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La vorágine y los recuerdos.

Algunos días me pregunto cuáles habrían sido mis últimas palabras para la gente con la que hablo habitualmente si, de repente, el mundo se esfumara (o se esfumaran ellos, o me esfumara yo).

Y me inquieta.

¿Cómo me recordarían?

Probablemente les habría dicho cualquier gilipollez sin importancia, un chiste malo, una reflexión sobre la actualidad política que se podría tirar a la basura, una queja sin fin sobre el trabajo, estudiar o lo injusto de la sociedad, un meme recién sacado del horno, un gif hipnótico, una foto haciendo el idiota.

Y me inquieta.

Probablemente nadie sabría que si hablo con ellos es porque me importan, porque un día recuerdas que hace tiempo que no sabes de la vida de alguien y te preocupa saber cómo le irá todo a pesar de la distancia, los malentendidos y los despropósitos.

Porque a veces la única forma de dar un abrazo o un beso es escribiéndolo.

Vamos dejando huellas, en la arena y en la nieve, y apenas somos conscientes de ello, de la importancia de nuestros actos, de nuestras palabras, de nuestros gestos, de cómo la memoria se encarga de guardarlo todo según le parece.  No nos damos cuenta de la importancia de nada hasta después de un tiempo, cuando reflexionamos y recapitulamos, y recordamos frases de manera nítida mientras otras han desaparecido en la vorágine del día a día.

Yo por si acaso, lo dejo por escrito para quedarme tranquilo, para asegurarme de que lo entiendes, porque no vale sólo susurrarlo en medio de la noche:

Te quiero (da igual cuando leas esto).

Nunca pasa nada.

La vida es a veces como los domingos con resaca, dan ganas de vomitarlo todo de golpe y quedarse tranquilo. Sacar fuera de la boca y del pecho todas esas palabras que nos pesan y se nos atragantan cuando llega el momento de decirlas.

Sacarlo con rabia o de cualquier forma que te apetezca.

A veces sí tenemos derecho a la pataleta y a quejarnos por todo y por todos, a ser incorrectos, a no seguir las normas, a equivocarnos y meter la pata hasta el fondo sin que se caiga el mundo sobre nuestros hombros.

Porque al final nunca pasa nada, pase lo que pase, no pasa nada.

Mañana el bar de abajo subirá la persiana, el semáforo de enfrente tardará 20 segundos en ponerse en verde y con algo de suerte seguiremos respirando.

Las palabras mágicas.

Joder, ya está bien de tantos lamentos, de tanta hipocresía, de tanto callar por el bien de los demás. Estoy aburrido de esperar mientras se me hace de noche y cambian la hora, y llega el otoño y yo no sé dónde voy a quedarme hasta que vuelva a salir el sol.

Nos necesitamos como las flores necesitan agua, como un calendario necesita el paso de los días, como un músico necesita escuchar la perfecta armonía.

Algunas veces me invitas a entrar en tu vida, en tus brazos, en tus piernas y tu boca; otras me dejas esperando en tu portal.

Algunas veces quieres verme amanecer, respiras conmigo, te meces con el viento que se cuela por el resquicio de la ventana; otras ni tan sólo puedes mirarme a los ojos.

El mundo es tan caótico que nos hemos vuelto espirales de sentimientos y contradicciones sin fin. No sabemos elegir bien, ni decidir, ni responder sin ofender, ni comprender, ni empatizar, ni beber sin acabar dando de bruces contra el suelo.

Somos exceso.

Somos pelo y carne y uñas.

Se llena la ciudad de lluvias torrenciales, libros digitales y alas de cera.

En las afueras sólo hay sangre y vertidos industriales.

Está todo volviéndose tan feo, difícil y raro que sólo quiero mirarte para poder salvarme.

A mí sólo dime las palabras mágicas esta vez, que no hace falta que te busque porque ya nos tenemos, que no hace falta que tiemble por las noches porque duermes conmigo, que me digas ahora me quedo.

Pronuncia las palabras mágicas, aunque sólo sea una vez, abre la puerta, dime te quiero.

 

 

 

Texto escrito para el blog de Krakens y Sirenas.

Desde el principio.

Hablamos tanto sin hacer nada, se nos llena la boca con te quieros que se quedan flotando en el aire igual que flota el polvo, igual que flotan las ganas cuando yo te miro.

Nos enseñan desde pequeños a hablar bien pero se entretienen poco a decirnos que las palabras se acompañan con actos, que no podemos pensar de una manera y actuar de otra porque eso tiene un nombre que recoge el diccionario.

