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Un latido fuerte.

He dejado de prometer nada.

Porque no me crees, aunque siga arañándome la piel cada día, aunque siga dejando atrás la armadura, el mal humor y el ceño fruncido que normalmente me acompañan cuando no estoy contigo.

No me crees aunque mis manos estén abiertas y me brillen los ojos cuando te miro.

Llega un punto en el que automatizamos todo, hasta aquello que no deberíamos, y empezamos a dar por hechas ciertas cosas que habría que seguir ganándose en el día a día. Yo creo que, a estas alturas, seguimos en pie de guerra, mirándonos a los ojos desafiantes sin saber muy bien qué hacer, como dos principiantes en una clase de baile que no saben cuál es el próximo paso.

El otoño ha vuelto hacer conmigo igual que hace con las nubes y las hojas, desordenarme por completo, dejarme por el suelo, arrancarme los botones de la camisa.

Mientras todo cambia fuera dentro siento el tiempo detenido, pasando lento, y escucho en mis entrañas el exasperante sonido de las manecillas del reloj que pesan tanto como bolas de cañón.

Y el mundo que no avanza.

Y yo tampoco.

Por eso me rindo, ahora sólo miro al cielo y espero a que caiga la lluvia para calarme hasta los huesos, para olvidarte, para olvidarme de la idea casi surrealista de un futuro en el que caminamos juntos y no hay miedo, ni malos recuerdos, sólo un latido fuerte que en mi cabeza suena parecido a lo que para el resto debe ser la felicidad.

Promesas.

Promesas.

Promesas.

Y más promesas.

Esas mentiras.

Que echamos a diarios.

Todos hemos hecho una alguna vez, y las que hemos cumplido podemos contarlas con los dedos de las manos, si somos generosos. Porque aunque queramos cumplirlas, porque aunque en un momento determinado de nuestra existencia pensemos que seremos capaces de cumplirlas quizá no sea así. No sabemos, por suerte o para nuestra desgracia, cómo será el devenir de las cosas, ni si cambiaremos de parecer, o los acontecimientos nos harán cambiar y elegir otros destinos que no estaban preestablecidos.

Las promesas son peligrosas, como serpientes que se deslizan bajo nuestros pies sin que nos demos cuenta, capaces de volverse en tu contra a la mínima oportunidad. Por eso las promesas no pueden hacerse a la ligera, porque después tenemos la obligación de seguir adelante con ellas, y si somos incapaces de llevarlas a cabo, sentimos una traición hacia nosotros mismos, una sensación de derrota difícil de explicar. Porque al final, una promesa se hace cuando parece sencilla de cumplir. Y darnos cuenta de que algo que pensábamos que nos resultaría fácil acaba complicándose, que nos resulta imposible sacar adelante, es duro, es un golpe difícil de encajar.

Por eso os advierto humildemente, tened cuidado con las promesas, con las palabras que lanzáis al viento y pensáis que no tienen peso suficiente pero que acaban siendo lastre que os hunde en el manto por culpa de la gravedad.

Por eso yo no voy a prometerte amor eterno, voy a hacerlo contigo día tras día, gesto a gesto. No voy a prometerte que cambiaré, te llenaré de besos y te allanaré el camino, haré que los problemas se queden lejos del alcance de nuestras miradas. No voy a prometerte que todo será perfecto, pero trataré de que lo sea. No voy a prometerte que no te haré llorar, pero si lo hago te secaré las lágrimas.

Y es que si no entendéis eso, que el amor es facilitar la vida a quien quieres. Si no entiendes eso es que no has entendido una mierda en esta vida, no has aprendido lo que significa de verdad amar a alguien sin condiciones.

Una última cosa, para que quede claro, la única promesa en la que creo la tiene en su mirada.

[Ahora voy a sentarme pacientemente, con cierto cinismo y una asquerosa superioridad, a mirar vuestros regalos de San Valentín mientras el resto del año rompéis todas vuestras promesas y os escupís en el café.]

¿Celos yo?

¿Celos yo?

Claro que no.

Como si supiera lo que es que te arda el esternón de imaginarla con otro, como si supiera lo que es querer romperme los nudillos contra cualquier pared por ver fotos en las que no soy yo quien coge su mano, como si supiera lo que es apretar la mandíbula hasta hacerme daño de imaginar que le besa como me besa a mí.

Supongo que a todos nos pasa aunque nos digamos lo contrario, que de alguna forma nos pensamos con esa superioridad de poseer al otro, de que en parte es nuestro. Se nos olvida que las personas no tenemos dueño y que la esclavitud se abolió hace siglos. Se nos olvida que nos encantan los problemas y romper promesas.

Y es que, al final de la partida nos puede el juego, los nervios, la adrenalina corriéndonos por las venas y la serotonina haciendo de las suyas en nuestras sinapsis cerebrales.

No tenemos solución, ni arreglo, y tampoco sabemos hacer las cosas de un modo mejor. Y nos lamentamos de todo a medias, mordiéndonos el labio mirando al infinito pensando que si tuviéramos la oportunidad lo volveríamos hacer.

Somos el pecado original sin Eva ni Adán.

Lo que buscamos después de todo es sentirnos vivos, creer(nos), morder(nos), querer(nos), correr(nos).

Siempre necesitamos más, y desde la comodidad nos impulsamos de un salto a la novedad, a lo prohibido. Nunca nos conformaremos con la sonrisa vacía de una mañana de septiembre, ni con la última mirada al techo y el suspiro desgastado de un viernes por la noche, ni con el café descafeinado del trabajo, ni con el folio blanco, ni las viejas canciones de Lori Meyers, ni los antidepresivos, ni la cerveza caliente, ni la honestidad fingida.

Y sabiendo todo eso, no  puedo negar que me convierto en polvo y agua si pienso que otras manos recorren su cuerpo, que sus ojos brillan ante otra persona, que sus labios rojos prueban otra carne, que no lleva mi piel bajo sus uñas, que no susurra en mi oído, que ya no sueña conmigo.

¿Celos yo?

Claro que no.

Texto originalmente escrito para Krakens y Sirenas.