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El combate del siglo.

Hay noches de sexo que son como el combate del siglo. Te he tenido en mi cama desnuda de intenciones, sin ropa que sirviera para escudar tanta emoción. Llegaste como esas tempestades capaces de arrancar cadenas y jaulas, como esas llaves que abren puertas que liberan a las bestias. Y siete mares me parecen pocos para surcarlos si me ofreces ese viaje.

He visto siglos de arte en tu piel, me he visto con fuerzas de crear lienzos en tu nombre, y no paso por alto los días en que leíamos novelas, desnudos, con las sábanas tapándonos las vergüenzas. Si es que las hemos tenido alguna vez.

Días de besos que se convierten en piedra, noches de golpes contra la pared, y he sentido calor en la entrepierna en pleno mes de Diciembre. He sufrido meses de pensarte con la piel de gallina, semanas de aguantar la respiración por no poder tocarte. He aprendido a darme cuenta de lo importante que es un buen control de impulsos y el morderse la lengua.

No voy a volver sobre mis pasos, estoy harto de mirar al pasado y tener ganas de arrancarme toda esta mierda a la que llaman corazón, que sólo duele, que sólo sangra, que sólo bombea whisky viejo al hipotálamo.

Y está claro que ahora soy una sombra, un fantasma que vaga sin rumbo. Está claro que sólo soy otro de esos ilusos que, a pesar de todo, mantiene la esperanza. Supongo que es el motivo por el que nunca deja de doler, supongo que por eso sigo susurrando palabras esperando a que me escuches.

A veces, oigo al viento soplando tu llanto, convirtiéndome en polvo, en arena que entierra esta historia, este baile de máscaras, de semáforos en rojo y lluvia en los cristales.

De momento, sigo en el cuadrilátero, con los guantes puestos, peleando a duras penas, aguantando los golpes y ya no resisten mis piernas, y no puedo coger aire para hablarte.

Y qué sé yo, te he tenido en mi cama y ha pasado el tiempo, y sabía desde el principio que no iba a ganar este combate. Así que voy a vivir de recuerdos, hasta que vuelva a besar el suelo.

Hay noches de sexo que son como el combate del siglo. Y yo quiero seguir peleando contigo.

Púdrete en el infierno.

Al abrir la puerta, los libros por el suelo, la ropa sobre el sofá y un par de botes de cerveza abiertos y tirados por encima de la mesa. Una página arrancada y arrugada de una libreta cualquiera en la que escribe sus cosas. El primer vistazo a las estanterías le hace creer que el inquilino tiene cierta obsesión por la literatura, desde los clásicos más universales hasta autores de dudosa calidad mucho más actuales.

La casa huele a tabaco, a cigarros apagados hace poco y a comida rápida. El desorden imperante le hace pensar que él también debe ponerse manos a la obra en su propia casa, pero que ya tendrá tiempo para hacerlo. Distingue el olor de la sangre, como si fuera un sabueso, distinguiría ese aroma férrico a cientos de kilómetros. Vampiro moderno del crimen.

Camina por la casa con cierta cautela, a pesar de todo, es como si se estuviera codeando con un ejército de sombras que se encuentran al acecho y observan cada uno de sus pasos. No tiene miedo, si lo tuviera hace años que habría dejado aquel empleo mal pagado en el que se siempre acababa lleno de mierda hasta las cejas. Se da cuenta de que la ceniza del cigarro que lleva entre los dedos ya ha ido dejando rastro en el pasillo y no le importa, por un momento -piensa- se trata de la historia de Hansel y Gretel y se está asegurando de conocer el camino de vuelta a casa.

El olor a muerte se le clava en la nariz, el olor a muerte de hace días, y se hace cada vez más insoportable. Una nube de moscas negras cubre el pasillo y se tapa el rostro con el brazo. Sabe que va a necesitar más de una ducha para desprenderse de aquel hedor. El cadáver sobre el suelo se encuentra rodeado de un líquido espeso y oscuro que huele a rayos. Las temperaturas altas de los últimos días y la orientación del piso aceleran el proceso, sin duda.

-Garrido, tienes un muerto que lleva aquí más años que tú.-dice tras marcar el número del Comisario.- Voy a llamar al 112.

Según tiene entendido, el tipo era un hijo de puta, por lo que tampoco siente mucha pena por verlo allí en proceso de descomposición. Se acerca a la mesita de noche, donde están las gafas, un teléfono móvil y una cartera de la que asoman unos cuantos billetes de 50€.

-Me cobro las deudas, cabrón.-Al menos una parte.