Nos enseñan ortografía, gramática, sintaxis, adecuación, cohesión y coherencia, y no tenemos ni idea de manejar las emociones, de explicar cómo nos sentimos, de bautizar con sustantivos todo eso que nos pasa por dentro y nos remueve desde la primera costilla hasta el bazo y la vesícula.

Incapaces, ineptos emocionales, androides a los que destruir después de que hayan sido útiles durante un tiempo. Nos late el corazón sin saber muy bien por quién ni durante cuánto tiempo. Cogemos aire sin saber cómo hablarnos con sinceridad. Nos abrazamos sin tener muy claro cómo usar la compasión, ni qué significa eso de la resiliencia, la perseverancia, la tolerancia, la abnegación.

(No sé si es casualidad que de las virtudes se hable en femenino.)

No es suficiente con escribir en un papel o en una pantalla, no es suficiente con gritar palabras que el viento se lleva cada vez más lejos, no basta con besar si por dentro no se te despiertan los demonios y tienes que guardarlos para no morderle el cuello.

No es adecuado, ni conveniente, ni aceptable arrepentirse de sentir, creerse un loco por querer cuando los elementos están en contra y el teléfono suena sin respuesta.

Deberíamos tocarnos más la piel.

Acariciarnos los párpados cuando cerramos los ojos, besarnos detrás de la oreja, rozarnos el dorso de la mano, palparnos a oscuras.

Y hablar menos.

Porque las palabras se malinterpretan, pierden su significado, pero quitarse la ropa lo deja todo claro.

Desde el principio.

El coleccionista de fracasos.

Un chico tras las gafas, con la mirada perdida desde la vista decadente que le brinda la ciudad desde su ventana.

Uno detrás de otro voy coleccionando fracasos, como si fueran las bolas de dragón, y ningún objetivo alcanzado me parece suficiente. Como si llegar a la zona de guardado no fuera un éxito en este juego de la vida, como si conseguir dormir por las noches no fuera a lo único a lo que aspiro últimamente.

La insatisfacción permanente, la incapacidad para sentirme realizado, el hecho de que nada sea nunca suficiente, y que no haya nada que esté bien si no es perfecto.

Estoy tan jodido de la cabeza que siempre me siento por debajo de los demás, que nunca me creo suficiente para nada ni nadie, que vivo sin saber enfrentarme a la luz si no es con los ojos cerrados y las mejillas ardiendo por culpa de la vergüenza.

Me cuestiono si algún día llegaré a estar tranquilo, a no tener que castigarme por cada error, a no dar por hecho que soy un perdedor al que nunca le sale bien la jugada.

Hay veces que me pregunto cómo es posible que siga vivo si apenas hago nada para estar aquí, si soy un desagradecido que no aprovecha las oportunidades que se le cruzan en el camino, si soy un miedica que se oculta entre palabras que suenan bien y hace alarde de conocimientos que no le importan a nadie.

Me he convertido en lo que no quería, en alguien a quien detestar.

Soy el que siempre espera.

El que siempre se rompe.

El que nunca muestra sus descosidos.

Acorde menor de guitarra acústica, soldadito de hierro.

Isla en el desierto, piel entre las rocas.

Pintura en tu pelo.

Voy a seguir coleccionando fracasos con nombre y apellidos pero si quieres, mientras tanto, puedes darme la mano.

Como si fuera primavera.

El mundo está tan loco como lo estamos nosotros, como lo está la vida de hoy en día.

3 de Enero y veinte grados, y dejamos que el sol roce de nuevo nuestra cara y nuestros brazos como si fuera primavera.

El invierno apenas ha llegado a nuestras calles y ya se ha ido, supongo que le cansamos, que sabe que este no es su sitio y que no nos gusta demasiado. Supongo que sabe que nos gusta más poder sudar juntos sobre el colchón, con las ventanas abiertas sin tener demasiado claro si nos están viendo los vecinos y sobre todo sin que nos importe demasiado. Te he visto de nuevo en sueños arqueando la espalda, atrapando las sábanas entre tus dedos, buscándome en la penumbra en voz baja, susurrando palabras que sólo entiendo cuando lo haces en mi oído.

Me gustaría estar caminando junto al mar contigo al lado, llevando el mismo paso mientras el rumor de las olas nos trae recuerdos y caricias que no queremos olvidar, mientras nuestras manos y nuestros dedos se buscan igual que lo hacen nuestras bocas cuando apagamos la luz y nos falta el aire.

