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La vorágine y los recuerdos.

Algunos días me pregunto cuáles habrían sido mis últimas palabras para la gente con la que hablo habitualmente si, de repente, el mundo se esfumara (o se esfumaran ellos, o me esfumara yo).

Y me inquieta.

¿Cómo me recordarían?

Probablemente les habría dicho cualquier gilipollez sin importancia, un chiste malo, una reflexión sobre la actualidad política que se podría tirar a la basura, una queja sin fin sobre el trabajo, estudiar o lo injusto de la sociedad, un meme recién sacado del horno, un gif hipnótico, una foto haciendo el idiota.

Y me inquieta.

Probablemente nadie sabría que si hablo con ellos es porque me importan, porque un día recuerdas que hace tiempo que no sabes de la vida de alguien y te preocupa saber cómo le irá todo a pesar de la distancia, los malentendidos y los despropósitos.

Porque a veces la única forma de dar un abrazo o un beso es escribiéndolo.

Vamos dejando huellas, en la arena y en la nieve, y apenas somos conscientes de ello, de la importancia de nuestros actos, de nuestras palabras, de nuestros gestos, de cómo la memoria se encarga de guardarlo todo según le parece.  No nos damos cuenta de la importancia de nada hasta después de un tiempo, cuando reflexionamos y recapitulamos, y recordamos frases de manera nítida mientras otras han desaparecido en la vorágine del día a día.

Yo por si acaso, lo dejo por escrito para quedarme tranquilo, para asegurarme de que lo entiendes, porque no vale sólo susurrarlo en medio de la noche:

Te quiero (da igual cuando leas esto).

Recuerdos de una tarde de febrero.

Es curioso cómo el tiempo difumina algunas personas y algunos sentimientos, reduciendo lo que un día fue el centro de tu mundo a un simple insecto que se posa en el reposabrazos de un banco cualquiera del parque.

Y si lo piensas duele y alivia a la vez.

Es cruel pensar que, de pronto, alguien ha desaparecido para siempre de tus días y te da igual. Mientras se va borrando su rastro y su sonrisa, la memoria va arrinconando todos esos recuerdos que ya no aportan nada. 

Y te libera de todo aquello por lo que un día te sentiste culpable. Te da la paz que necesitas para poder seguir avanzando. Porque no somos culpables de todo lo que nos pasa pero sí responsables de gran parte de lo que nos sucede. Ya me he dado cuenta de que somos tan malos encajando emociones como recibiendo golpes en una pelea callejera. 

No queremos, no sabemos, no podemos.

Tan imperfectos, rotos y oscuros como esos cofres en los que al final hay un tesoro guardado.

Un día sale el sol y lo ves todo más claro, y casi consigues esa sensación extraña de ser alguien nuevo.

La persona con la que compartiste vida, cama y saliva ya no significa nada.

Por favor, que no me pase contigo.

No soportaría no poder recordarte.

Las víctimas de la memoria.

La vida acaba siendo un desastre tras otro, no necesariamente de manera natural. La mayor parte de las ocasiones lo forzamos todo tanto que lo transformamos, y nos transformamos, hasta ser simples caricaturas de lo que un día fuimos. O más bien, pienso, en lo que creemos que un día fuimos.

Somos más víctimas de la memoria que de las mentiras.

Aquellos recuerdos dorados en los que te ves sonriendo apenas existieron, apenas fueron buenos aquellos días de verano aunque ahora los recuerdes con un aire de añoranza. Tampoco pienses que aquella tarde cerca del mar fue de las mejores de tu vida. Nos encargamos de aderezar los instantes pasados para creer que fueron irrepetibles, adornamos con palabras y giros de guión aquella escapada, aquel viaje rutinario, aquella noche en la que tan sólo dormimos juntos y tenemos la sensación de que follamos como si fuéramos salvajes. Nos aferramos al pasado porque somos incapaces de construir un buen presente, porque preferimos recordar y sonreír a hacer algo con esfuerzo y que sea mejor. Es tan sencillo acomodarse, dejarse caer en el sofá y encender el televisor, poner el piloto automático en la vida y que el avión nos lleve por donde nos tiene que llevar, a una altura y un rumbo definidos. Sin pensar mucho, sin desgastarnos la materia gris.