Se toma las molestias de abrir la ventana de la habitación para que aquel ejército de dípteros salgan en manada al exterior y vuelve sobre sus pasos. Se acerca a una de las estanterías del comedor y sonríe al descubrir El Jugador de Dostoievski en una bonita edición. Coge el ejemplar, lo ojea un par de segundos y sale del piso cerrando la puerta mientras vuelve a coger el teléfono.

Púdrete en el infierno.

Que nada importe.

Casi llega el mes de Abril y nos da igual que el frío nos haya dejado hechos pedazos, seguimos aquí tratando de encajar las miles de piezas de este puzzle sin principio, seguimos tejiendo cuerdas cada vez más largas de las que podernos sujetar cuando tropecemos con el acantilado.

Me he convertido en un extraño ente de barro y sangre, cenizas de otros convertidas en materia viva. Soy el peor francotirador de este ejército de muertos vivientes, enfermo terminal que camina con el cerebro en la mano. Soy como ese pueblo que se queda incomunicado con la primera nevada del año, y tengo que encender la hoguera y calentarme las manos en unos bolsillos llenos de miserias.

Todo esto es ley de vida. Amor y odio, alegría y tristeza, vida y muerte, y también las despedidas.

Las despedidas son tristes, sobre todo cuando no te quieres marchar y, sin embargo, sabes que es lo mejor. Tenemos esa puta manía de anticiparnos a los hechos y de predecir catástrofes con una facilidad pasmosa. Yo, por el contrario, nunca veo venir los golpes, será por eso que ya no me quedan huesos intactos, que sangran todas mis noches, que lloran cada una de mis madrugadas.

Debí aprender hace tiempo a enterrar las ilusiones, a no hacer caso a un corazón defectuoso y con mala puntería. Debí retirarme de la partida antes de mostrar todas mis cartas y volver a perder.

No sé cómo decirte que no me necesitas, que cualquier otro te cuidará más y te querrá mejor que yo, sin que me quiera arrancar la lengua. Trata de no sufrir por mí, después de todo lo normal es que nada me salga bien. Trata de no mirar atrás aunque te grite desde aquí desde el rincón en el que siempre escribo, con poca luz y dolor de sobra.

Lo seguiré intentando, aunque ya no tenga sueños, ni crea en la esperanza. Lo seguiré intentando aunque no pueda remontar nunca en este juego inútil. Lo seguiré intentando porque me dijiste que nunca debía rendirme aunque no quisiera luchar.

¿Cómo vas a querer sujetar mi mano si sigo temblando?

¿Cómo vas a querer vivir junto a un hombre hecho de óxido?

¿Cómo vas a soportar el olor a café cada cinco minutos?

¿Cómo vas a soportar que quiera besarte a todas horas?

Las despedidas siempre son tristes, como lo es levantarse solo cada mañana, como lo son los domingos por la tarde, como lo es fumarse un cigarro sin el sexo previo, como lo son esas calles olvidadas del puerto.

Me despediré de ti antes de romperme por completo. La solución final pasa, creo, por mirar a Medusa a los ojos, convertirme en un gigante de piedra y que pasen los años, que pase el duelo, dejar de sentir y que nada importe.

Que nada importe, ni siquiera yo, ni siquiera tú.

 

Sueño eterno.

El recuerdo de tus labios ha vuelto a hacer de despertador y sigo sin querer moverme de la cama. Soy fiel seguidor del Principio de Arquímedes desde que entré en tu vida y pude observar cómo sólo querías verme salir. El problema de vivir es que nunca llegamos a tiempo a los hechos, que nuestras acciones siempre llegan tarde y las palabras se acaban borrando incluso hasta de nuestra memoria y acaban siendo inservibles. Somos un compendio de errores, víctimas de nuestros propios actos.

Desde que me crucé con tus ojos no me gustan las promesas, lo hice tantas veces antes sin que sirviera para nada que no pienso volver a intentarlo. Desde que dije aquel adiós tengo una lista de palabras prohibidas que no quiero volver a pronunciar.

Han empezado a gustarme ahora las tardes en solitario, de paseos sin coger a nadie de la mano, de cafés solos y lecturas largas. He aprendido, al fin, a soportarme en silencio, a gritar por la ventana canciones de Sigur Rós que ni siquiera entiendo, a recordar tu nombre sin que se me encoja el estómago, a abrir los ojos sin sentirme culpable. Cambian tanto los tiempos, las mentes, la gente. Hemos cambiado tanto nosotros, desde aquel día que bajaste de un tren y me besaste sin que me diera tiempo a preguntar qué tal estabas. Y estoy muerto por dentro desde que he olvidado cómo suena tu voz, o quizá es que estoy más vivo que nunca y ni siquiera sé reconocerlo.