Sería tan mágico que pudiéramos sentarnos en el suelo y leernos páginas de historias de verdad, contarnos mirándonos a los ojos la vida de todos esos personajes que nos habría gustado ser y pronunciar en voz alta todas aquellas vidas que nos hubiera gustado vivir.: Pisar las calles del París bohemio del Moulin Rouge, caminar por el Londres victoriano intentando encontrar a Jack el Destripador, navegar a bordo de un barco de vapor por el río Mississippi, observar cómo piedra tras piedras las pirámides ascendienden hacia el cielo etéreo del Egipto faraónico, tocar el piano en el Cotton Club.

Y estoy seguro de que la gente hablará de mí por decir un gilipollez detrás de otra, y seguramente dirán que soy un loco porque no te conozco tanto como creo, pero yo no necesito más. No puedo evitar sentir lo que siento al verte, al pensarte, al tocarte, al perderte.

Si tenemos los días contados, no exagero al decir que, quiero contarlos contigo; y que voy a quererte siempre como si fuera primavera.

La patria eslava.

Psicología humana.

A diario.

A todas horas.

Es curiosa esa forma de hacer como que nos preocupamos por los demás mientras estamos socavando su autoestima. Nos preocupamos por su aspecto físico, por sus relaciones, por su modo de vida, por sus decisiones. Opinamos sobre cada uno de los pasos del prójimo, y también (cómo no) sobre cada una de esas veces que decide quedarse inmóvil.

Y, en el fondo, lo único que estamos haciendo es criticar.

Criticamos sin criterio, sin apuntar, disparando al aire sin atender después a si damos o no en el blanco, por si herimos, por si hacemos sangre. Dejamos que las palabras salgan de nuestros labios, a veces sin filtrar, sin reflexionar ni medio segundo, como si no importaran en absoluto, como si no fueran valiosas. Somos capaces de hundir y ensalzar con frases, sin necesidad de nada más. Igual que nuestro entorno nos metió ideas obsesivas sobre el mundo y nosotros mismos cuando éramos pequeños, y por eso estamos todos llenos de complejos y vergüenzas que nos da miedo confesar. Por eso cuando estamos solos nos hacemos pequeños y nos encogemos bajo las sábanas, y cerramos los ojos con fuerza esperando a que vuelva la luz. Por eso cuando nadie nos ve nos quitamos la ropa, los plásticos y las mentiras, y nos quedamos desnudos de verdad, contra nuestro propio espejo, contra nuestra propia alma. Sin escudos, sin esa máscara que nos colocamos todos al enfrentarnos al mundo con tal de intentar sobrevivir.

Quizá el problema es que no sabemos cómo decir las cosas, nos falla la expresión y las formas. Quizá es que venimos del único lugar del mundo donde no hay árboles y por eso no tenemos palabras para nominarlos. Somos hijos del pantano que roban términos de otros idiomas para explicarse.

No me gustaría que me pasara contigo lo de usar las palabras en tu contra, en la nuestra, lo de no ser consciente de que cada una de las cosas que decimos tiene peso e importancia.

No me gustaría creer que somos juntos sin serlo.

No me gustaría no ser capaz de transmitirte lo que quiero.

No me gustaría perderte para siempre.

No me gustaría enfrentarme a mí mismo sin cogerte de la mano.

No me gustaría (ni me perdonaría) hacerte daño sin darme cuenta.

 

La larga espera.

Se han agotado los días y lo anuncian en la radio.

La Navidad ha vuelto a colarse entre la gente, para hacernos creer que somos buenas personas, las luces de colores alumbran las calles y los árboles, y se nos vacían los bolsillos mientras otros se llenan las cajas. Parece que ya hemos vuelto a reducirnos a abrazos de cartón y sonrisas escondidas tras champagne barato.

Podríamos cogernos de la mano y pasear entre la hipocresía, ser felices sin necesidad de que sea un día festivo, reírnos de la vida igual que ella se ríe de todos nosotros, burlarnos de la muerte igual que ella se burla de todos nosotros, dejar de enfadarnos con todo aquello que nos sale mal.

Y no dejo de preguntarme, no dejo de lamentarme, no dejo de machacarme, no dejo de estar solo entre toda la multitud que llena las calles peatonales del centro. No dejo de hacerme pequeño, invisible, no dejo de dejar de existir, no dejo de ser mi propio enemigo.

No sé cómo decírtelo otra vez sin sonar a más de lo mismo, pero te prometo que arriesgarse vale la pena. Si nos hemos hecho felices de lejos, imagina lo que podríamos hacer teniéndonos cerca, rozándonos antes de cerrar los ojos y roncar tranquilos.

Yo pensaba que los besos y la música eran excusa suficiente para conseguirlo todo, que mirarse a los ojos y respirar al mismo tiempo servía para quedarse para siempre.

Voy caminando despacio porque no quiero alejarme demasiado, porque no me atrevo, porque tengo que hacer lo último que quiero hacer. Voy haciéndome arañazos en el pecho y en los brazos, voy sangrando tan poco, tan lento que no consigo nada.

