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El chico que nadie conoce.

Todos imaginamos la vida de los demás de una forma muy distinta a la nuestra y las calificamos de acuerdo a nuestro sistema de valores y creencias.

Está la familia con dos niños de la mesa de la izquierda, que parecen felices. Miras su ropa y adivinas que deben tener un buen trabajo y pocas preocupaciones, con unos sueldos que les permiten que sus hijos vayan a un colegio privado, a inglés, alemán y tenis de lunes a viernes. Imaginas que tienen un apartamento o un buen chalet en la costa alicantina donde pasar el mes de agosto, mezclándose con extranjeros con la cartera llena de suculentos billetes y los calcetines casi hasta las rodillas. Después de observarles durante unos minutos percibes que la madre está pendiente del par de niños rubios que pelean entre ellos y que el padre, copa de vino en mano, mira a la calle sin inmutarse.

Vuelve a tu mesa, das un trago al contenido de tu vaso, pierdes un par de minutos con el teléfono móvil, hasta que levantas de nuevo la vista.

Un par de parejas se miran con cara de enamorados, se rozan las manos, comparten risas contagiosas, mientras otros discuten airadamente hasta que ella se levanta y él no sigue sus pasos; otros, un poco más allá, remueven un café con hielo sin mirarse a la cara mientras fuman y dejan que la ceniza caiga en el suelo. Ella tiene cara de cansada, él parece de piedra. Crees que a él no le interesa lo que a ella le pueda suceder y que tampoco le importa.

Otro grupo, en la mesa que se encuentra en tu derecha inmediata, habla sobre la última despedida de soltero a la que acudieron. Alcohol, drogas, la morena que acabó con el novio y el secreto incómodo del día de la boda, secreto a voces.

Quizá esa es su historia, quizá todo es un mero invento. Tu cerebro jugando mientras coge palabras sueltas y frases de cada conversación, tejiendo cuentos chinos que nada tienen que ver con la realidad. Tu lógica uniendo puntos después de interpretar a tu manera caras, gestos, voces.

Luego estás tú, sentado solo, cara de haber dormido poco en las últimas semanas, o en los últimos meses. Un pequeño cuaderno de tapas negras lisas, un bolígrafo azul. Levantas de vez en cuando la mirada. Pensarán que eres un friki o quizá quieren pensar que eres un escritor de éxito pero no les suena tu cara. Demasiado joven, demasiado normal. Un cigarro reposa en el cenicero mientras el humo asciende y la cerveza burbujea con suavidad. Se preguntan por qué nadie te acompaña, por qué nadie comparte mesa contigo. Unos vaqueros, una camiseta negra sin logos ni marcas, unas zapatillas bastante usadas, una mochila vieja entre tus pies. No das demasiadas pistas sobre quién eres o a qué te dedicas.

Está de vacaciones en la ciudad.

Ha roto con la novia.

Sus amigos lo han dejado tirado.

Es un bohemio.

Me da pena ahí solo sentado.

Ya está, otro moderno de esos.

Seguro que viene todos los días.

Y la gente se pregunta por ti, igual que tú te preguntas por ellos e inventan tu vida como tú inventas sus vidas, y te hacen desgraciado, o feliz, o lleno de problemas, como tú los haces desgraciados, o felices, o llenos de problemas.

Pero tú sólo eres el chico que nadie conoce.

 

 

 

[Texto publicado el 8 de agosto de 2018 en Krakens y Sirenas.]

Aunque sea lunes.

Se te cae el mundo encima y apenas te quedan fuerzas, y crees que no hay salida a todos esos problemas que te colapsan en el día a día. Arrastras los pies y las ojeras, y más horas de las que te gustaría de mal dormir. Te sientes como en una olla a presión en todas partes, a punto de estallar, sin ganas, sin fuerzas, dejándote llevar por la inercia de una rutina más que insoportable.

Cualquier canción en la radio te roba los pensamientos y no eres capaz ni de concentrarte en la más sencilla de las lecturas.

Y no hay válvulas ni vías de escape que te salven aunque sea durante cinco minutos.

Pides cambio, tiempo muerto y nadie te escucha.

La maldita soledad del eco.

Chasqueas los dedos en la penumbra esperando a que se haga la luz, que todo cambie, que el camino parezca menos atemorizante, que dejes de estar solo.

Pero nunca pasa.

Sigues caminando sin saber muy bien tu destino final, sin tener claro lo que debes hacer, sigues como si el futuro no existiera porque sólo ves el presente.

Y ahora que sólo puedo ofrecerte abrazos que alejen tus demonios y besos suaves para quitarte el frío, ahora es cuando más fuerza tengo para sacarte del lodo y soplarte en las alas que otros se han encargado de romper.

Y ahora que sólo tengo unas manos llenas de arañazos para agarrarte y los ojos rojos de llorarte, ahora es cuando más ganas tengo para temblar contigo y coser las heridas que ha ido dejando el tiempo en tu carne.

Seguimos mirando el horizonte desde ventanas distintas, rumbo al norte, rumbo al sur. Y hay barreras y cables, y cierta desesperación en todo lo que nos decimos. Disimulamos peor de lo que creemos, y todas las distancias de más de un centímetro entre nuestras bocas me parecen largas.

Lo de querer a alguien no debería ser ningún esfuerzo titánico, ni una pelea continua, ni el nudo en la garganta cada vez que abres la puerta de casa. Lo de querer a alguien no debería ser una mancha en tu expediente.

Son tiempos complicados para la lírica y para el amor. Son tiempos complicados para todos los que creen en la verdad, para los que no saben fingir.

Aunque sea lunes, mientras el cielo se apaga podríamos mirarnos a los ojos y decirnos un te quiero sin cervezas de por medio.

Perder el tiempo siempre se nos ha dado bien.