Dejar de pensar, sentir de más, la urgencia, la necesidad, y esta sensación de estar dentro de una espiral que nunca me acaba de abandonar. Ya no me interesan todas esas cosas que me puedan hacer daño, bastantes agujeros de bala tengo ya en el pecho como para afrontar alguno más.

Aquí estamos haciendo de buenos y malos, hipnotizados, sin saber qué señales debemos seguir para llegar a algún lugar donde sentirnos seguros. Desorientados otra vez, desconectados el uno del otro cada vez que dejamos de hablarnos. Que ya no sé separar la rutina de la ficción y sólo hago que tachar frases de páginas en blanco porque no puedo dejar de autorretratarme en cada historia sin darme cuenta.

La rueda nunca ha dejado de girar y aquí estoy, el primero del pelotón, pero no puedo pelear de nuevo. Es tiempo de bandera blanca.

Y ahora sólo quiero volver a leer a James Joyce, escuchar a Gershwin, ver Metrópolis en bucle. Y ahora sólo quiero perderme entre las páginas de El sueño eterno, cerrar los ojos con Copenhague y  volver a disfrutar de Nuestro último verano en Escocia con la boca llena de palomitas.

Quiero otro café, taparme hasta las orejas y que caiga la noche, que la estoy esperando igual que te espero a ti, con un libro entre las manos.

«Nos despedimos. Vi cómo el taxi se perdía de vista. Subí de nuevo, entré en el dormitorio, deshice la cama y volví a hacerla. Había un largo cabello oscuro en una de las almohadas y a mí se me había puesto un trozo de plomo en la boca del estómago. Los franceses tiene una frase para eso. Los muy cabrones tienen una frase para todo y siempre aciertan. Decir adiós es morir un poco.». El sueño eterno (1939)

Apocalipsis emocional.

Paisajes desiertos, nubes con tinte rojo y el recuerdo de tu mirada en las espaldas.

El odio en las manos, el veneno en los dientes, la rabia en cada uno de los pasos.

Desea tu muerte, maldice tu vida.

Tanto hijo de puta suelto sólo puede significar que el fin del mundo se acerca, y los jinetes del Apocalipsis vienen en Ferraris y visten polos de Lacoste, huelen a dinero y sonríen como esos idiotas de Hollywood, blanqueados hasta hacer que te duelan los ojos.

Más terremotos, más tormentas tropicales y más desastres naturales que no tienen nada que ver con tus caderas. Desde que no estás en mi cama nada es lo mismo.

He intentado parar el mundo, vivir en gravedad cero y reírme en toda la relatividad de Einstein sin que tenga el más mínimo efecto. No me interesa ya el acelerador de partículas ni el peligro de comer pez Fugu.

Lo único que quiero es abrazarte viendo una película mala de sábado por la tarde, que nos besemos hasta aburrirnos mientras cae la noche y tener agujetas en los costados de reír contigo.

A veces la alegría está en los detalles más nimios, en la estupidez del día a día, aunque afuera el cielo arda en llamas y la gente haya olvidado que el corazón sirve para algo más que para bombear sangre al resto del cuerpo.

Con la guardia bajada.

Recuerdo aquel día como si fuera ayer, recuerdo aquel viernes 25 de Agosto del año 2006 como si todavía tuviera treinta años y el mundo siguiera pareciéndome un buen lugar para vivir. He aprendido mucho desde entonces, o eso quiero creer, y me he equivocado todavía más. Todavía recuerdo aquella noche en la que leía “Mujeres” de Bukowski mientras fumaba un cigarro que se consumía entre mis labios resecos. Hacía ya unos meses que había dejado el trabajo y subsistía sin demasiado interés, tirado en el sofá la mayor parte del tiempo.

La había perdido, había dejado que se fuera de mi lado sin preguntarle tan si quiera por qué, sin conocer el motivo. Había desperdiciado mi mejor oportunidad, la opción que me había dejado más cerca de lo que algunos torpes llaman felicidad. Las noches de conversaciones largas sobre arte se habían quedado en el olvido, las falsas discusiones sobre las películas que veíamos juntos, el tira y afloja de siempre sobre lo que debe o no llevar una verdadera salsa carbonara. Todo había quedado en ese limbo en el que se conservan los recuerdos buenos, esos que después de un tiempo cuesta mucho más rememorar.