No sé si te acuerdas como yo de la falta de vergüenza en las noches y en los bares.

No sé si tú también recuerdas los abrazos silenciosos por la espalda con la cabeza llena de pensamientos contradictorios y ruido.

No sé si tú eres consciente de lo cerca que estamos de tenerlo todo y de no tener nada al mismo tiempo.

No sé si ves que la balanza sigue estando a nuestro favor y que eso sólo puede significar algo bueno.

Nos esperan las sirenas en la orilla, nos esperan los gorilas en la niebla, nos esperan los amantes del círculo polar, nos espera el club de los poetas muertos.

Nos esperan los regalos, los de verdad, los de acariciarse la mejilla y retirarse las lágrimas de emoción, esos que te tienen con el corazón encogido y sin saber qué palabras de agradecimiento pronunciar después de quitar el envoltorio.

Me esperas tú.

Te espero yo.

Otro triste idiota.

Siento un dolor fuerte en el pecho, como un desgarro.

Es un dolor urente, punzante, transfictivo, que consigue partirme en dos cada vez que aparece. Es un dolor que quema, pero no como consigue quemar el fuego sino como lo hace el hielo.

Hasta que ya no siento nada.

Y me convierto tan sólo en un caparazón vacío que va a acabar en el fondo del mar junto a los restos del naufragio.

Siento que sólo necesito que se me borre la memoria, y que no me importe más que el canto de los bosques, el pájaro de fuego, el rugido de las flores.

Siento que la distancia ha hecho que nos despertemos del letargo, de toda esta niebla en la que nos habíamos envuelto durante largos meses. Y ahora que tengo todas las puertas y ventanas abiertas sigo sin querer marcharme, sigo queriendo quedarme contigo, sigo eligiéndote a ti por encima de las demás, sigo prefiriendo pasar solo el resto de mis días.

Siento que soy sólo otro triste idiota que ha sucumbido al dictamen de un corazón enfermo.

Siempre huyes y yo corro tras de ti, y acabamos siguiendo todas esas luces parpadeantes y pálidas que nos marcan el futuro. Y te he perdido, a estas alturas ya no sé si estás tomando té con el Sombrerero o siguiendo las baldosas amarillas hasta Oz.

Hace tiempo que ya no sólo consiste en quitarnos la ropa y las ideas a la vez, hace tiempo que hay latidos y miedos de por medio, y silencios largos, y palabras que parecen alfileres bajo las uñas.

Todo este lío es culpa mía, nunca debí haberte metido en mi espiral, nunca debí darte permiso para entrar y revolverlo todo.

Nunca debí darte el poder.

Nunca debí decirte la verdad.

Sigo mirando a la luna buscando tus ojos, acariciando con paciencia el frío cristal en noches de verano, soplando el café, soñando que enredo mis dedos en tu pelo, caminando cansado, buscando las palabras exactas que te hagan quedarte a mi lado.

Siento un fuerte dolor en el pecho.

Y eres tú.

Bandera blanca.

Están los que olvidan rápido, los que tardan más tiempo, los que no lo hacen nunca, y luego yo.

Igual por eso no sé cerrar las heridas.

Tengo una memoria en la que los buenos y los malos momentos se quedan grabados a fuego, y poco se puede hacer contra eso, porque por mucho que lo intentes hay ciertas cosas que no se van de tu cabeza, por mucho que luches por borrar ciertos pensamientos o ideas, o recuerdos.

O putos sentimientos.

El recuerdo de paisajes borrosos tras los cristales, de palabras que se quedaron suspendidas en el tiempo, de besos sin ningún tipo de contención. El recuerdo de promesas que han caído al suelo y se han convertido en miles de pedazos que no se pueden recoger. El recuerdo de canciones y de frases, y de fotografías donde todo estaba claro y no había indecisión, ni titubeos.

¿Por qué no sacas la bandera blanca y acabas de una vez con esta batalla? No sé si sabes que en las guerras todos los que han ido al frente acaban perdiendo aunque se sientan ganadores.

Y después de todo no nos merecemos perder de esta forma.

Aún me siento borracho de ganas de ti, por desgracia no se acaban, y me llena todavía esa fuerza que me impulsa hasta tus brazos, pero tengo que pararme los pies, decirme en voz baja que ya no puedo tocarte y tengo que mirar hacia otro lado.

Y para qué engañarnos, duele como supongo debe doler un puñal atravesando las costillas, dejándote sin respiración, tirándote al suelo.

Me estás desangrando sin querer remediarlo.

Creo que todo esto duele tanto como te quiero.