Debe ser ya abril en París porque no estoy entendiendo lo que me pasa dentro del pecho, aunque fuera el frío siga congelando pestañas y las olas rompan con más fuerza que nunca contra las playas del norte.
El tiempo ya ha demostrado que es frágil, escurridizo, que le gusta escaparse entre los dedos igual que se escapan los mechones de tu pelo entre los míos mientras veo cómo vuela la noche más oscura sobre mis hombros para llenarme de miedo y viejos temores.
El tiempo es, al menos, tan caprichoso como lo somos nosotros, que algunos días lo queremos todo y al día siguiente lo tiramos a la basura, sin preocuparnos demasiado, y después nos arrepentimos sin que podamos remediarlo.
Algunas veces tomamos decisiones sin pensar y otras pensamos tanto que nunca llegamos a decidir nada, que nos quedamos pisando el alambre sin atrevernos a comenzar a caminar sobre él.
Somos animales de costumbres, que prefieren quedarse en su cueva a salir a encontrar algo nuevo por si no es mejor de lo que tienen. El «por si» delante de un no sale bien es casi tan mortal como el «pero» después de un te quiero.
Somos animales racionales muy irracionales, que se dejan llevar por los instintos, por la atracción de unos labios, por el magnetismo de una mirada, por la sonoridad de las palabras, por la canción adecuada en el momento justo.
Sólo quiero abrazarla y que todas las piezas vuelvan a su sitio.
Sólo quiero que nada le duela.
Sólo quiero estar cuando más le haga falta, y no puedo.
Realmente sólo quiero hacerle la vida fácil.
Sólo eso.
Todo eso.
[Siempre serás mi desastre preferido.]