Etiqueta: relaciones

Ese extraño superpoder.

Nunca sabes lo que tienes hasta que lo pierdes, ¿verdad? Algunas veces hay que tomar distancia y aire para aprender a valorar las cosas y saber apreciarlas. Es como cuando llevas meses sin poder conciliar el sueño con tranquilidad y recuerdas cómo era la sensación de despertarte descansado. Llevo tanto tiempo sin dormir profundamente, con los motores trabajando a todo trapo, con el cerebro procesando información las veinticuatro horas del día que supongo que de un momento a otro la maquinaria parará por completo y no podré abrir los ojos durante meses.

Quizá sólo necesito un estado catatónico para recuperarme por completo.

Es todo tan horrible ya.

Esta mezcla de nerviosismo, miedo e inseguridad que nunca acaba.

Pase lo que pase.

Y es que cometemos el grave error de pretender que nos curen otros, de dejar la responsabilidad en manos ajenas. Cometemos el error de pretender que la felicidad de los demás está por encima de la nuestra.

No sabría decir muy bien en qué etapa vital me encuentro, por mucho que lo analice. He conseguido convertir en un auténtico infierno lo que debería ser un momento absolutamente feliz. Tengo esa capacidad, ese extraño superpoder, de arruinarme sin necesidad de que lo haga nadie más.

He metido la pata tantas veces y tan hondo contigo por culpa del pánico, que he conseguido asustarte y alejarte, y ya no sé cómo ni qué decirte para que veas el horizonte como lo hago yo. Para que veas que a tu lado ningún domingo me parece gris, ni odio tanto a las personas y me acaba gustando hasta el peor de los cafés. Para que veas que las cosas ya son bastante difíciles como para que las compliquemos más. Para que veas que querer también puede ser suficiente si se trata de nosotros dos. Para que veas que contigo sólo quiero sonrisas y alejar todo el dolor.

Voy a calmarme un poco después de estas semanas de tormenta incesante, voy a tragar saliva y dejar de hablar y pensar.

Voy a pedirte perdón por hacerte daño cuando es lo último que quiero.

Voy a dar un paso atrás, volver a la sombra.

Lo de alejarme demasiado, lo de olvidarte, lo intento en otra vida, que en esta no puedo.

No sirve de nada.

He besado otros labios y no saben igual que los tuyos.

Pensaba que sería la solución a todos mis problemas.

Borrarte de mi mente como se borran las palabras escritas con tiza de una pizarra.

Quería que me tocaran otras manos.

Me miraran otros ojos.

Quitar otra ropa interior.

Abrir otras piernas.

Me dijeran nuevas frases que no me recordaran a ti.

Quería intentar curarme de este mal de una vez.

Y no sirve de nada.

Mis intentos por alejarte de mi mente son siempre en vano y ya no sé qué hacer desde lo alto de este castillo en el que diviso mi futuro lleno de baches, grietas y desastres.

Sin ti.

Sería fácil no complicarnos más la vida estando juntos, dejar a un lado las dudas, los medios besos, las verdades que se quedan sólo entre los dos.

Sería fácil dormir abrazados, reír mientras follamos, compartir cada delito y pecado sin remordimientos.

Podríamos ver el mundo y también mirarnos por dentro, y pisar los charcos de las que un día fueron nuestras lágrimas porque se nos ha olvidado lo que es llorar desde que estamos juntos.

Podríamos pisar los aeropuertos más que nuestra casa, beber vino frente a la catedral de Florencia, pelear de vez en cuando por quién se queda el mando de la tele, ir desnudos por casa y atacarnos por la espalda.

Podríamos encerrarnos un fin de semana sin necesitar más miradas, ni café de bar, que se te olvidara fumar porque tienes las manos y la boca encima de mí, que no pudiéramos mentirnos porque sabríamos lo que nos pasa sólo con entrar por la puerta.

He besado a otras mujeres y no son tú.

Pensaba que sería la solución a mis problemas.

Pero no sirve de nada.

Y me está matando poco a poco saber que te escapas, saber que me difumino en tus retinas, saber que un día sólo voy a ser un número que borrar de la agenda de tu teléfono.

Ojalá te pasara como a mí, que ahora que sé lo que es querer de verdad no quiero otra cosa en la vida.

