada del sábado.
Los domingos se puede planear una huida, una estampida o seguir dudando de todo.
Repican las campanas y la calma invade las calles a la hora del café.
El tren se escucha a los lejos.
La gente prepara las maletas y se despide con besos.
Entiendes lo que significa la palabra saudade.
Algunos fuegos dejan de quemar.
Y otros se encienden sin saber que se apagarán algún día.
Confesaré que siempre detesto los domingos por la tarde, menos cuando estoy contigo y pisamos el mismo suelo.