De aquel día también recuerdo el sonido del timbre, y mis pasos descalzos hasta la puerta con el libro en la mano y el cigarro todavía pegado a la boca. Recuerdo oler su perfume antes de proceder a abrir la puerta y verla empapada, totalmente calada hasta los huesos. Lo que no recuerdo es el sonido de los truenos, ni el olor a lluvia mojando las calles llenas de gente del paseo marítimo.

– Agatha. – Apenas tuve tiempo de pronunciar su nombre, incapaz de decir nada más cuando el libro cayó al suelo y el cigarro también. Se abalanzó sobre mí después de tanto tiempo, después de no saber nada de ella desde que desapareció con un simple adiós. Echaba de menos sus besos, aquel cuerpo de cintura estrecha entre mis brazos y su mirada siempre cómplice, esa que indicaba que lo tenía todo bajo control. No pude evitarlo, tuve que quitarle aquella ropa que llevaba pegada a la piel al tiempo que ella se deshacía de la mía. Y nos faltaron segundos para comernos la vida de nuevo en el sofá, como habíamos hecho tantas veces tiempo atrás.

Con ella pasaba lo que pasa con las tormentas de verano como la de aquella tarde, que siempre pillan con la guardia bajada y luego se vuelven a ir, sin dejar rastro.

Este texto fue escrito para el blog De Krakens y Sirenas el 20 de Agosto de 2015.

Jóvenes.

Jóvenes, se supone que en algún momento de nuestras vidas somos realmente jóvenes, pero yo apenas puedo ya recordarlo. Siento que han pasado un par de siglos desde la última vez que sonreí de verdad mientras te miraba a los ojos. Sonaba de fondo una canción de Calamaro y, aunque no me guste demasiado, recuerdo que la tarareaba en mi cabeza un poco a contratiempo, como si estuviera haciendo los coros de una manera cutre y sin sentido. Salías de la ducha desnuda, secándote el pelo con una toalla verde oscuro. Salías buscando un cigarrillo para llevarte a la boca y yo te miraba en silencio, levantando la vista del libro de Valle-Inclán que tenía que leer para la semana siguiente.

Siempre fuimos diferentes, muy diferentes, pero hubo un tiempo en el que aquello realmente no importaba, disfrutábamos, éramos felices o casi, nos divertíamos, teníamos cosas que contarnos. Tú estudiabas ingeniería industrial, yo filología hispánica. Tú de fuego, yo de hielo. Tú de montaña, yo de mar. Tú con esos ojos oscuros como el carbón, yo con un azul parecido al de una piscina en pleno Agosto.

Ayer te vi por la avenida, caminabas con un bonito vestido primaveral y unos zapatos rojos que hacían juego con tu bolso. Juraría que me reconociste a lo lejos y que bajaste la mirada, juraría que recordaste lo que fuimos una vez. Me obligué a sonreír mientras caminaba hasta el piso que compartimos durante unos meses, me obligué a concentrarme en el peso de las bolsas de la compra para dejar de pensar en ti.

Sí, supongo que algún día fuimos jóvenes, pero me hice viejo cuando te perdí.

Nunca estás solo.

Sube las escaleras con tanta lentitud que parece que el tiempo no pasa, que no hay minutos ni segundos que contar. Su cabeza, al contrario que su cuerpo va tan veloz que apenas es capaz de hilar sus pensamientos, multitud de ideas que se le escapan en esa masa de neuronas que tiene dentro del cráneo. Abre la puerta y sonríe tranquilo de volver a casa, deja la cartera en el suelo, junto a la entrada tal y como hace cada día al llegar del trabajo. Se ha dejado la ventana abierta y el piso está lleno de gatos que tiene que echa casi uno a uno. Deja el abrigo tirado en el sofá y saca una cerveza de la nevera antes de encender la televisión y escuchar las noticias de la noche. Tiene hambre y suficiente cansancio como para acabar en la cama a una hora más que prudente de la noche. Sonríe al ver la noche encenderse tras los amplios ventanales de aquel piso céntrico. Sonríe de una forma que asustaría a más de uno, por suerte está solo y nadie le ve. Se prepara un sándwich de roastbeef y mayonesa que engulle con rapidez, y se enciende un cigarro.

Niega un par de veces viendo las noticias, la sociedad está de capa caída, el mundo va a peor día tras día, y lo peor es que nadie intenta solucionar nada. Todos, igual que él, se quejan tras la pantallas de televisores y ordenadores como si así se pudiera conseguir algo más que provocar risas. Se acaba la cerveza y la tira al suelo, ésta rueda sobre la madera hasta acabar con otras decenas que ya tiene por ahí. Caminar por el lugar es casi imposible, para moverte tienes que saber dónde pisar y dónde no. La suerte que tiene es que los vecinos de enfrente se fueron del edificio hace años y nadie está lo suficientemente cerca como para oler aquel aroma pútrido que se cuela por debajo de su puerta.