Autodestrucción.

Un día todo se va a la mierda sin saber muy bien cómo has llegado hasta ahí. Te despiertas de madrugada con el corazón a punto de salir por tu garganta y un temblor frenético te hace ser consciente de la mentira en las que has estado metido. Te preguntas sin poder parar cómo has permitido que alguien se adueñe de ti sin darte cuenta, cómo has conseguido reducirte al mínimo y quedarte escondido en un rincón mientras los demás siguen caminando. Te preguntas cómo estás dispuesto a darlo todo por quien no es capaz de mirarte a los ojos para despedirse de una vez por todas.

Me siento un turista en mi propia vida, como si siempre estuviera de paso, como si nunca acabara de encontrar un lugar en el que cerrar los ojos y sentirme tranquilo conmigo mismo, como si estuviera condenado a no tener a nadie que quiera acurrucarse contra mí en una noche de viento.

Las ojeras me responden con dureza en el espejo y tengo que ocultarme tras las gafas con excusas que empiezan a acabarse, tengo que esconderme para no decir una verdad que me consume desde dentro como el fuego griego consumía las flotas en el mar.

Sin ganas ni posibilidades de luchar más, me doy por rendido y por perdido.

Ahora me gustaría conseguir que los recuerdos no me deshicieran, como si estuviera hecho completamente de cera, cada vez que aparecen en mi mente.

Ahora me gustaría ser de piedra y no sentir, ni respirar, ni tener que luchar entre las olas por una bocanada de aire que parece que nunca llega a mis pulmones.

Ahora me gustaría cerrar los ojos y despertar curado, sin sentir un vacío que aprieta hasta obligarme al llanto cuando se van los focos y acabo mi función delante de los demás.

Si al final sólo he sido una pérdida de tiempo, un entretenimiento cuando no había nada mejor que hacer, una opción para alejar un rato esa sensación de incomprensión y soledad que se aferra siempre al cuello y tira hacia el suelo.

A las oportunidades les pasa como a los muertos, que no vuelven una vez se van, que desaparecen para siempre.

No me hacías falta para destruirme, siempre he sabido hacerlo muy bien solo. La única diferencia es que así todo duele más.

No sé, quizá ayer te abracé por última vez.

Nuestro Big Bang.

Todo comenzó hace millones de años.

En el espacio.

La unión de partículas básicas comenzó a crear elementos, elementos que se atraían entre ellos y en algún momento que no acabamos de conocer demasiado bien surgió la vida, en medio de un caldo mágico. Vida microscópica que poblaba el planeta, que comenzaba a llenar de movimiento la tierra, el agua y el aire.

La física y la química jugando a ser Dios.

Células procariotas y eucariotas llenando cada centímetro del nuevo planeta vivo.

Más tarde, mucho más tarde, óvulos y espermatozoides se unieron, transformándose el uno al otro, evolucionando hacia un nuevo ser. Y los continentes se rompieron, y vagaron hasta quedarse en su sitio.

Un latido cardíaco.

Sangre en movimiento.

Oxígeno entrando en el cerebro.

Dinosaurios, extinciones, meteoritos y fuego en las cavernas. Volcanes en erupción, frío glacial, supervivencia extrema. Rugidos lejanos, magia con sangre en las manos, pirámides de piedra y emociones. Filosofía en el foro, ejércitos con afán conquistador y derecho romano. Médicos árabes, la Ruta de la Seda y la Gran Muralla China. Mazmorras, princesas sin apuros, reyes sin reino. Ángeles sin sexo y demonios con mucho. Guerras injustas, cuadros colgados en iglesias, música de trovadores, revoluciones en la sombra y a la luz. Mentiras en boca de charlatanes, drogas para quitar el dolor, televisión en blanco y negro, el tren bala y el wifi.

Vida nueva sobre vieja.

Eso somos.

Sólo eso.

Cromosomas extras, alteraciones genéticas, cambios en las proteínas, disfunciones, enfermedades.

Noches y días, Copérnico, el cometa Halley, eclipses de sol, Júpiter en el cielo, constelaciones, agujeros negros y astrología barata.

Y llegamos nosotros, tal cual somos, mientras en nuestro interior la maquinaria no deja de funcionar a diario, quemando leña en nuestro motor interno, mandando señales, recogiendo información, abriendo los ojos, cerrando las manos, rezando en silencio a la nada.