Somos fruto de nuestros propios engaños, de todas las vendas que nos ponemos sobre los ojos para no ver la realidad que nos golpea como el viento de poniente en pleno verano.

Vivir del autoengaño, a eso nos dedicamos en el siglo XXI, a autoconvencernos, a cerrar los ojos con fuerza, a no escuchar a los otros, a no mirar a los lados.

Hemos sido absorbidos por el afán de aparentar, de tener que sonreír siempre, de pretender ser más que los demás. Tener más éxito, dinero, sexo, planes, ropa, teléfonos, coches, casas, vacaciones.

No sé en qué momento llegará eso de buscar más dignidad, honradez, sinceridad, valentía, respeto, tolerancia, comprensión.

No sé si dejaremos de aparentar para simplemente ser.

Y eso también me lo pregunto cuando pienso en nosotros.

Y sólo hace que quemarme por dentro.

Un rincón entre las nubes.

He vuelto a encontrarte en un bar sentada al otro lado de la puerta, justo donde nunca llega nadie, en esa mesa cuadrada y pequeña junto a la esquina en la que la luz es más tenue y la música se escucha mejor.

Se me han caído las llaves al suelo.

Creo que la última vez llevabas exactamente la misma ropa, diría que también el mismo color de pintalabios, el mismo peinado. Puede que también estuviera sonando la misma canción y que también estuvieras tarareándola mientras me observas.

Quizá es sólo un recuerdo.

Quizá es sólo mi memoria jugándome una mala pasada.

Quizá es que sigo viéndote en todas partes aunque hace tiempo que diga que no lo hago.

El camarero me saluda y me sirve lo de siempre, me conoce tanto como yo a él, somos dos perros que se han lamido alguna que otra noche las heridas. No hablamos siempre, sabemos el día en el que queremos que alguien nos eche una mano con la vida y el día que queremos que los murmullos suban de volumen para no tener que escucharnos ni a nosotros mismos. Diría que somos dos árboles caídos que se han quedado descomponiéndose en medio del bosque, devolviendo con el ciclo de la materia lo que un día les fue dado.

Doy un trago y vuelvo a mirar a la mesa, y está vacía pero tu risa aparece en mi cabeza y tu mano buscando la mía sobre la madera, y casi la siento.

Los recuerdos son a veces más amargos que un café solo y su efecto dura más, son capaces de dejarte destruido durante varios días seguidos, sin darte tregua, sin permitir que remontes. Los recuerdos son como esos medicamentos de liberación prolongada.

No pude poner mis dedos sobre las heridas más profundas, subirte las persianas, quitarte el dolor.

No vi venir el final del camino, no fui capaz de pararte los pies, ayudarte mejor.

No me di cuenta hasta que llegó el desastre y quisiste que el mundo dejara de ser tu hogar, quisiste cambiar tu esquina del bar por un rincón entre las nubes.

Y allí estás, en la mesa de siempre, sonriéndome otra vez y yo con el vaso vacío.

Si fuera tú.

Ya no había champagne en casa con el que llenar las copas altas de cristal, tampoco había nadie a quien alzarle la voz entre aquellas cuatro paredes que ya estaban vacías por completo. Sin los cuadros que antes adornaban los muros y que ahora habían dejado un hueco y un clavo como único testigo al que poder interrogar sobre lo sucedido en aquel piso.

La lluvia jugaba afuera con el humor de la gente, cayendo en poca cantidad pero impidiendo el desarrollo normal de las personas de espíritu mediterráneo. Las nubes grises se alternaban en un cielo azul claro y un fugaz arco iris se había dejado fotografiar durante un momento. De todas formas, a mí no había conseguido sacarme una sonrisa, hacía tiempo que las fingía todas cuando estaba en compañía.

Por dentro estaba tan lleno de agujeros que ya nunca fui capaz de volver a ser el mismo.