Ferdinand rompe a reír mientras se apoya en el dintel de la puerta del baño, allí un cadáver en la bañera sonríe al techo totalmente desangrado. El hombre de unos cincuenta años y con gafas de pasta se sienta junto a la bañera para coger la mano de esa pobre chica universitaria a la que atrapó cuando le abrió la puerta para venderle un par de camisetas para su viaje de fin de curso. Besa la mano helada y pálida, ha perdido la cuenta de los días que la tiene allí, junto a él, profesándole en silencio un amor que ella nunca hubiera correspondido de ninguna manera. Su risa se torna un llanto silencioso que le hace quitarse las gafas y meterlas en el bolsillo de la camisa que lleva bajo el jersey de lana tejido por su vieja madre. Besa la mano de la chica, dándole así las buenas noches y se mira al espejo. La mirada que responde no es la suya, mira pero no ve, y el gesto rígido y aprendido de su rostro siempre le acompaña.

Camina hasta su habitación y se quita la ropa para quedarse en calzoncillos, a los pies de la cama está lo que queda de su perro Memphis metido en una bolsa de basura negra, un perro de quince años que murió el año pasado y no quiso sacar de su casa. Ferdinand siempre tuvo miedo a quedarse solo en la vida, pero nunca lo está. Siempre encuentra alguien a quien tener junto a él. El contable cierra los ojos y el cansancio le lleva rápido con Morfeo, un viejo conocido.

Abajo, en la calle las luces rojas y azules de un coche de policía se detienen bajo su edificio, y el ruido de la sirena inunda la calle.

Despierta, Ferdinand.

Melancholia.

Había dejado las ventanas abiertas. No le tengo miedo a la lluvia, ni a los días de tormenta. Siempre me gustaron, desde bien pequeño, desde que subía al ático y cubría con una manta para ver cómo caía la lluvia contra la ventana y los relámpagos se dibujaban en el cielo oscuro. Sentado con un cigarro en la mano y el paquete casi a punto de acabarse tirado sobre la mesa del café, con una camiseta blanca de manga corta y los vaqueros desgastados. Llevaba horas lloviendo sin parar, y lo único que había hecho había sido poner el tocadiscos y escuchar a Duke Ellington embriagarme a su manera, junto a una botella de whisky recién abierta. Cerré los ojos un momento, sintiendo las notas del piano acariciarme hasta la nuca. Siempre digo que hay melodías y acordes que llegan mucho más que las palabras, y es por eso que la música es el lenguaje más universal.

No hacía falta más acompañamiento para acordarme de ella, girar la vista y ver la cama deshecha que asomaba por la puerta abierta para saber que otra noche más dormiría solo. Se fue, me dejó de lado, se olvidó de mí, y entonces te das cuenta de que ya no eres nadie. De que los recuerdos son lo importante y de que si eso deja de existir ya no habrá más. Sin memoria no hemos vivido. Hacía meses que había perdido sus besos, los abrazos reconfortantes al final del día, las sonrisas al abrir la puerta y dejar la chaqueta en el perchero de la entrada. Todo había desaparecido, hasta yo mismo. Hubiera deseado ser otra gota de lluvia para perderme con todas ellas y estrellarme contra el suelo con toda la fuerza de la gravedad a mi favor.

La melancolía es una mala enfermedad, una de esas que cuando estás agonizando hace que tengas ganas de coger el revólver que tienes guardado en el primer cajón de la mesita de noche y meterte un tiro tras sentir el frío metal en contacto con la sien. Volarte los sesos, literalmente. Cualquier cosa con tal de no recordar lo que ella ya ha olvidado. Cualquier cosa con tal de no seguir bebiendo y fumando mientras un piano al son de la lluvia te hace ver todos tus errores.

Nieblas bajas.

Nieblas bajas y gritos entre las cuatro paredes de una habitación. Arañas mi espalda, me robas la voz, me besas la vida, me rompes el alma. Con el balcón abierto y tu voz dando un toque de color a una madrugada gris oscura, sin luces de farolas afuera. La cama tiembla, los gemidos retumban y el sudor empapa unas sábanas mojadas.

Vivimos entre pieles, en el cuerpo del otro, conjugando miradas y olvidando los verbos. Nos bebemos, nos follamos y volvemos a fumar un cigarro que nos da alas. Que nos deja continuar.

Ojalá algunas escenas fueran reales y no sólo fruto de mi imaginación.

Será que te echo de menos.