Sube la serotonina, se dispara la dopamina, cae la noradrenalina, se contraen las suprarrenales, se exprimen y el sudor cae sobre la piel sin necesidad de que sea quince de Agosto.

Feedbacks negativos que regulan nuestras glándulas y órganos, que hacen subir y bajar los niveles en sangre, que nos mantienen vivos a expensas de lo que pase en el mundo exterior. Más allá de la seguridad de nuestra carne y las paredes de nuestro hogar.

Semen, bilis, sangre y lágrimas, tan básicos y tan complicados como eso. Estamos tan llenos de fluidos como de esperanzas.

Somos idas y venidas hasta que nos agotamos, hasta que se nos desgasta el cuerpo y deja de funcionar sin que tenga posibilidad de reparación. Entonces formamos parte del ciclo de un modo u otro, nos volvemos a convertir en aquello invisible, intangible y fundamental que conforma el Universo.

Pasamos de ser cenizas a hacer crecer una rosa roja en medio de la nada.

Con esa misma naturalidad con la que llega la primavera, el miedo, la lluvia o la muerte a nuestras vidas llegó ella, cambiándolo todo. Cambiándome a mí, creando cimientos fuertes sobre los cuales echar raíces, crecer sin miedo. Llegó quitándome el peso de la espalda, el dolor del pecho, la falta de aire, la migraña y la inseguridad. Llegó haciendo que hasta un día de ciclogénesis explosiva pareciera el paraíso perdido.

Me abrió la boca y me cerró las ventanas para que dejara de tener frío cuando no estaba.

Vimos juntos del blanco al negro, pasando por el resto de colores del espectro visible. Había arco iris en el cielo y en sus ojos después de la lluvia escasa de estos tiempos modernos.

La ciudad y el mundo eran secundarios al ir de la mano, cuando nos besábamos debajo del muérdago con las luces de Navidad de fondo, con la gente mirando de reojo. Todo cobraba sentido de pronto, todo tenía un motivo. Una razón para seguir latiendo y respirando.

No somos conscientes de la importancia que tiene el hecho de que exista alguien por quien vale la pena ver amanecer un día más, que nos saque una sonrisa a kilómetros de distancia, que nos haga vibrar sin necesidad de tocarnos la piel ni de mirarnos a los ojos.

La mañana significaba besos, café y risas contra el cuello; pero sobre todo futuro. Esa pequeña luz entre las ruinas que te rescata de ti mismo, esa extraña paz de saber que existe alguien que lloraría tu ausencia, que se acordaría de tu cumpleaños, que te daría un abrazo sin preguntar si lo necesitas porque sabe leer tus ojos, que te pondría el termómetro de madrugada y te cuidaría como si fueras de nuevo un niño que no sabe ni tan sólo atarse los zapatos.

Nos transformamos el uno al otro, con las manos, con los labios, con las miradas, con el silencio. Evolucionamos en el mejor o en el peor sentido de la palabra. Nos susurramos verdades al oído, nos escuchamos latir, nos vimos arder sujetándonos las muñecas contra la almohada.

La mayor fuerza de creación y destrucción de la naturaleza debe ser el amor o, al menos, eso creo. Del amor surge nueva vida, de amor se puede morir; y dicen que también comenzar de cero.

El amor debería ser un treinta y uno de diciembre permanente, con sus buenos propósitos, con sus buenas intenciones, con sus ganas de darle la vuelta a todo y remover las corrientes más profundas. El problema de los propósitos de año nuevo es que la mayoría de las veces no se cumplen, por supuesto. Pero lo intentamos con ganas al principio, después tengo la sensación de que sólo lo intenté yo.

Nos fuimos deshaciendo como dos cubitos de hielo delante del fuego y lo pusimos todo perdido de agua y ganas, de pasión y temores. Compartimos cama, lágrimas y viajes en coche. Compartimos dedos entrelazados, gemidos y botellas de vino. Compartimos un poco de vida sin necesitar de nadie más. Nos compartimos, nos partimos por la mitad, nos probamos, nos unimos, nos montamos como se hace con cualquier puzzle de más de mil piezas. Con dificultad.