El piso era un segundo sin ascensor, en el centro histórico de la ciudad, que había visto el ir y venir de un amor joven de gente que ya se cree adulta sólo por rondar los treinta años. Las personas somos tan ilusas que pensamos que lo tenemos todo controlado cuando no podemos controlar nada. Yo no pude hacer mucho más, la fui perdiendo sin darme cuenta de que se estaba yendo sin avisar. Debí abrir los ojos ante las tardes de domingo en silencio compartiendo el mismo sofá pero con la cabeza en dos mundos diferentes, yo leyendo los grupos de whatsapp con los amigos, ella aprovechando la suscripción a Netflix para ver todas esas películas a las que no había querido acompañarla para verlas en el cine, ni siquiera por comer palomitas y hacer algo diferente.

Cuando estás con alguien durante mucho tiempo das por hecho que las cosas no pueden cambiar, que la situación es la que es y los baches vienen y se van; pero algunas veces se cava tan profundo que no hay manera de volver. Al principio nos acomodamos a una rutina que nos gustaba, que nos ayudaba a organizar el tiempo. Tú trabajas por las tardes, yo por las mañanas, por eso yo siempre hacía la cena y ella me dejaba el plato de comida listo para que lo calentara en el microondas, y los viernes siempre salíamos con los amigos y cenábamos fuera de casa.

Pasara lo que pasara.

Y éramos, según nuestro entorno la pareja perfecta. Nos complementábamos, nos gustaban las mismas series, compartíamos intereses, ideologías, motivaciones, el gusto de viajar por Europa cada vez que nos lo permitía el bolsillo, Terry Pratchet y El Señor de los Anillos. Yo dejaba que sonaran en casa Los 40 Principales y ella me permitía a Foo Fighters, Kasabian y Arcade Fire mientras limpiábamos los sábados por la mañana.

No sé si siempre andaba demasiado metido en mí mismo, en leer por encima de mis posibilidades, en observar a los demás para escribir pero no en observarla a ella, no lo sé pero la fui perdiendo. Sentí cómo se diluía entre mis dedos como si fuera azúcar en un vaso de agua y no la pude recuperar ni cuando intenté con todas mis ganas demostrarle que era yo con quien tenía que pasar el resto de sus días, porque no habría nadie que la quisiera como yo. Creo que esa expresión es cierta aunque sea basura destructiva porque ningún amor se repite, ni las circunstancias, ni las personas, ni el momento vital. Es cada detalle lo que hace que una relación sea irrepetible, no por eso mejor ni peor, sólo diferente.

Vi que de pronto hablaba más por teléfono de lo que lo había hecho nunca y que se encerraba en el estudio y en el baño mientras se mantenía en línea. Vi que los viernes salía con gente del trabajo en lugar de salir con los de siempre y que los sábados se iba a casa de alguna amiga, y no quise darme cuenta de que todo se iba por el retrete, y que mis miedos no hacían más que crecer. Y los celos, esas semillas que van creciendo hasta hacerse raíces que te agrietan por dentro y te tiñen la esclerótica de rojo.

Me fui consumiendo en silencio sin saber cómo hacerla volver a nuestra historia de dos, pero supongo que cuando uno decide que algo está perdido y emprende el vuelo ya nunca vuelve a plegar las alas y a encerrarse en la jaula.

Suena estúpido, ¿verdad?

Además, el sexo había desaparecido. Para mí es el vínculo carnal que mantiene el equilibrio en cualquier relación sana que se precie. Todo el mundo sabe que cuando en una relación no existe el sexo se busca fuera, porque al fin y al cabo también es una necesidad fisiológica para la mayoría de seres humanos.

Yo, que al principio me creí víctima, acabé siendo también culpable, cómplice del crimen que estábamos perpetrando. Comencé a tontear de manera inocente al principio, descaradamente después, con cualquiera que mostrara el suficiente interés por mi palabrería y mis gafas de pasta.

Y de lo nuestro sólo quedaba la fachada, los andamios de la calle, porque por dentro todo estaba vacío. Me molestaba compartir la cama, tener que esperarla para cenar, ir a hacer la compra con ella por lo que cada día más hacíamos las cosas por separado, compartiendo una casa sin compartir nada más, compartiendo una casa que ya no era hogar.

Rompimos. Tuvimos que hacerlo antes de acabar destruyéndonos por completo, antes de anularnos el uno al otro, antes de perdernos todavía más el respeto.

