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La hora del último te quiero.

¿Te acuerdas?

Aquella noche fuimos dejando el amor por todas partes, haciéndolo mundano, haciéndolo nuestro. Lo alejamos de la divinidad y lo platónico para hacerlo cotidiano, real; para hacerlo verdad.

Lo fuimos rompiendo a pequeños trozos y lo dispersamos.

Quedó un poco sobre la barra de aquel bar en el que colocaste tu mano sobre mi rodilla por primera vez, y en aquella farola en la que nos sujetamos borrachos sin atrevernos a darnos un beso. También en el colchón que vio juntos en primer lugar nuestros cuerpos, nuestros versos, nuestros nombres. Perdimos un poco en los asientos del coche, y en el ascensor en el que parecíamos fieras buscándonos las grietas.

Nos olvidamos un poco en plazas anónimas que se acuerdan de nosotros aunque tú y yo las hayamos olvidado. Se nos cayó en la acera en la que tropezamos un día de lluvia por no soltarnos de la mano.

Lo dejamos un día en la última fila de la línea 6 de camino al centro, también en los taxis, y encontramos algo más que droga en los baños de una discoteca.

Lo alimentamos como se alimentan las buenas historias, sin querer, o queriendo más de lo que nos podíamos permitir sin darnos cuenta. Y creció como hacen los monstruos en la oscuridad, rápido y dando miedo.

Porque el amor, a veces, da más miedo que Mefistófeles tratando de engañarnos.

También dejamos parte en lugares que sólo tú y yo sabemos, habitaciones de puertas cerradas y luces apagadas en las que conteníamos la respiración para que nadie nos escuchara. Perdimos un poco en algunos conciertos junto con la voz, y la ilusión, y los saltos bañados en cerveza.

En los libros que llevan nuestras firmas.

Los bares que nos han visto sonreír.

Las ciudades que nos dejaron ver sus puestas de sol.

Las canciones que nos han dejado cantarlas.

Hemos ido dejando tantos pedazos en todo lo que hemos vivido que sólo queda uno, y lo tengo guardado en un cajón junto a un reloj que todavía marca la hora del último te quiero que escuché en tu boca.

Sujétame fuerte, yo no quiero irme.