Caímos al vacío después de noches de alcohol y guerras de lenguas, y cuerpos sobre el colchón de una fría habitación. Nos dejamos caer, sin impedirlo, sin intentarlo, sin apenas darnos cuenta, sin mirarnos a los ojos.

Hicimos el amor en todas sus variantes, hicimos la fotosíntesis. Conseguimos que todo fuera una nueva metamorfosis, haciéndonos heridas y sellándolas con saliva.

Nos rompimos en la mejor noche de mi vida.

Tuvimos nuestro momento de gloria.

Fuimos esa película de cine mudo que de pronto tuvo voz, esa sonata de Mozart que dio paso a la complejidad de Beethoven, esa rima de Bécquer que inspiró a Benedetti, ese río que desemboca en el mar, ese cuadro de Dalí que se derrite hasta caer, esa cumbre que está tan cerca del cielo que hace que se te olvide lo que es vivir con los pies en la tierra.

Fuimos mejores que cualquier amor de los que escribió García Márquez, y todavía lo somos. A pesar de todo, a pesar del viento contra las ventanas, del nudo en la garganta, de las noches en vela preguntándome si estarás pensando en mí, de la angustia en la boca del estómago.

La humanidad ha dejado atrás la Inquisición, las guerras mundiales, la crisis económica, la burbuja inmobiliaria, la subida del precio de la gasolina, el gol de Iniesta, las muertes del club de los 27, la estación espacial internacional. Y nosotros dejamos que pasaran los meses sin mover ninguna ficha en el tablero de ajedrez, sin tener muy claro cómo queríamos que acabara la partida en la que nos habíamos visto involucrados después del inesperado encuentro de nuestras caderas, de nuestro fuego perpetuo. Dejamos que las cartas sin leer se acumularan en el buzón de casa con tal de no saber a dónde teníamos que llegar.

Permanecemos en pie mientras el mundo sigue girando sobre sí mismo y viajando alrededor del sol a su ritmo habitual, con una cadencia constante. Hay nubes creándose y desapareciendo, lluvias torrenciales destrozando regiones, olas gigantes barriendo costas mar adentro, huracanes tragando personas, incendios cubriendo el cielo de humo.

Y siento otro beso que parece una gota de agua en medio del desierto, otra mirada que se convierte en la luz que me guía por el sendero, otra caricia que trae el olor de flores secas y pintura, otro abrazo que deshace mi roca y me convierte en arena.

No quiero soltarte las manos, ni volver a sentirme descalzo, ni tener que jugar solo, ni seguir haciéndome pequeño, ni castigarme eternamente por haberte perdido en medio de esta jungla ordinaria.

No quiero perder más asaltos en un combate a vida o muerte.

La mezcla de almas, el fuego fatuo junto al cementerio, el viento dejándonos sin ropa, ni miedos, vaciándonos de vida y sueños. Las auroras boreales esperando a que podamos verlas juntos, Lisboa guardándonos sitio en sus viejos tranvías, Santiago adelantando el verano para que vayamos a escondernos en su catedral, el Born encendiendo las farolas para que nos besemos en cada uno de sus pequeños portales.

Sólo quiero perdonarte, perdonarme, perdonarnos, olvidar el daño. Sólo quiero mirarte de nuevo mañana.

Todo comenzó hace millones de años para acabar aquí.

En el fin del mundo.

Justo aquí, donde estoy yo sin ti.

La epidemia.

El desamor parece la epidemia del s. XXI.

Ahora miramos a nuestro alrededor y vemos relaciones que fracasan una y otra vez a pesar de los intentos por arreglarlas, de matrimonios que se rompen antes de dar el sí quiero, de parejas que se agotan sin poder salir a flote de nuevo. No sé si es culpa del amor o de las personas, o si lo que sucede es que no sabemos lo que hacemos cuando decimos que queremos a alguien y que haríamos cualquier cosa por ellos. ¿Incluye eso el dejar que nos hagan daño? ¿El hacerlo? ¿Incluye eso el tragar cualquier cosa? ¿Que todo duela en silencio?

Nos equivocamos.

Proyectamos la idealización de relaciones que no han existido en la vida real. Nos creemos las novelas del romanticismo, los poemas de Benedetti y Neruda, las películas de Richard Gere y Julia Roberts.