Después estuvo el soportar a mi familia echándome la culpa de que todo se hubiera ido al traste, escuchar a mi abuela criticando que no le hubiera pedido matrimonio para poner freno al desastre, como si no hubiera sido todavía peor tener que soportar toda la parafernalia sin estar seguro de que era la mujer con la que quería compartir el resto de mi vida, como dicen en las películas. También tuve que aguantar las preguntas de amigos, conocidos y no tan conocidos sobre los motivos, como si se pudiera responder con una frase, como si hubiera una sola cosa, como si fuera sencillo resumir en un minuto la montaña de piezas rotas que habíamos ido creando hasta derrumbarla.

Tantos años tirados a la basura sin saber muy bien cómo.

Tantos años de tropiezos que acababan en accidente con múltiples heridos.

Ahora tengo su recuerdo amargo siempre en el paladar y un pinchazo en las costillas cuando escucho su nombre. No hay nada agradable por el momento, espero que el tiempo se encargue de borrar lo malo y de ir sacando a la superficie lo bueno del principio y algunos destellos de auténtica genialidad que tuvimos por el medio.

Y en ese último momento de recoger mis cajas de la mudanza, de ver un paisaje tan familiar convertido en un extraño vinieron a mi cabeza aquellas primeras palabras, aquellas que le dije cuando ella tenía dudas:

—No te preocupes, si fuera tú tampoco me elegiría.

Es cierto, espero que nadie me elija nunca, no se merece tanto sufrimiento.

La búsqueda y la esperanza.

Buscar.

Nos pasamos toda la vida buscando sin llegar a encontrar lo que realmente queremos.

Buscar.

El sol del litoral nos indica el camino algunos días otros, sin embargo, nos dejamos guiar por las nubes grises que nos llenan la cabeza.

Yo comencé a caminar sin nada entra las manos y he ido poco a poco llenando la maleta, de recuerdos, fotografías, conversaciones, libros, canciones y personas que vienen siempre conmigo. También hay un hueco siempre en la maleta, acompañando a los calcetines y la ropa interior, para las mentiras, lo malo, los miedos, el odio, la rabia.

Y sigo buscando.

Supongo que la búsqueda es algo innato, algo intrínseco al ser humano, algo que va tan ligado a nuestra genética que no nos podemos desprender de ello por mucho que lo intentemos. Somos envoltorios llenos de intenciones y curiosidad. Somos niños tratando de aprender el por qué de todo lo que nos rodea.

Trato de indagar siempre en los rostros, en los ojos, en las manos, intentando averiguar si tras el negro de la pupila hay un alma que anhela lo mismo que anhelo yo.

Buscaba después de tantas turbulencias encontrar algo de calma en ti, al abrigo de tus brazos y tus piernas, y aún te busco porque echo de menos el día a día. El sólo mirarte, darte un beso suave que no lleva a ninguna parte, abrazarte sin miedo a que nos rompamos, escucharte activamente, tratar de evitar tu dolor de forma inconsciente y conscientemente elegirte siempre.

Lo bueno de ese intento nuestro de conseguir cosas es que nunca nos detenemos, ni cuando parece que estamos completamente parados. Hay un pequeño mecanismo en nuestro interior, que parece funcionar como lo hacen los engranajes de un reloj, y nunca para de moverse, mantiene la llama lo suficientemente viva para que no perdamos la esperanza.

Porque es cierto, en muchas ocasiones la esperanza es lo único que nos queda. Quizá eso es lo que realmente nos hace más fuertes, a pesar de las dudas que todo quieren destruirlo.

Uno.

El nuevo año significa oportunidad, es una ocasión para rehacer, deshacer y empezar o retomar objetivos.

El día uno de enero nos brinda la oportunidad de empezar de cero en una cuenta imaginaria y de ir sumando día tras día. Dejar atrás los recuerdos dolorosos, pisar todo aquello que no nos ha servido más que para hacernos daño y poner los pies en un camino nuevo, esperando que esta vez nos lleve a un destino mejor. Es asombrosa esa capacidad nuestra de no perder la esperanza, de renovar los deseos después de trescientos sesenta y cinco días como si no supiéramos que la vida nos la va a jugar de nuevo. Pero ahí estamos, después de las doce de la noche, abrazándonos, sonriendo, deseándonos todo lo bueno que se nos ocurre como si la suerte, como si la magia, fuera a estar de nuestra parte esta vez.

