Cambio de hora, de día, de siglo.
Cambio de planes, de estación, de intenciones.
Llega la primavera para colar flores en su almohada, y el sol de poniente para que se ponga esa blusa suelta que hace volar la imaginación.
Vuelve el calor y la humedad a la entrepierna, aún no se ha quitado la ropa para tirarla por el suelo y ya estoy perdiendo el sentido. No sé qué tiene, ese imán de sus ojos y sus manos, para atraerme hasta más allá de sus piernas sin ningún tipo de control. No sé qué tiene como para querer quitarme el corazón del pecho y dejarlo en hielo por un rato.
Anestesiarme primero sólo para sentirla más intensamente después.
Soy capaz de cerrar los ojos y recordar su tacto, sus besos en el cuello, sus dedos en mi pelo, su sexo contra el mío. Ahora que el día dura más y los orgasmos también seguimos perdiendo el tiempo, seguimos sin tocarnos a todas horas.
No nos quedan partes del cuerpo por descubrir y estoy seguro de que, a estas alturas del juego, podría recitar de memoria toda su anatomía.
Es la época perfecta para que se peguen nuestros cuerpos sobre las sábanas mojadas, de que acalles con mordiscos tu placer, de que me mezcles en tu saliva con alcohol y vagos restos de nicotina.
Es la épica perfecta, la de dos cuerpos que luchan el uno contra el otro sin querer que nadie pierda, donde el empate es el mejor resultado. El terreno de juego donde ser egoísta no sirve de nada.
[Abro los ojos.]
Otra vez el sudor frío bajando por la nuca, y tu ausencia rompiéndome sobre la cama. Vuelvo a querer contigo más de la cuenta, vuelvo a querer salir del lugar que me corresponde y tengo que recordarme en medio del silencio inquebrantable de la noche cuál es mi sitio.
Y asiento para mí mismo, trago saliva, cierro los ojos.
Lejos de ti.