Nos hemos creído las patrañas de la ficción como si fueran verdades absolutas, y aún no hemos aprendido que la única verdad es que no la hay, que estamos rodeados de grises, de luces y sombras, de sol y nubes.

Quien sonríe hoy mientras se coge de la mano hará mañana las maletas para abandonar su casa de siempre.

Y así la vida sigue.

Y el ciclo comienza de nuevo.

Conoces a alguien, te gusta cómo sonríe, le cuentas tus cosas, te coge la mano, le besas el cuello, te regala sus libros, le prestas tu música, y no puedes dejar de leer su piel con la tuya.  Tenerle es tenerlo todo y su ausencia lo convierte todo en vacío y mucho miedo.

Algunos se rompen el corazón como si no pasara nada -inconscientes-, sin pensar en las consecuencias, sin saber nunca a quién le duele más, sin tener claro si habrá supervivencia tras la tormenta. Creo que lo que pasa es que por mucho que digamos en voz alta que nos gusta la estabilidad donde más cómodos estamos es yendo a la deriva, cuando todo es posible sin que tengamos que decidir nada, cuando nos dejamos llevar y cerramos los ojos escuchando el rumor de las olas.

El desamor parece la epidemia del s. XXI, quizá siempre lo ha sido.

Pero no sé, podríamos mirarnos a los ojos, besarnos de nuevo, abrir las ventanas, y ser tú y yo el mejor tratamiento.

 

Palabras incómodas o el Rey del mundo.

Todavía no sabemos qué hay debajo de la máscara, todavía no sabemos quién somos en realidad. Tanteamos, buscamos la supuesta perfección, creemos que sabemos todo lo que queremos de la vida como si eso fuera tan sencillo, como si no estuviéramos haciendo con nuestros cuerpos lo que la sociedad espera de ellos en lugar de elegir por nosotros mismos.

Seguimos idealizando relaciones y personas como si no estuviéramos todos rotos por defecto, como si no naciéramos llenos de grietas que tenemos que ir rellenando con el paso de los años. Ni la chica guapa, ni el de cuerpo escultural acaban de ser felices aunque sonrían en todas las fotos de sus viajes.

Seguimos creyéndonos únicos por la sensación de soledad que sentimos en el pecho cuando nos tapábamos con las sábanas, como si no fuera algo universal lo de pensar que nadie te comprende, que nadie te puede ayudar, que tus problemas los tienes que resolver tú solo.

Y parece mentira, nosotros, que somos expertos en dar consejos a los demás mientras hacemos un desastre de nuestras propias vidas.

Parece mentira, nosotros, que somos expertos en criticar el modo de vida de los demás: porque van a ser padres tan jóvenes, porque a los cuarenta años aún no tiene novio, porque se acuesta con una chica diferente cada día de la semana, porque siempre acaba poniendo los cuernos a sus parejas.

Qué fácil es llenarse la boca con las decisiones de los demás cuando somos incapaces de tomar las nuestras, cuando es más fácil acomodarse y parecer un santo sin serlo.

Yo creo que debemos tomar aire, ver cómo bailan las cometas por el cielo y dejar de intentar entenderlo todo.

Yo creo que debemos correr en la dirección que queramos, aunque parezca el camino peligroso, aunque no sea la carretera principal. Disfrutar del viaje sin importar si llegamos a nuestro destino, porque el único destino que tenemos claro que llegará es el de la muerte y ya no quiero arrepentirme por nada cuando mis huesos reposen en el cementerio. Y sólo nos queda intentar que duela menos mientras la oscuridad final llega, dejar de lado toda la pena que nos recorre las venas.

Mientras tanto, me seguiré creyendo el rey del mundo cuando acaricias mi nuca y me plantas un beso.

Ya no creo en el amor.

Nos hemos cogido de la mano mientras observábamos caer las torres más altas ante nuestros ojos, y parece que se nos ha olvidado. Porque lo bueno se olvida si no se mantiene, si no se pule, si no se sopla de vez en cuando para que se vaya la capa de polvo que lo va llenando todo con el paso de los días.