Siempre llegamos reflexionando, haciendo balance, cayendo en la cuenta de lo que fue bien y lo que fue mal, y pensando en todo aquello que quisimos que pasara y nunca pasó, en todo aquello que quisimos hacer y no pudimos, en todos aquellos besos que se quedaron en el arcén, en todas aquellas palabras que se perdieron en los andenes, en las puertas, en las calles desiertas.

El tiempo siempre nos deja huecos en el alma y en la mesa, nos va dejando más tristes y más solos.

Ahora que hemos puesto los relojes y los calendarios a contar desde el principio es cuando tenemos que darnos cuenta de que la vida pasa, y lo que hagamos en medio depende sólo de nosotros, que está en nuestra mano arrepentirnos o sentirnos satisfechos, que algunas decisiones sólo dependen de uno mismo aunque parezca egoísta.

Con pequeños esfuerzos podemos ir haciéndolo mejor, no necesitamos de grandes azañas, ni gestos heroicos. A mí me vale con cosas tan simples como un: ¿cómo ha ido el día?, un abrazo por la espalda, tener a alguien que me escuche cuando lo necesite, y poder ver las películas alemanas de domingo después de comer en casa de mi abuela.

Día uno, de todos los que quedan por delante.

[Al nuevo año esta vez le pido poco, voy a ser realista. Me conformo con estar un poco menos triste, escribir a diario, que los míos estén bien y poder seguir entrelazando mis dedos con los tuyos.]

 

 

Música.

Un día alguien inventó la música, golpeando con piedras y palos, haciendo tambores con las pieles de animales, escuchando el chisporroteo de las llamas en una hoguera, los truenos y la lluvia en los días tormentosos. Y vivir fue un poco mejor.

Un día alguien inventó las notas y quiso dibujarlas sobre un papel, ponerles nombre y enseñarlo a los demás. Y entonces se pudo componer y que otros pudieran cantar y tocar todo lo que había salido de tu cabeza.

Y las canciones pasaron de boca en boca y de pueblo en pueblo vertebrando el mundo como si todos estuviéramos hechos de lo mismo. Hidrógeno, oxígeno, carbono y sentimientos.

Llegaron Palestrina, Vivaldi, Bach, Mozart, Chopin, Beethoven, Listz, Brahms, Schubert, Debussy, Dvořák,  Tchaikovsky, Mahler, Prokofiev, Ravel, Albéniz…

Y las orquestas, las bandas, los ensembles, los cuartetos.

Adolphe Sax.

El blues, el jazz, el rock, el pop.

Y cuando necesitas a alguien enciendes la radio y entonces siempre hay quien te hace compañía, que te hace reír o llorar, evocar. Es la manera que inventamos hace mucho para no estar nunca más solos, para poder sentir un abrazo o una caricia en el momento necesario, para poder soltar una carcajada y disfrutar o sentir que nos aprietan el corazón con tanta fuerza que nos falta hasta el aire.

Olvidamos cosas pero siempre hay un estribillo para recordarnos dónde estábamos y con quién en el mejor verano de nuestras vidas. Y un grupo que coreaste hasta quedarte afónico con tus amigos. Y un concierto que te hizo vibrar más que ninguna otra cosa en el mundo.

No sé cómo lo has hecho pero eres todas las canciones de pronto, y la música se reduce a tu cuerpo y al batir de tus alas, y me pierdo entre los pentagramas que surcan tu piel y sonrío al ver los silencios dibujados en tus dedos. Y suenan cadencias perfectas si me abrazas y cierras los ojos. Y el corazón sólo me hace síncopas al verte y se me olvida lo que marca el metrónomo cuando me besas.

Yo no quiero poesía contigo si existe la música,

Y no podía ser de otra manera, porque la música es el arte de las musas.

Y a estas alturas creo que está claro que tú eres la mía.

[Feliz día a todos los músicos.]

La fragilidad y la vida.