Las relaciones se oxidan como las articulaciones, de no usarlas, y la rutina es más tóxica que algunas personas de las que se cruzan en tu camino. Somos expertos en quejarnos de todo pero no hacer nada para solucionar los problemas, para dejar de cometer los mismos errores de siempre, para dejar de criticar cuando nosotros somos peores que el resto.

Tienes la sensación de que se desmorona el Universo sin ciertas cosas, sin esa persona, y al cabo de un tiempo te das cuenta de que el nudo en la garganta ha desaparecido y de que sigues hacia adelante sin echar nada en falta. Sólo a veces te viene a la memoria, y notas una cierta sacudida en la columna, como cuando bajaba del tren y te besaba con los ojos cerrados. Todo parece mentira, ficción literaria, invenciones; pero fuimos eternos durante algún tiempo y nos dejamos rastro.

Y ahora te encuentro en algunas calles y en las páginas de algunos libros, pero no nos salvaron las locuras, las escapadas sin avisar a nadie, el follar en silencio en plena madrugada. No nos salvó París, ni el otoño siguiente, y nos dijimos adiós durante el invierno con tal de no volver a vernos.

Puede ser que fuéramos perfectos pero lo jodimos, lo destrozamos todo, y he aprendido la lección. Ya no soy el mismo tonto que se abrió el pecho y te dejó jugar con su interior. Ya no soy el mismo tonto que acabó pareciendo el villano de la función, el que te hizo infeliz cuando sólo quería lo contrario.

Y ahora ya no creo en el amor que tú me enseñaste porque me he hecho adicto a su piel, a la verdad que hay en su saliva, a la sinceridad de sus ojos húmedos antes de que salga el sol y vuelva a colarse en la habitación.

Y ahora ya no creo en el amor porque no hace falta creer cuando estás tocando su alma, cuando acaricias su mirada, cuando besas sus ingles y las pecas de su espalda.

Ya no creo en el amor porque está ella, y es mejor.

Jóvenes.

Jóvenes, se supone que en algún momento de nuestras vidas somos realmente jóvenes, pero yo apenas puedo ya recordarlo. Siento que han pasado un par de siglos desde la última vez que sonreí de verdad mientras te miraba a los ojos. Sonaba de fondo una canción de Calamaro y, aunque no me guste demasiado, recuerdo que la tarareaba en mi cabeza un poco a contratiempo, como si estuviera haciendo los coros de una manera cutre y sin sentido. Salías de la ducha desnuda, secándote el pelo con una toalla verde oscuro. Salías buscando un cigarrillo para llevarte a la boca y yo te miraba en silencio, levantando la vista del libro de Valle-Inclán que tenía que leer para la semana siguiente.

Siempre fuimos diferentes, muy diferentes, pero hubo un tiempo en el que aquello realmente no importaba, disfrutábamos, éramos felices o casi, nos divertíamos, teníamos cosas que contarnos. Tú estudiabas ingeniería industrial, yo filología hispánica. Tú de fuego, yo de hielo. Tú de montaña, yo de mar. Tú con esos ojos oscuros como el carbón, yo con un azul parecido al de una piscina en pleno Agosto.

Ayer te vi por la avenida, caminabas con un bonito vestido primaveral y unos zapatos rojos que hacían juego con tu bolso. Juraría que me reconociste a lo lejos y que bajaste la mirada, juraría que recordaste lo que fuimos una vez. Me obligué a sonreír mientras caminaba hasta el piso que compartimos durante unos meses, me obligué a concentrarme en el peso de las bolsas de la compra para dejar de pensar en ti.

Sí, supongo que algún día fuimos jóvenes, pero me hice viejo cuando te perdí.

Nieblas bajas.

Nieblas bajas y gritos entre las cuatro paredes de una habitación. Arañas mi espalda, me robas la voz, me besas la vida, me rompes el alma. Con el balcón abierto y tu voz dando un toque de color a una madrugada gris oscura, sin luces de farolas afuera. La cama tiembla, los gemidos retumban y el sudor empapa unas sábanas mojadas.

Vivimos entre pieles, en el cuerpo del otro, conjugando miradas y olvidando los verbos. Nos bebemos, nos follamos y volvemos a fumar un cigarro que nos da alas. Que nos deja continuar.

Ojalá algunas escenas fueran reales y no sólo fruto de mi imaginación.

Será que te echo de menos.