De camino a casa he visto a una anciana en silla de ruedas, he calculado que tendría más de ochenta años, así a bote pronto, pero quizá era mucho más joven de lo que parecía. Ocultaba sus ojos tras unas gafas gruesas, que hacían pequeños unos ojos que aunque diminutos parecían llenos de esa chispa de la vida. La ironía.

Siempre que me encuentro con ancianos frágiles o con gente gravemente enferma me tiemblan las piernas, reconozco que me suele invadir una tristeza que hace que se me cristalicen las lágrimas en los ojos y un nudo se ate fuerte en mi garganta. Me conmueve y me paraliza a la vez observar lo que la vida es capaz de hacer con nosotros.

Es difícil explicar lo que sientes cuando ves a alguien convertido en huesos y piel fina  llena de heridas y moratones. Es complicado entender que quienes un día tenían brazos y piernas fuertes, y eran capaces de todo, ahora están reducidos a permanecer en una cama y a respirar con dificultad, y a que los días sean exactamente iguales mientras aumenta el dolor y el cuerpo funciona cada vez menos.

Es difícil de asimilar aquello en lo que nos convertimos con el paso del tiempo porque un día éramos apenas una pequeña bola de carne flotando dentro de nuestras madres, esperando a que nos llegara la existencia; y hoy nos estamos consumiendo sin que podamos evitarlo. Porque el motor se apaga siempre.

Y lo único que importa cuando nuestros cuerpos acaban en la tumba es aquello que hicimos, aquello por lo que alguien nos va a recordar. Y no importa si dejas detrás o no fotografías, cartas, o aquella camisa que siempre llevabas en las comidas familiares. No importa si dejas un bonito reloj o un cuadro valioso, o una casa en la montaña. Lo único que les importa a los que nos sobreviven son los recuerdos, porque al final es lo que nos queda, lo que nos hace sentir que no nos vamos quedando tan solos.

Los recuerdos son como el abrazo de una madre cuando eres pequeño, y nunca quieres que te abandone esa sensación de bienestar y tranquilidad. O como cuando te pelabas las rodillas jugando las tardes de verano y ella te soplaba la herida y todo estaba bien aunque te siguiera doliendo.

Supongo que la vida consiste después de todo en eso, en dejar huella en los nuestros, en que puedan pensar en nosotros con una sonrisa aunque el corazón se les encoja de nostalgia y pena.

Supongo que la vida se reduce a ver a dos ancianos que se cogen de la mano y se sonríen. Así los años deben importar bien poco.

Quizá en la fragilidad de nuestros últimos días estamos más vivos que nunca, quizá porque sólo estamos esperando a volver a salir al mundo con otra forma, otro nombre y otro rumbo.

Te invito yo.

Vamos a olvidar los recuerdos y a quemar las fotografías, y a deshacernos de los nombres por los que todo el mundo nos conoce.

Debe ser ya la hora de empezar de cero y tirarlo todo por la borda, lanzarnos a un precipicio llamado futuro, dejar los adoquines que llevamos en los bolsillos.

Mira, sólo te digo una cosa:

— Despliega las alas.

Que ya toca.

Basta de estar en la sombra, de quedarse siempre en la parte del camino que nadie quiere transitar. Ya hemos tenido suficiente siendo los sacos del boxeo de todo el mundo, los que sostienen sus penas, los que transportan sus mundos, los que siempre callan y asienten y nunca dicen nada con tal de no hacer daño.

Basta de ser marionetas maltrechas, juguetes rotos a los que todo el mundo usa a su antojo y después desecha sin pensar.

Basta de ser tú y yo, y conformarnos con esto.

Ya nadie tiene que decirnos qué hacer o qué decir, ni qué señales debemos seguir, ni qué estrellas debemos mirar.

Hay un eclipse lunar y no me coges de la mano.

Una vez más.

Llegará el tiempo de quitarnos las ropas, quedarnos desnudos de miedos, besarnos las canas, acariciar las arrugas, lamernos todas y cada una de nuestras cicatrices, querernos más cuanto más viejos y feos, y fofos.

Y esto no va a parar.

A la próxima vida te invito yo, te lo prometo.

No vamos a sufrir más.

No es necesario.